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Authors: Fernando Vallejo

La virgen de los sicarios (8 page)

BOOK: La virgen de los sicarios
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Las balas rezadas se preparan así: Pónganse seis balas en una cacerola previamente calentada hasta el rojo vivo en parrilla eléctrica. Espolvoréense luego en agua bendita obtenida de la pila de una iglesia, o suministrada, garantizada, por la parroquia de San Judas Tadeo, barrio de Castilla, comuna noroccidental. El agua, bendita o no, se vaporiza por el calor violento, y mientras tanto va rezando el que las reza con la fe del carbonero: "Por la gracia de San Judas Tadeo (o el Señor Caído de Girardota o el padre Arcila o el santo de tu devoción) que estas balas de esta suerte consagradas den en el blanco sin fallar, y que no sufra el difunto. Amén". ¿Que por qué digo que con la fe del carbonero? Ah yo no sé, de estas cosas no entiendo, nunca he rezado una bala. Ni nadie, nadie, nadie me ha visto hasta ahora disparar.

¿Qué es lo que está diciendo este vallenato que oigo por todas partes desde que vine, al desayuno, al almuerzo, a la cena, en el taxi, en mi casa, en tu casa, en el bus, en el televisor? Dice que "Me lleva a mí o me lo llevo yo pa que se acabe la vaina". Lo cual, traducido al cristiano, quiere decir que me mata o lo mato porque los dos, con tanto odio, no cabemos sobre este estrecho planeta. ¡Aja, conque eso era! Por eso andaba Colombia tan entusiasmada cantándolo, porque le llegaba al alma. No había reparado en la letra, yo sólo oía la carraca. Por este restico de año, por lo que falta, hasta año nuevo, Colombia seguirá cantando alegre, con amor de fiesta, su canción de odio. Ya después se le olvidará, como se le olvida todo.

Cuando a una sociedad la empiezan a analizar los sociólogos, ay mi Dios, se jodió, como el que cae en manos del psiquiatra. Por eso no analicemos y sigamos: "Con el radio apagado, señor taxista, que ya tengo muy oído ese vallenato, y no lo resisto".

Nos bajamos en el parque de Bolívar, en el corazón del matadero, y seguimos hacia la Avenida La Playa por entre la chusma y los puestos callejeros caminando, para calibrar el desastre.

¿Las aceras? Invadidas de puestos de baratijas que impedían transitar. ¿Los teléfonos públicos? Destrozados. ¿El centro? Devastado. ¿La universidad? Arrasada. ¿Sus paredes? Profanadas con consignas de odio "reivindicando" los derechos del "pueblo". El vandalismo por donde quiera y la horda humana: gente y más gente y más gente y como si fuéramos pocos, de tanto en tanto una vieja preñada, una de estas putas perras paridoras que pululan por todas partes con sus impúdicas barrigas en la impunidad más monstruosa. Era la turbamulta invadiéndolo todo, destruyéndolo todo, empuercándolo todo con su miseria crapulosa. "¡A un lado, chusma puerca!" íbamos mi niño y yo abriéndonos paso a empellones por entre esa gentuza agresiva, fea, abyecta, esa raza depravada y subhumana, la monstruoteca. Esto que veis aquí marcianos es el presente de Colombia y lo que les espera a todos si no paran la avalancha. Jirones de frases hablando de robos, de atracos, de muertos, de asaltos (aquí a todo el mundo lo han atracado o matado una vez por lo menos) me llegaban a los oídos pautadas por las infaltables delicadezas de "malparido" e "hijueputa" sin las cuales esta raza fina y sutil no puede abrir la boca. Y ese olor a manteca rancia y a fritangas y a gases de cloaca... ¡Qué es! ¡Qué es! ¡Qué es! Se ve. Se siente. El pueblo está presente.

Pero volvámonos un momento atrás que se me olvidaron al bajar del taxi dos muertos: un mimo y un defensor de los pobres. Abajito del atrio, en las afueras de la catedral, estaba el mimo arremedando, imitando en la forma de caminar a cuanto transeúnte desprevenido pasara, pero siempre y cuando fuera alguien indefenso y decente, jamás a un malhechor de la canalla por miedo a una puñalada. Y la gentuza del corrillo riéndose, a las carcajadas, celebrándole la burla. ¡Qué gracia la que les hacía este émulo de Marcel Marceau, este prodigio! Si usted camina, él camina. Si usted se para, él se para. Si usted se suena, él se suena. Si usted mira, él mira. La genialidad, pues.

Cuando nos bajamos del taxi estaba remedando a un pobre señor honorable, uno de esos seres antediluvianos, desamparados, que aún quedan en Medellín para recordarnos lo que fuimos y lo que ya no somos más y la magnitud del desastre. Al darse cuenta de lo que pasaba y que era el hazmerreír del corrillo, el señor se detuvo avergonzado sin saber qué hacer. Y el mimo detenido sin saber qué hacer. Entonces el ángel disparó. El mimo se tambaleó un instante antes de caer, de desplomarse con su máscara inexpresiva pintarrajeada de blanco: chorreando desde su puta frente la bala le tiñó de rojo el blanco de su puta cara. Cuando cayó el muñeco, uno de los del corrillo en voz baja, que creyó anónima, comentó: "Eh, qué desgracia, aquí ya no dejan ni trabajar a los pobres".

Fue lo último que comentó porque lo oyó el ángel, y de un tiro en la boca lo calló. Per aeternitatis aeternitatem.

El terror se apoderó de todos. Cobarde, reverente, el corrillo bajó los ojos para no ver al Ángel Exterminador porque bien sentían y entendían que verlo era condena de muerte porque lo quedaban conociendo. Alexis y yo seguimos por entre la calle estática.

Ay qué memoria la mía, me quedó faltando un cascado más, al final del parque. Acabando nosotros de cruzarlo, cuando todavía no se sabía en este extremo lo que pasó en el otro, estaba un grupo de Haré Cristinas danzando al son de sus panderetas, trayéndonos su mensaje de paz y amor del Oriente (de ese amor que jamás sintió Cristo el tremebundo), y de respeto a todo lo vivo, empezando por los animales y acabando por el prójimo. Pues que se había metido a bailar con ellos, con un desprecio irrespetuoso, inmenso, una de estas roñas zafias que abundan en Medellín y que creen que la única verdad es la suya, la católica cerrazón del puñal y del basuco. Fue este granuja burlón el cascado del final del parque. Y ya sí seguimos sin mayor tropiezo, a tropezones por entre la turbamulta.

Quinientos años me he tardado en entender a Lutero, y que no hay roña más grande sobre esta tierra que la religión católica. Los curitas salesianos me enseñaron que Lutero era el Diablo. ¡Esbirros de Juan Bosco, calumniadores! El Diablo es el gran zángano de Roma y ustedes, lambeculos, sus secuaces, su incensario. Por eso he vuelto a esta iglesia del Sufragio donde sin mi permiso me bautizaron, a renegar. De suerte que aunque siga siendo yo yo ya no tenga nombre. Nada, nada, nada. El bautisterio ya no estaba, con un muro de cemento lo habían tapado. Era que todo lo mío, hasta eso, se acabó. Un poco más, un poco más y viviría para ver exterminada de esta tierra la plaga de esta roña.

Desde las terrazas de mi apartamento, con el cielo arriba y Medellín en torno, empezamos a contar (a descontar) las estrellas. "Si es verdad que cada hombre tiene una estrella –le decía a Alexis–, ¿cuántas has apagado? Al paso a que vas, vas a callar el firmamento". Para hacer un cascado se necesita una simple bala más un revólver, y mucha, mucha, mucha voluntad.

Hay un sitio en las inmediaciones de la Avenida San Juan que se llama "Mierda Caliente": un atracadero, un matadero. Con ésos siguió el ángel. Yo le decía que no, que mejor burócratas de la Alpujarra o monseñor obispo, el cardenal López T. antes de que se nos escapara a Roma impune con las joyas que se robó, pero estando como estábamos en nuestro apartamento, ese sitio nos quedaba más a la mano.

En la noche borracha de chicharras bajó el Ángel Exterminador, y a seis que bebían en una cantinucha que se prolongaba con sus mesas sobre la acera, de un tiro para cada uno en la frente les apagó la borrachera, la "rasca". ¿Y esta vez por qué? ¿Por qué razón? Por la simplísima razón de andar existiendo. ¿Les parece poquito? No, si esta vida no es cualquier canto de pajaritos, yo siempre he dicho y aquí repito, y que el crimen no es apagarla, es encenderla: hacer que resulte, donde no lo había, el dolor. Cuando volvíamos de hacer nuestra cotidiana obra de caridad bajaba por San Juan un borrachito prendido gritando:

"¡Vivan las putas! ¡Vivan los marihuaneros! ¡Vivan los maricas! ¡Abajo la religión católica!" Le dimos mi niño y yo un billetico para que pudiera seguir tomando.

Hubo aquí un padrecito loco, desquiciado, al que le dio dizque por hacerles casita a los pobres con el dinero de los ricos. Con su programa de televisión "El Minuto de Dios", que pasaba noche a noche a las siete, se convirtió en el mendigo número uno de Colombia. Su cuento era que "los ricos son los administradores de los bienes de Dios". ¿Habráse visto mayor disparate? Dios no existe y el que no existe no tiene bienes. Además el que ayuda a la pobreza la perpetúa. Porque ¿cuál es la ley de este mundo sino que de una pareja de pobres nazcan cinco o diez? La pobreza se autogenera multiplicada por dichas cifras y después, cuando agarra fuerza, se propaga como un incendio en progresión geométrica. Mi fórmula para acabar con ella no es hacerles casa a los que la padecen y se empeñan en no ser ricos: es cianurarles de una vez por todas el agua y listo; sufren un ratico pero dejan de sufrir años. Lo demás es alcahuetería de la paridera. El pobre es el culo de nunca parar y la vagina insaciable.

El mal que le hizo ese padrecito a Colombia no tiene nombre. Visto el éxito del programa, montó un banquete anual, el "del millón", a millón la entrada y de cena caldo Maggi. Hasta que logró, claro, lo que las sectas protestantes gringas llaman "la fatiga de los donantes". No le volvimos a dar. Entonces se acordó de los nuevos ricos de Colombia, los narcotraficantes explotadores de bombas, y se les puso a su servicio para ayudarles a tramar sus tretas. Para él no había dinero malo o bueno, sucio o lavado. Todo le servía para sus pobres y que pudieran seguir en la paridera. Él fue el que arregló la entrada del gran capo a la catedral. Poco después murió y le hicieron tamaño entierro. Fue el éxito de este curita pedigüeño haberse dejado llevar por su instinto, su espíritu limosnero, con el cual coincidía con lo más natural y consubstancial de este país damnificado y mendicante, su vocación de pedir, que viene de lejos: cuando yo nací ya Colombia había perdido la vergüenza.

Pero dejemos que este curita descanse en paz y pasemos a palabras mayores, al cardenal López T., el que se quería despachar Alexis. Muy delicadito él, de modales finos y adamados, perfumados, se empeñó en hacer negocios con el narcotráfico, el único que tenía aquí dinero contante y sonante. Cartas quedan de este cardenal al gran capo ofreciéndole en venta terrenos de la Curia. ¿Y no le importaban al cardenal –preguntará usted– los incontables muertos de las bombas, de las muchas que mandó estallar el gran capo, todos ellos gentecitas humildes y buenas, del "pueblo"? Sí, tanto como a mí. Un muerto pobre es un pobre muerto, y cien son cien. No lo critico por eso. Lo que no le perdono, lo que me está quitando el sueño y más que el café, es que se haya ido a Roma con las joyas que se robó y su afeminamiento.

Un cardenal afeminado no es un príncipe de la Iglesia, es un travesti, y su sotana una bata: así la siente. Bueno, lo último que quería hacer aquí esta eminencia nuestra pontificable antes de que se tuviera que escapar a Roma, era venderle al narcotráfico los predios de la Universidad Pontificia Bolivariana, que no era suya pero que valen una millonada, para comprárselos en joyas. Más joyas para él. Yo me lo imaginaba poniéndoselas ante un espejo de cristal de roca renacentista para irse luego a divisar, todo enjoyado, a la ciudad santa desde Villa Borghese. A ver volar palomas sobre las cúpulas, y entre esas palomas el Espíritu Santo. ¡Él allá disfrutando de semejante espectáculo, y yo aquí viendo volar gallinazos sobre los botaderos de cadáveres! No podía dormir de la indignación, no podía conciliar el sueño, no podía pegar un ojo. Desde un punto de vista estrictamente religioso, para acabar con este espinoso tema, yo prefiero a un cardenal cínico perfumado un cardenal humilde maloliente, que huela a rayos, que huela a diablos.

No sé por qué pero López, con perdón de ustedes si así se llaman, me suena a ratero cínico. Es que aquí hay tantos... López M., López C, López T. Etcétera, etcétera, etcétera. A veces los unos son los hijos de los otros pero no siempre porque también en ocasiones, por guardar el celibato, hay López que se van a Roma a casarse con el primer guardia suizo que encuentran. López me sugiere un zorro o una comadreja que se escapa por entre los matorrales con su presa, la gallina que se robó. No es culpa mía, es cuestión de semántica. Qué culpa tengo yo si los apellidos me sugieren cosas... ¡Zorros voraces! Después, impunes, todos despatarrados, se van los López a banquetiarse la gallina y a rascarse las pelotas. Ya ni se ríen: todo tesoro público que les entra a sus bolsillos sin fondo se les hace cosa natural.

El próximo muerto de Alexis fue un vivo en el cementerio. En el Cementerio de San Pedro donde yacen descansando todas las notabilidades de Antioquia menos yo. El vivo muerto era el joven guardián de una tumba, y la tumba un mausoleodiscoteca con casetera sonando a todas horas para entretener en su vacío eterno, esencial, a una temible familia de sicarios allí enterrada, cuyos miembros fueron cayendo, uno por uno, uno tras otro "sacrificados", según rezaban sus lápidas pero sin decir por qué causa, por la blanca causa de la coca.

Encerrada entre rejas para que no se la robaran en un descuido de su guardián (por ejemplo cuando iba al baño), la casetera tocaba día y noche sin parar vallenatos, la música predilecta de los difuntos cuando pasaron por aquí abajo todos ventiados.

Al pasar frente a esa tumba mi niño y yo meditando (meditando sobre los sinsabores de esta vida terrena y las incertidumbres humanas comparadas con lo seguro de la eternidad), el guardián de la tumba, un muchacho, una belleza, se disgustó porque sin querer miramos. "¡Qué! –dijo todo malgeniado–. ¿Se les perdió algo?" Y luego, en voz baja, como rumiando, con uno de esos odios suavecitos que me producen por lo intensos una especie de excitación sexual nerviosa que me recorre el espinazo musitó: "Malparidos..."

¡Qué hermosa voz! Creen los tanatólogos que ellos son los dueños y señores de la muerte porque tienen empleo con el gobierno en sus "consejerías para la paz", mientras que este su servidor no tiene "destino". Jua! La muerte es mía, pendejos, es mi amor que me acompaña a todas partes.

El ángel levantó el revólver a la altura de la frente del otro y disparó. El trueno del disparo se fue culebriando por entre esos recovecos y socavones llenos de tumbas llenas de eternidad y de gusanos, y se quedó resonando por un rato con una voracidad de infinito. El eco del eco del eco... Muchísimo antes de que el eco se extinguiera el guardián de la tumba se desplomó. Luego el eco murió en sus armónicos. El Ángel Exterminador se había convertido en el Ángel del Silencio.

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