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Authors: Fernando Vallejo

La virgen de los sicarios (9 page)

BOOK: La virgen de los sicarios
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Cuando nos alejábamos, la casetera se encendió sola y rompió a tocar importuna un vallenato, "La gota fría", que es el que les canté arriba.

Pero aquí la vida crapulosa está derrotando a la muerte y surgen niños de todas partes, de cualquier hueco o vagina como las ratas de las alcantarillas cuando están muy atestadas y ya no caben. En las afueras del cementerio, cuando salíamos y Alexis recargaba su juguete, dos de esos inocentes recién paridos, como de ocho o diez años, se estaban dando trompadas de lo lindo azuzados por un corrillo de adultos y otros niños, bajo el calor embrutecido del sol del trópico. Dale que dale, con sus caritas encendidas por la rabia, sudorosas, sudando ese odio que aquí se estila y que no tiene sobre la vasta tierra parangón. Como la única forma de acabar con un incendio es apagándolo, de seis tiros el ángel lo apagó. Seis cayeron, uno por cada tiro; seis que eran los que tenía el tambor del tote: cuatro de los espectadores y mánagers, y los dos promisorios púgiles. Cada quien con su marquita en la frente escurriendo unos chorritos rojos como de anilina, unos hilitos de lo más pictóricos. Mi señora Muerte con su sangre fría les había bajado el calor y ganado, por lo menos, este round. Y vamos para el siguiente a ver qué pasa. Suena la campana.

Pasando de prisa El Difunto nos advirtió que venían los de la moto. Y venían, en efecto, y en contra vía los muy cabrones, violando las más elementales y sagradas leyes de Colombia, las del tránsito, que te impiden ir contra la corriente y te mandan seguir la flecha, la del chocolate Luker que las patrocina, en cada esquina, para eso están. ¿Es que no la vieron, desgraciados? Sí la vieron pero no las balas con que mi niño Alexis los recibió, éstas sí en la dirección correcta, "in the right direction" como dijo arriba en inglés nuestro primer mandatario el políglota, tan atinadamente, y como marcaba la flecha de ese chocolate infalible que se tomaba de a pastillita por taza pero que ay, ay, ay, ya no se toma más. Perdimos la costumbre del chocolate y la de las musas y la de la misa, y nos quedamos más vacíos que el tambor de hojalata que el enano sidoso no volverá a tocar. Todo lo tumbaron, todos se murieron, de lo que fue mío ya nada queda. Les evitaría el final de los de la moto por evidente, pero no, que sufran: se chocaron contra un carro que venía a toda "in the right direction", y acabaron en el techo del susodicho. De ahí, del techo, de la capota, los tuvo que bajar el agente de la fiscalía que vino a realizar el levantamiento de los cadáveres. ¿Se imaginan un "levantamiento" bajando? Así andamos de mal.

Nada funciona aquí. Ni la ley del talión ni la ley de Cristo. La primera, porque el Estado no la aplica ni la deja aplicar: ni raja ni presta el hacha como mi difunta mamá. La segunda, porque es intrínsecamente perversa. Cristo es el gran introductor de la impunidad y el desorden de este mundo. Cuando tú vuelves en Colombia la otra mejilla, de un segundo trancazo te acaban de desprender la retina. Y una vez que no ves, te cascan de una puñalada en el corazón.

En nuestro Hospital San Vicente de Paúl, en la sala de urgencias que llaman "la policlínica", siempre atestada, un pabellón de guerra en nuestra paz, son expertos en coser corazones: con cualquier hilo corriente de atar tamales los cosen y tan bien que vuelven a latir y a suspirar y a sentir el odio. Como aquí el que vive se venga, los que te cascaron se meten al hospital y te rematan saliendo de la operación exitosa: de cuatro o cinco o veinte tiros en el coconut a ver si los médicos antioqueños son tan buenos neurocirujanos como cardiólogos. Después van saliendo muy tranquilos, muy campantes, guardando el tote, a fumarse un "varillo" o a meter basuco. Un "varillo" es un simple cigarrillo de marihuana, y el basuco ya lo expliqué.

Curitas salesianos apologéticos, eminentísimos, profundísimos señores: ¿Que mis críticas son superficiales, triviales? Pues para mí, mula que pisa firme y no da traspié porque calcula paso por paso antes de ir a meter la pata, toda religión es insensata. Si uno las considera así, desde el punto de vista del sentido común, de la sensatez, se hace evidente la maldad, o en su defecto la inconsubstancialidad, de Dios, para decirlo con una palabreja escurridiza como un conejo que me saco de la manga de mi toga de prestidigitador escolástico para designar su no existencia.

¡Claro que no existe! Pongo mis cinco sentidos alerta más la antena del televisor a ver si lo capto, pero no, nada, todo borroso. Lo único que existe es lo que veo: un conejo. Y el conejo se va... En cuanto a Cristo, ¡cómo se va a realizar Dios, que es necesario, por los caminos contingentes, concretos, de un hombre! Y rabioso. Me gustaría ver a ése funcionando en Medellín, tratando de sacar a fuete a los mercaderes del centro; no alcanza a llegar vivo a la cruz: se lo despachan antes de una puñalada con todo y fuete. ¿Rabieticas aquí?

Hace dos mil años que pasó por esta tierra el Anticristo y era él mismo: Dios es el Diablo. Los dos son uno, la propuesta y su antítesis. Claro que Dios existe, por todas partes encuentro signos de su maldad. Afuera del Salón Versalles, que es una cafetería, estaba la otra tarde un niño oliendo sacol, que es una pega de zapateros que alucina. Y que de alucinación en alucinación acaba por empegotarte los pulmones hasta que descansas del ajetreo de esta vida y sus sinsabores y no vuelves a respirar más smog. Por eso el sacol es bueno.

Cuando vi al niño oliendo el frasquito lo saludé con una sonrisa. Sus ojos, terribles, se fijaron en mis ojos, y vi que me estaba viendo el alma. Claro que Dios existe.

Entre las infamias que comete Dios por mano del hombre quiero citar aquí la de los caballos de Medellín, cargados de materiales de construcción, vendados, arrastrando sus pobres vidas sin ver y las pesadas carretas, bajo el rabioso sol de su rabioso cielo. "Carretilleros" llaman aquí a los que explotan esos caballos, de los que habiendo tanto carro quedan cientos.

íbamos en un taxi mi niño y yo cuando rebasamos a uno que iba al trote, bajo una lluvia de latigazos: frente a los edificios mismos de la Alpujarra, nuestro centro administrativo, el de los burócratas que no sienten porque no ven porque tienen el corazón ciego pero la boca llena mamando del presupuesto. "¡Los caballos no tienen por qué trabajar, el trabajo lo hizo Dios para el hombre, hijueputa!" le grité al carretillero sacando la cabeza por la ventanilla del taxi. Al oírse llamar como dije el carretillero miró, y así, al volver la cabeza, le quedó en posición perfecta para Alexis, quien con un tiro en la frente me le remarcó lo dicho y como quien dice le tomó la foto.

El carretillero cayó al pavimento y al soltar las riendas el caballo paró. Un carro que venía a toda verraca, ventiado, se detuvo en seco contra el carretillero estripándolo pero no lo mató: no lo mató porque ya estaba muerto. Y perdón por la palabrita que grité arriba pero es castiza: son los mismos "hideputas" que dijo Don Quijote aunque elevados a la enésima potencia. De todos modos, con perdón. Es que los animales son el amor de mi vida, son mi prójimo, no tengo otro, y su sufrimiento es mi sufrimiento y no lo puedo resistir.

Por cuanto a nuestro taxista se refiere, siguió el mismo camino del conductor de carretas, en caída libre rumbo a la eternidad como quien baja sin frenos por la pendiente de Robledo. Le aplicamos su marquita frontal visto que nos quedó conociendo. Son los riesgos de su oficio, y de oír cuando no hay que oír y de ver cuando no hay que ver en una ciudad tan violenta. Taxistas inocentes, por lo demás, no los conozco.

Alexis y yo diferíamos en que yo tenía pasado y él no; coincidíamos en nuestro mísero presente sin futuro: en ese sucederse de las horas y los días vacíos de intención, llenos de muertos. Cuando Alexis llegó a los cien definitivamente perdí la cuenta. Ya una vez me había pasado, en mi remota juventud, cuando por el cincuenta y tantos de mis amores los números se me enredaron y no volví a contar. Mas para darles una somera idea de sus hazañas digamos que se despachó a muchos menos que el bandolero liberal Jacinto Cruz Usma "Sangrenegra", que mató a quinientos, pero a bastantes más que el bandolero conservador Efraín González, que mató a cien. Para hablar en cifras redondas, pongámoslo en doscientos cincuenta, que es un punto intermedio. En cuanto al gran capo que tanto ruido hizo y tanto dio de que hablar, ése más de mil, pero por interpósita persona, por manos de sicarios, que no cuentan. ¿O es que usted cuenta como amores los que tan sólo ve, por ejemplo a través de un hueco? Ése es el pecado lamentable del voyerismo.

Hombre vea, yo le digo, vivir en Medellín es ir uno rebotando por esta vida muerto. Yo no inventé esta realidad, es ella la que me está inventando a mí. Y así vamos por sus calles los muertos vivos hablando de robos, de atracos, de otros muertos, fantasmas a la deriva arrastrando nuestras precarias existencias, nuestras inútiles vidas, sumidos en el desastre. Puedo establecer, con precisión, en qué momento me convertí en un muerto vivo. Fue un anochecer, bajo las lluvias de noviembre, yendo con Alexis a lo largo de una avenida del barrio Belén por cuyo centro corría una quebrada descubierta, uno de esos arroyos de Medellín otrora cristalinos y hoy convertidos en alcantarillas que es en lo que acaban todos, arrastrando en sus pobres aguas la porquería de la porquería humana.

De súbito presencié la escena: un perro moribundo había ido a caer al arroyo. Hubiera querido seguir y no ver, no saber, pero el perro con una llamada muda, angustiada, ineludible me llamaba arrastrándome hacia su muerte. Resbalando, bajo el aguacero, bajé con Alexis al caño: era uno de esos perros criollos callejeros, corrientes, que en Bogotá llaman "gozques" y en Medellín no sé como, o sí, perros "chandosos".

Cuando traté con Alexis de levantarlo para sacarlo del agua descubrí que el perro tenía las caderas quebradas, de suerte que aunque lo sacáramos no había esperanzas de salvarlo. Un carro lo había atropellado y el animal, arrastrándose, había logrado llegar a la quebrada pero se había quedado atrapado en sus aguas al intentar cruzarla. ¿Cómo iba a poder salir de allí herido, destrozado, si se nos dificultaba a nosotros sanos? Los bordes de cemento que encauzaban el arroyo le impedían salir. ¿Cuánto llevaba allí? Días tal vez, con sus noches, bajo las lluvias, a juzgar por su deterioro extremo. ¿Habría tratado de volver acaso, herido, a su casa? ¿Pero es que tendría casa? Sólo Dios sabrá, él que es culpable de estas infamias: Él, con mayúscula, con la mayúscula que se suele usar para el Ser más monstruoso y cobarde, que mata y atropella por mano ajena, por la mano del hombre, su juguete, su sicario.

"No va a poder volver a caminar –le dije a Alexis–. Si lo sacamos es para que sufra más. Hay que matarlo". "¿Cómo?" "Disparándole". El perro me miraba. La mirada implorante de esos ojos dulces, inocentes, me acompañará mientras viva, hasta el supremo instante en que la Muerte, compasiva, decida borrármela. "Yo no soy capaz de matarlo", me dijo Alexis. "Tienes que ser", le dije. "No soy", repitió. Entonces le saqué el revólver del cinto, puse el cañón contra él pecho del perro y jalé el gatillo. La detonación sonó sorda, amortiguada por el cuerpo del animal, cuya almita limpia y pura se fue elevando, elevando rumbo al cielo de los perros que es al que no entraré yo porque soy parte de la porquería humana.

Dios no existe y si existe es la gran gonorrea. Y mientras el aguacero arreciaba enfurecido y se iba cerrando la noche entendí que la felicidad para mí sería en adelante un imposible, si es que acaso alguna vez antaño, en mi ayer remoto, fue una realidad, escurridiza, fugitiva.

"Sigue tú matando Solo –le dije a Alexis–, que yo ya no quiero vivir". Y me llevé el revólver al corazón. Entonces, otra vez, como meses atrás en mi apartamento, Alexis desvió el tiro, que fue a salpicar el agua. En el forcejeo acabamos de caer al caño hundiéndonos por completo en la mierda, de mierda como ya estábamos hasta el alma. Creo recordar que Alexis también lloraba, conmigo, sobre el cuerpo del animalito. Al día siguiente, en la tarde, en la Avenida La Playa, lo mataron.

íbamos por la Avenida La Playa entre el gentío –por la calle lateral izquierda para mayor precisión, e izquierda mirando hacia el Pan de Azúcar– cuando de frente, zumbando, atronadora, se vino sobre nosotros la moto: pasó rozándonos. "¡Cuidado! ¡Fernando!" alcanzó a gritarme Alexis en el momento en que los de la moto disparaban. Fue lo último que dijo, mi nombre, que nunca antes había pronunciado. Después se desbarrancó por el derrumbadero eterno, sin fondo. Jirones de frases y colores siguieron, rasgados, barridos en el instante fugitivo. Alcancé a ver al muchacho de atrás de la moto, el "parrillero", cuando disparó: le vi los ojos fulgurantes, y colgando sobre el pecho, por la camisa entreabierta, el escapulario carmelita. Y nada más. La moto, culebriando, se perdió entre el gentío y mi niño se desplomó: dejó el horror de la vida para entrar en el horror de la muerte. Fue un solo tiro certero, en el corazón. Creemos que existimos pero no, somos un espejismo de la nada, un sueño de basuco.

Cuando mi niño cayó en la acera me seguía mirando desde su abismo insondable con los ojos abiertos. Traté de cerrárselos pero los párpados se le volvían a abrir, como los de ese muñeco lejano que otro día, en otro sitio, en virtud de otro muerto también recordé. Ojos verdes, incomparables los de mi niño, de un verde milagroso que no igualarán jamás ni siquiera las más puras esmeraldas de Colombia, esas que se llaman "gota de aceite". Pero los muertos, muertos somos y en esencia todos iguales, de ojos negros, cafés o azules, y el corrillo empezaba a cercarnos: con sus rumores, sus murmullos, su tumulto, con su infamia. Entonces entendí lo que tenía que hacer: llevármelo, substraerlo de la curiosidad infame pretendiendo que estaba herido antes de que nadie dijera que estaba muerto.

Para privarlos del espectáculo del levantamiento del cadáver que es el que nos toca dar a los que morimos en la vía pública, y que tan íntimo gozo les produce a los que creen que siguen vivos porque están de pie arremolinados, con su vileza en torno. Al primero que vi, un basuquero de esos que se han apoderado de la avenida y que duermen en sus bancas, le pedí el favor: que me detuviera un taxi y me ayudara a subir a mi niño. Él fue el que me lo detuvo, él fue el que me lo ayudó a subir. Le di unas monedas y el taxi arrancó.

Hay al otro lado de la avenida, por la calle lateral de enfrente, una clínica privada de rateros, lo cual es un pleonasmo que me sabrán disculpar los señores académicos que me leen habida cuenta de mi desesperación y de la prisa. Es la Clínica Soma, la primera en su género que hubo en Medellín y que fundaron tiempos ha, en mi matusalénica niñez, un grupo de médicos especialistas, de delincuentes, que se juntaron para explotar más a conciencia la candidez y desesperación del prójimo y verles más a fondo, hasta el fondo, como Dios manda, con rayos X, los bolsillos de sus clientes, perdón, pacientes.

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