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Authors: Fernando Vallejo

La virgen de los sicarios (11 page)

BOOK: La virgen de los sicarios
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Mientras en las comunas seguía lloviendo y sus calles, ríos de sangre, seguían bajando con sus aguas de diluvio a teñir de rojo el resumidero de todos nuestros males, la laguna azul, en mi desierto apartamento sin muebles y sin alma, solo, me estaba muriendo, rogándoles a los de la policlínica que le cosieran, como pudieran, aunque fuera con hilo corriente, a mi pobre Colombia el corazón.

Luego entraba adonde el director a pedirle que mandara cerrar las puertas del hospital porque por todas partes venían a rematarla asesinos contratados, sicarios. Después me iba con Alexis rumbo al centro. A lo lejos, sobre el mar de bruma alucinada que cubría el centro, flotaba la alta cúpula de la iglesia de San Antonio. Hacia allá nos dirigíamos pero rasgando para poder seguir, para poder pasar, las densas capas de bruma. Entrábamos a la iglesia y resulta que era un cementerio. Tumbas y tumbas y tumbas mohosas. Y yo solo, muriéndome, sin un alma buena que me trajera un café ni un novelista de tercera persona que atestiguara, que anotara, con papel y pluma de tinta indeleble para la posteridad delirante lo que dije o no dije.

Una mañana me despertó el sol, que entraba por las terrazas y los balcones a raudales, llamándome. Y una vez más, obediente, obsecuente, le hice caso a su llamado y me dejé engañar. Me levanté, me bañé, me afeité y salí a la calle. Camino al parque del barrio de La América por la Avenida San Juan, en una cafetería que tenía el radio prendido me tomé un café. ¿Cuántos meses habrían pasado, cuántos años? Semanas si acaso porque seguía el mismo presidente, la misma lora gárrula leyendo con su vocecita inarmónica los mismos discursos zalameros, embusteros, que le hicieron. Repitiéndose, como si se hubiera detenido el tiempo. Cuando paró de retransmitirse el pajarraco deslenguado, el radio, reconfortante como un café caliente, oficioso y mañanero, pasó a darnos las noticias de la noche que acababa y las cifras de los muertos. Que anoche no habían sido sino tantos... La vida seguía pues.

"Tened fe y veréis qué cosa son los milagros", dijo San Juan Bosco y en efecto, la iglesia de La América estaba abierta. Entré, y en el primer altar, el del Señor Caído, arrodillándome, le pedí al Todopoderoso que puesto que no me mandaba la muerte me devolviera a Alexis. A Él, que todo lo sabe, lo ve, lo puede. Desde el altar mayor presidiendo la iglesia, de negro, aureolada por los destellos de su pequeño resplandor dorado, la Virgen Dolorosa me miraba. La iglesia estaba desierta. Más vacía que la vida de un sicario que quema los billetes que le sobran en el fogón.

De mala sangre, de mala raza, de mala índole, de mala ley, no hay mezcla más mala que la del español con el indio y el negro: producen saltapatrases o sea changos, simios, monos, micos con cola para que con ella se vuelvan a subir al árbol. Pero no, aquí siguen caminando en sus dos patas por las calles, atestando el centro. Españoles cerriles, indios ladinos, negros agoreros: júntelos en el crisol de la cópula a ver qué explosión no le producen con todo y la bendición del papa. Sale una gentuza tramposa, ventajosa, perezosa, envidiosa, mentirosa, asquerosa, traicionera y ladrona, asesina y pirómana. Ésa es la obra de España la promiscua, eso lo que nos dejó cuando se largó con el oro. Y un alma clerical y tinterilla, oficinesca, fanática del incienso y el papel sellado. Alzados, independizados, traidores al rey, después a todos estos malnacidos les dio por querer ser presidente. Les arde el culo por sentarse en el solio de Bolívar a mandar, a robar. Por eso cuando tumban los sicarios a uno de esos candidatos al susodicho de un avión o una tarima, a mí me tintinea de dicha el corazón.

Yendo por la carrera Palacé entre los saltapatrases, los simios bípedos, pensando en Alexis, llorando por él, me tropecé con un muchacho. Nos saludamos creyendo que nos conocíamos. ¿Pero de dónde? ¿Del apartamento de los relojes? No. ¿De la televisión? Tampoco. Ni él ni yo habíamos salido nunca en la televisión, o sea que prácticamente ni existíamos. Le pregunté que para dónde iba y me contestó que para ninguna parte. Como yo tampoco, bien podíamos seguir juntos sin interferimos.

Tomando hacia ninguna parte por la calle Maracaibo desembocamos en Junín. Al pasar por el Salón Versalles recordé que llevaba días sin comer y le pregunté al muchacho si había almorzado. Me contestó que sí, que antier. Entonces invité a almorzar al faquir.

Mientras almorzábamos los dos faquires le pregunté su nombre: ¿Se llamaba Tayson Alexander acaso, para variar? Que no. ¿Y Yeison? Tampoco. ¿Y Wílfer? Tampoco. ¿Y Wílmar? Se río. ¿Que cómo lo había adivinado? Pero no lo había adivinado, simplemente eran los nombres en voga de los que tenían su edad y aún seguían vivos. Le pedí que anotara, en una servilleta de papel, lo que esperaba de esta vida. Con su letra arrevesada y mi bolígrafo escribió: Que quería unos tenis marca Reebock y unos jeans Paco Ravanne. Camisas Ocean Pacific y ropa interior Kelvin Klein. Una moto Honda, un jeep Mazda, un equipo de sonido láser y una nevera para la mamá: uno de esos refrigeradores enormes marca Whirpool que soltaban chorros de cubitos de hielo abriéndoles simplemente una llave... Caritativamente le expliqué que la ropa más le quitaba que le ponía a su belleza. Que la moto le daba status de sicario y el jeep de narcotraficante o mafioso, gentuza inmunda. Y el equipo de sonido ¿para qué? ¡Para qué más ruido afuera con el que llevábamos adentro! ¿Y para qué una nevera si no iban a tener qué meter en ella? ¿Aire? ¿Un cadáver? Que se tomara su sopita y se olvidara de ilusos sueños...

Se rió y me dijo que anotara a mi vez, por el reverso de la servilleta, lo que yo esperaba de esta vida. Iba a escribir "nada" pero se me fue escribiendo su nombre. Cuando lo leyó se rió y alzó los hombros, gesto que prometía todo y nada. Le pregunté si se le ponía tilde a "Wílmar" y me contestó que daba igual, que como yo quisiera. "Entonces digamos que sí".

Dejando el Salón Versalles que de Versalles no tiene un aplique, un carajo, tomando por Junín abajo rumbo a ninguna parte se soltó a llover. Estábamos frente a la iglesia de San Antonio, que no conocía. ¿O sí? ¿No la había visto pues en sueños con Alexis vuelta un cementerio en brumas? Le dije a Alexis, perdón, a Wílmar que entráramos.

La iglesia tiene dos entradas: una por la fachada de la cúpula, otra por la de las torres. Por la de la cúpula entramos. Subiendo por la escalinata del pórtico, bajo unas bóvedas góticas, antes de entrar uno a la iglesia ve a la derecha una inmensa cripta de osarios. Susurros de almas en pena rasgaban las brumas del tiempo eterno. ¡Claro, ése era el cementerio de mi delirio! Pasamos a la iglesia y miré hacia arriba, y por primera vez vi desde adentro la alta cúpula que había visto desde afuera mi vida entera dominando el centro de Medellín.

A todo se le llegaba pues su día, su muerte. Los engranajes del destino girando inexorables me habían traído, con el engaño de la lluvia, a la iglesia de San Antonio de Padua, la de los locos. Y no lo digo por mí que sé dónde estoy parado, lo digo por ellos, sus dueños, los mendigos locos que duermen afuera bajo ese puente cercano que es un cruce de vías elevadas y que vienen al amanecer, cuando arrecia el frío, a la primera misa y a pedirle a Dios, por el amor que le tenga a San Antonio, un poquito de calor, de compasión, de basuco.

Adentro un Cristo pendía de la alta cúpula, suspendido en el aire sobre las miserias humanas y los avatares del tiempo. Como escapados de una pintura medieval, unos frailes franciscanos cruzaron furtivamente por la iglesia y la realidad delirante.

Cuando Wílmar y yo salimos, por el pórtico de las torres, pensé que íbamos a hundirnos en un mar de bruma pero no, el día estaba claro, recién bañado por la lluvia. "Domus Dei Porta Coeli" leí bajo el reloj detenido, en la fachada de las torres. Bajé los ojos y vi la casa cural, contigua a la iglesia: una vieja casona del Medellín de antes, de dos plantas, con alero. Con un alero caritativo para las lluvias de ayer, de hoy y siempre.

De muchacho mi superstición me decía que el día que entrara a la iglesia de San Antonio ése iba a ser el último mío. ¡Qué va! Aquí sigo vivo. De haberme muerto además mi superstición no habría podido reprocharme: "Te lo advertí, te lo dije". Los muertos no ven ni oyen ni entienden, y les importa un carajo lo que les advirtieron o no.

"¡Cómo! –exclamó Wílmar al conocer mi apartamento–. ¡Aquí no hay televisión ni un equipo de sonido!" ¿Cómo podía vivir yo sin música? Le expliqué que me estaba entrenando para el silencio de la tumba. "¿Y el teléfono? ¿Desconectado?" "Aja, y el agua y la luz también, tampoco por lo general funcionan. Cuando más las necesito se van". Eran las leyes de Murphy, niño, las más seguras, que estipulaban que: Que lo único seguro de esta vida son cada mes sin faltar las cuentas de la luz, el agua y el teléfono.

Entonces, arrodillado en el piso, con un cuchillo de la cocina a falta de destornillador, Wílmar lo reconectó. No bien lo reconectó y sonó el maldito. Me precipité sobre el aparato monstruoso, alarmado de que alguien me pudiera llamar. ¿Quién? Nadie, un idiota equivocado preguntando si aquí compraban higuerillo. Le contesté que sí. Y él: ¿Que a cómo lo estaba pagando? Y yo: ¿Que a cómo lo estaba vendiendo? Que a tanto el bulto. Le ofrecí la mitad. Y yo subiendo de a poquito y él de a poquito bajando nos encontramos en el camino y le compré veinte bultos. ¿Que adonde me los mandaba? Pues a mi depósito, adonde me estaba hablando, en la Central de Abastos; que preguntara por fulanito de tal. Y le di el nombre del ministro de Hacienda. Me prometió que a primera hora, sin faltar, me llevaba los veinte bultos en un camión contratado. Colgó y colgué. Wílmar, que no entendía, me preguntó que para qué era el higuerillo. Le contesté que para hacer aceite. Se quedó convencido de que yo tenía una fábrica de aceite de higuerillo.

Vuelvo y repito: no hay que contar plata delante del pobre. Por eso no les pienso contar lo que esa noche antes de dormirnos pasó. Básteles saber dos cosas: Que su desnuda belleza se realzaba por el escapulario de la Virgen que le colgaba del pecho. Y que al desvertirse se le cayó un revólver. "¿Y ese revólver para qué?" le pregunté yo de ingenuo. Que para lo que se ofreciera. Pues sí, pregunta tonta la mía, un revólver es para lo que se pueda ofrecer. Y abrazado a mi ángel de la guarda me dormí, no sin que antes de que me desconectara el sueño me entrara el futurismo, el fatalismo y me diera por pensar en los titulares amarillistas del día de mañana: "Gramático Ilustre Asesinado por su Ángel de la Guarda", en letras rojas enormes, que se salían de la primera plana. Luego, recapacitando, me dije que los dos periódicos de Medellín eran serios, no como los pasquines sensacionalistas de Bogotá. La página roja, incluso, la habían reducido en los últimos tiempos a una columnita. ¿Sería que hablar en Medellín de asesinados era como decir en época de lluvias "¡Aguaceros Torrenciales!" o en verano "Nos estamos asando del calor"? ¿Dar como noticia lo obvio? No, era que todavía nos quedaba un poquito de dignidad, de decencia. Y tuve fe en el futuro, en el ajeno, porque el mío, como bien lo sabía desde muchacho, se acababa ahí, el día que conocí la iglesia de San Antonio. Y con esta nota de desolado optimismo me dormí.

Amaneció martes y yo vivo y él abrazado a mí y radiante la mañana. "¿Qué día es?" me preguntó abriendo los ojos el ángel. "Martes", le contesté. De él fue entonces la idea de que fuéramos a Sabaneta adonde María Auxiliadora. "¿A qué vas? –le pregunté–. ¿A dar gracias, o a pedir?" Que a ambas cosas. Los pobres son así: agradecen para poder seguir pidiendo.

Encontré a Sabaneta más bien fría de fieles, desangelada. La plaza desahogada, sin congestionamientos de buses ni atropellamientos de peregrinos. Y los puestos de estampitas y reliquias de María Auxiliadora sin un cliente. ¿Qué pasó? ¿Sería que esta raza novelera desertó también de la Virgen? ¿Por el fútbol? ¿Y que ya no creía más que en los milagros de sus propias patas?

Entramos a la iglesia: semidesierta, con unos cuantos viejos y viejas de poca monta y ni un sicario. ¡Carajo, también esto se acabó, como todo! Y me arrodillé ante la Virgen y le dije: " Virgencita mía, María Auxiliadora que te he querido desde mi infancia: cuando estos hijos de puta te abandonen y te den la espalda y no vuelvan más, cuenta conmigo, aquí me tienes. Mientras viva volveré". ¿De qué le estaría dando gracias Alexis, perdón, Wílmar a la Virgen? ¿Qué le estaría pidiendo? ¿Ropas, bienes, antojos, miniUzis? Decidí hacerlo feliz ese día y darle en nombre de ella lo que quisiera.

Salimos de Sabaneta por la vieja carretera de mi infancia caminando, y caminando, caminando, conversando como en mis felices tiempos, Wílmar me preguntó que por qué si tenía una fábrica tenía que andar a pie como pobre, sin carro. Le expliqué que para mí el mayor insulto era que me robaran, y que por eso no tenía carro: que prefería mil veces seguir andando a vivir cuidándolo. En cuanto a la fábrica, ¿de dónde sacó tan peregrina idea? ¿Darles yo trabajo a los pobres? Jamás! Que se lo diera la madre que los parió. El obrero es un explotador de sus patrones, un abusivo, la clase ociosa, haragana. Que uno haga la fuerza es lo que quieren, que importe máquinas, que pague impuestos, que apague incendios mientras ellos, los explotados, se rascan las pelotas o se declaren en huelga en tanto salen a vacaciones.

Jamás he visto a uno de esos zánganos trabajar; se la pasan el día entero jugando fútbol u oyendo fútbol por el radio, o leyendo en las mañanas las noticias de lo mismo en El Colombiano. Ah, y armándome sindicatos. Y cuando llegan a sus casas los malnacidos rendidos, fundidos, extenuados "del trabajo", pues a la cópula: a empanzurrar a sus mujeres de hijos y a sus hijos de lombrices y aire. ¿Yo explotar a los pobres? ¡Con dinamita! Mi fórmula para acabar con la lucha de clases es fumigar esta roña. ¡Obreritos a mí!

Pero cuando la cara se me encendía de la ira pasamos por Bombay, la "bomba de gasolina" de mi infancia, que era a la vez cantina, y los recuerdos empezaron a vendarme suavecito, como una brisa con rocío, refrescante, bienhechora, y me apagaron el incendio de la indignación. ¡La bomba de Bombay, qué maravilla! Era un simple surtidor de gasolina afuera y adentro una cantina, ¡pero qué cantina! Allí en las noches alborotadas de cocuyos y chapolas, a la luz de una Cóleman, encendidos por el aguardiente y la pasión política se mataban los conservadores con los liberales a machete por las ideas.

Cuáles ideas nunca supe, ¡pero qué maravilla! Y la nostalgia de lo pasado, de lo vivido, de lo soñado me iba suavizando el ceño. Y por sobre las ruinas del Bombay presente, el casco de lo que fue, en una nube desflecada, rompiendo un cielo brumoso, me iba retrocediendo a mi infancia hasta que volvía a ser niño y a salir el sol, y me veía abajo por esa carretera una tarde, corriendo con mis hermanos. Y felices, inconscientes, despilfarrando el chorro de nuestras vidas pasábamos frente a Bombay persiguiendo un globo. Con su aguja gruesa una vitrola en la cantina tocaba un disco rayado:
"Un amor que se me fue, otro amor que me olvid
ó
, por el mundo yo voy penando. Amorcito qui
é
n te arrullar
á
, pobrecito que perdi
ó
su nido, sin hallar abrigo muy s
ó
lito va. Caminar y caminar, ya comienza a oscurecer y la tarde se va ocultando..."
Y los ojos se me encharcaban de lágrimas mientras dejando atrás a Bombay, para siempre, volvía a sonar a tumbos, en mi corazón rayado, ese "Senderito de Amor" que oí de niño en esa cantina por primera vez esa tarde. Y qué hace sin embargo que volvía con Alexis por esta misma carretera, agotándose instante por instante en la desesperanza nuestro imposible amor...

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