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Authors: Fernando Vallejo

La virgen de los sicarios (13 page)

BOOK: La virgen de los sicarios
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Cuánto tiempo no ha pasado y aún no olvido esa mañana en que el delincuente de Juan Bosco me quiso matar. Reconozco, eso sí, que el santo que se descabezó, con todo y lo ñato que era, se veía menos mal que el que entronizaron en su lugar, en su altar, con perfiladita nariz aguileña, griega, y sonrisita marica, falsa, pérfida. Y mientras salía con Wílmar de la iglesia, por asociación de narices se me vino a la memoria ese detective criminal que andaba por Junín persiguiendo maricas y que le decían El Ñato. ¡Cuánto hace que se murió, que lo mataron, también! En el cruce de Maracaibo con la que es hoy Avenida Oriental, disparándole desde una moto...

"Mira Wílmar, fíjate ahora que lleguemos a la estatua, que tiene en el pedestal, entre los leones, el mármol rajado". Y efectivamente, el mármol del pedestal de la estatua de Córdoba del parque de Boston seguía rajado donde indiqué, desde hacía años y para toda la eternidad. Y es que mármol quebrado no se junta, como no se puede reinstalar en su cáscara un huevo frito. "Ese mármol, de una pedrada, yo lo quebré". Y no había tampoco vidrio de casa que resistiera una andanada nuestra de piedras y de maldad. La niñez es como la pobreza, dañina, mala.

Entonces, cuando estábamos en estos razonamientos profundos, que se nos aparece ¿saben quién? ¡El Difunto! "Difuntico, ¿tú por aquí? ¡Qué milagro! ¡Y fuera de tus dominios, en mi barrio de Boston! Yo te hacía ya muerto". Que no, que andaba de vacaciones en La Costa. Que el que sí se murió, esta mañana, fue El Ñato. "¿Cuál Ñato?" "Pues el tira de Junín, que detestaba a los maricas". Que en el cruce de Maracaibo con la Avenida Oriental, desde una moto unos sicarios lo quebraron. "¡No puede ser! –exclamé asombrado–. Al Ñato sí lo mataron, y ahí, en ese mismo punto del espacio, pero hace treinta años, cuando ni siquiera habían abierto la Avenida Oriental, que era una calle estrecha. Más aún: él fue de los con que inauguraron esta modalidad de disparar desde una moto. Fue el pionero". Que no, que ése sería otro, que el que él decía lo acababan de matar donde dijo, esta mañana. Que fuera al entierro a ver si no era cierto. Y me dio la dirección de la casa donde lo iban a velar. Le dije que pensaba ir por la tarde, pero que aparte de eso ¿qué más? ¿No irían a venir enseguida también, por nosotros, los de la moto? Que no, que por hoy no me preocupara.

Me despedí de El Difunto reconfortado por sus palabras aunque a la vez inquieto por la perspectiva insidiosa de que al Ñato, y en general al ser humano (pues a juzgar por su maldad sin duda era eso), lo pudieran matar dos veces. ¿Podía eso ser? Por la preocupación se me olvidó preguntarle al Difunto por sus vacaciones en La Costa. ¿Vacaciones de qué?

Irreconocible, espléndido como a veces me gusta aparecer, salí esa tarde con Wílmar de mi apartamento como el rey Felipe, todo de negro hasta los pies vestido. Wílmar no daba crédito a sus ojos. Nunca estuvo más orgulloso de este su servidor con que andaba. ¿Los mendigos? Ni se atrevían a pedir. Se abrían en abanico para darnos paso. ¡Qué tipazo! Con decirles que el taxista cuando nos subimos al taxi apagó instintivamente el radio. ¿Que adonde deseaba ir el señor doctor?

Le di la dirección que me dio El Difunto: a la falda tal de Manrique Oriental. "Falda" llaman en esta ciudad insensata a una subida, a una calle en pendiente. ¡Díganme si están o no están de atar! Falda, hasta donde yo entiendo, es la de las mujeres, corta o larga, larga o corta, ¿pero una subida? En fin, que ahí vamos por Manrique que es un barrio cuesta arriba como esta vida, una pared parada, buscando entre sus faldas esa falda.

En Manrique (y lo digo por mis lectores japoneses y servocróatas) es donde se acaba Medellín y donde empiezan las comunas o viceversa. Es como quien dice la puerta del infierno aunque no se sepa si es de entrada o de salida, si el infierno es el que está p'allá o el que está p'acá, subiendo o bajando. Subiendo o bajando, de todos modos la Muerte, mi comadre, anda por esas faldas entregada a su trabajo sin ponerle mala cara a nadie. Es como yo, su ahijado, que carezco de reparos idiomáticos. Todo me gusta.

Llegamos a la casa del Ñato, y puesto que la puerta estaba abierta entramos, sin llamar. El ataúd lo tenían instalado en el corredor para que se pudieran explayar más a gusto los dolientes por el patio. Instalada entre cirios la caja negra, y un Cristo doliente enfrente. Un rumor sordo de rezos nos recibió, con olor a pabilos chamuscados. Eran los cirios quemándose, preludio efímero de la eternidad. Recibían las condolencias las dos hermanas del muerto, unas señoritas ancianas muy dignas, muy respetables, cosa que jamás hubiera sospechado yo en tratándose de quien se murió. Bueno, "se" murió aquí no me gusta, lo quito: lo murieron.

Ante el asombro unánime, la expectativa general, me acerqué a darles el pésame. "¿Quién sería ese señor de negro con esa pinta, con ese porte, con esa dignidad?" se preguntaban todos. Yo. Yo era. Y el que dice "yo" habló: "Somos nada, señoritas, briznas en el huracán, pavesas, un espartillo en las manos del Creador –(un "espartillo" es una especie de yerba seca)–. Que El que Todo lo Puede lo haya acogido en su seno". Me agradecieron con dignidad sobria, sin aspavientos, sin alharacas. Entonces les pedí, en nombre de la amistad que me había ligado en vida al difunto, y del cariño que por él sentí (mentiras, mentiras, mentiras), que me lo dejaran ver por última vez.

Con breve gesto de cabeza asintieron y me acerqué al ataúd. Lo abrí. Y en efecto, era El Ñato, el mismo hijueputa. Las bolsas bajo los ojos, la nariz ñata, el bigotico a lo Hitler... Igualito. Era porque era. Pero si habían pasado treinta años, ¿cómo podía seguir igual? Ahí les dejo, para que lo piensen, el problemita.

Al levantar mi cabeza del muerto y apartarme ligeramente del ataúd, dos loras que había en una percha lo vieron. Y que lo ven y se sueltan: "¡Hijueputa! –le gritaban–. ¡Malparido! ¡Marica!", y se la remachaban con sus lenguas gruesas. Y un rosario de insultos, una andanada pero de vulgaridades tales que no las puedo repetir aquí por pudor de idioma. Una de las dos señoritas viejas se acercó entonces a la caja, y discretamente le bajó la tapa. Y santo remedio, dejaron de verlo las loras y el chaparrón de insultos escampó.

Salí de esa casa con Wílmar y la mente confusa. Una de dos: O el que tuve ante mis ojos no era mi Ñato, o la Muerte de ociosa se había puesto a repasar a sus muertos. Pero si no era el Ñato de mi juventud, ¿por qué era idéntico? ¿Y por qué lo mataron igual, y en el mismo sitio y a la misma hora? ¿No sería que la realidad en Medellín se enloqueció y se estaba repitiendo? Ahora bien, si el Ñato que tuve enfrente era mi Ñato, ¿cómo le podían decir "marica" las loras a semejante foboloca? ¿No sería pura inquina de ellas, una calumnia postmortem? No, los animales no mienten ni odian. No conocen el odio ni la mentira, que son inventos exclusivamente humanos, como el radio o la televisión. Y en efecto, nunca se le conoció mujer al difunto. Ni hijos, ni por lo tanto nietos. ¡Pobre Ñato! Haber nacido marica y vivido y muerto sin poder serlo... A pocos les ha ido tan mal en este paseo.

Y ahora viene lo insólito: bajaron por la falda una carroza de funeraria y dos motocicletas dando chumbimba a toda verraca, ametrallando la fachada de la casa del Ñato. ¿Para qué le disparaban si no era una fachada de cartón, si era una fachada de cemento? Las balas no podían pasar rumbo a los deudos del interior. .. No, es que no era para que pasaran, era por su valor simbólico. Una especie de gesto de afirmación. Y que casi nos cuesta la vida de paso a Wílmar y a mí porque por un pelo no nos llevan, nos arrastran, en su bajada endemoniada el carro fúnebre y sus dos motos. Lo más preocupante de esto es que: Que aquí te disparan desde donde menos lo piensas. ¡Hasta desde un carro de funeraria!

¡Ay Manrique, barriecito viejo, barriecito amado! Se puede decir que ni te conocí. Desde abajo, desde mi niñez te veía, tus casitas como de juguete y tu iglesia gótica. Una iglesia alta, gris, espigada, de un gótico alucinante, estirándose sus dos torres puntudas como queriendo alcanzar el cielo. Las nubes negras, cargadas, pasaban, y al pasar se pinchaban en sus pararrayos y se soltaba la lluvia. ¡Qué aguaceros! La lluvia en Medellín se puede decir que prácticamente nace en Manrique. En ese barrio donde hoy empiezan las comunas pero donde en mi niñez terminaba la ciudad pues más allá no había nada –sólo cerros y cerros y mangas y mangas donde a los niños que se desperdigaban se los chupaba El Chupasangre–

Allá en Manrique tuvo mi abuelo una casa que yo conocí, pero de la que no recuerdo nada. O sí, una sola cosa que se me había borrado de la memoria: su piso de baldosas rojas por las que me ponían a caminar derecho, derechito, siguiendo la línea, la raya que separaba dos hileras de ellas para que después cuando creciera, continuara igual por el resto de mi vida, recto, derecho, siempre derecho como un hombre de bien y que nunca se torciera mi camino. ¡Ay abuelo, abuela!...

Esa historia del Ñato que he contado fue la última cosa bella que viví con Wílmar. Después el destino se nos vino encima como esa carroza fúnebre y sus dos motos, atropellándonos envenenado.

La noche fue siniestra. Lloviendo el cielo alienado la noche entera sin parar. El río Medellín se desbordó y con él sus ciento ochenta quebradas. Las unas, las subterráneas, que habíamos metido en cintura en atanores bajo las calles entubándolas a costa de tanto sudor y peculado, se abrían iracundas sus camisas de fuerza, rompían el pavimento y frenéticas, maniáticas, lunáticas, se salían como locas descamisadas a arrastrar carros y a hacer estragos. Las otras, sus hermanas libres –arroyos risueños en tiempos de cordura, mansas palomas– saltaban ahora vueltas trombas rugientes, endemoniadas, de las montañas, a volcarse sobre nosotros, a inundarnos, a ahogarnos, a desvariarme y hacerme subir la fiebre. Y desventrado el cielo, desbordado el río, desquiciadas las quebradas, se empezaron a alborotar las alcantarillas, a rebosarse, a salir a borbotones, y a subir, a subir, a subir hacia mis balcones el inmenso mar de mierda. Conste. Lo advertí. Que íbamos a acabar en eso.

En eso o en lo que fuera, el día amaneció normal, asesino. Ni rastro de la noche borrascosa. Poniendo cara de inocente la luz del día, hipócrita, mentirosa. Fuimos a comprar el refrigerador para la mamá de Wílmar, y me dio por pasar de regreso por el Versalles dizque a comprar pasteles. Esos pastelitos "de gloria" que hacía mi abuela, y que no se comen ni en la misma Viena.

Se hacen así: se pone la pasta hojaldrada a inflar la noche anterior al sereno bajo cielo estrellado, y al día siguiente simplemente se mete al horno con relleno de dulce de guayaba. No mucho porque, como decía mi abuela, "el dulce empalaga".

Cruzamos el parque, tomamos por Junín y llegamos al Versalles. A la entrada de éste nos tropezamos con La Plaga. "¡Ay Plaguita, qué alegría verte! –exclamé–. Yo ya te hacía muerto... "Que no, que todavía no, que seguía en la racha de suerte. "¿Y tu hijito?" Que ya estaba por nacer, que era cosa de días pero que se había tomado nueve meses. "¿Tanto así? ¡Qué despilfarro! Yo en nueve meses me escribo una ópera..." Wílmar entró a comprar los pasteles y yo me quedé afuera con La Plaga conversando. Entonces me hizo el reproche, que por qué andaba con el que mató a Alexis. "¿Por qué dices eso, niño tonto? –le contesté–. ¿No ves que yo ando con Wílmar y a Alexis lo mató La Laguna Azul?" "Wílmar es La Laguna Azul", respondió.

Por unos segundos se me detuvo el corazón. Cuando volvió a andar ya sabía que tenía que matarlo. Claro que era, claro que sí, claro que lo conocía, eso lo sentí desde el primer momento en que nos tropezamos por Palacé, allí abajo, cerquita de Maracaibo. ¿Que por qué lo llamaban así, con ese apodo tan absurdo? le pregunté por preguntar, por decir algo, por seguir hablando sin pensar, y me contestó que porque se parecía al muchacho de esa película. "Ah... –repliqué–. Nunca la vi. Hace años no voy a cine". Entonces salió el otro con los pasteles y me despedí de La Plaga.

Tomamos por Junín rumbo a La Playa, esa avenida donde una tarde como ésta me había matado a mi niño, y de paso a mí. Me ofreció un pastel de la bolsa pero no se lo quise recibir. Sin sospechar él nada iba comiendo pasteles y pasteles que iba sacando de la bolsa. "¿Tú ya conocías a ése?" le pregunté refiriéndome a La Plaga, a quien habíamos dejado atrás. "Aja", contestó con la boca llena. "¿Porque también es de tu barrio?" "Aja", volvió a contestar, asintiendo con la cabeza, y siguió comiendo pasteles.

Le dije que tenía que ir a La Candelaria a pedirle al Señor Caído, pero no le dije a pedirle qué. Tenía que ir a esa iglesia a rogarle a Dios que todo lo sabe, que todo lo entiende, que todo lo puede, que me ayudara a matar a este hijueputa.

Le dije que me esperara afuera y entré a la iglesia sin él. Las veladoras del Señor Caído chisporroteaban fervorosas elevando al cielo su plegaria, mi súplica: que me iluminara cómo.

Cuando salí de la iglesia ya lo sabía. En el atrio, entre los puestos de lotería y los mendigos él seguía esperándome. Vino hacia mí. Le dije que nos iríamos a dormir esa noche a cualquier motel de las afueras. Me preguntó la razón y le contesté que por supersticiones, que porque sentía que si me quedaba esa noche en mi casa me iban a matar. Como esta impresión la puede tener cualquiera en cualquier momento en cualquier parte de Medellín lo entendió. Le había dado una razón incontrovertible, una que no acepta razones.

Cruzamos el parque y al pasar junto a la estatua se alzó un revuelo de palomas que me avivó el recuerdo. Y recordé la tarde en que volví a esta iglesia a rogar por mí y a llorar por él, por mi niño, Alexis, el único.

Abanicada su indiferencia por las palomas, ajeno a todo, más allá de las miserias humanas, seguía sobre su pedestal Pedro Justo Berrío, el viejo gobernador que gobernó a Antioquia por el tiempo inconcebible de cuatro años, un récord Guiness. Aquí lo usual es que duren meses; se tumban los unos a los otros en su rapiña, en su voracidad burocrática. Frente al prócer se alzaba en su desmesura idiota el tren elevado, el dizque metro, inacabado, detenido en sus alturas y convertido abajo en guarida de mendigos y ladrones. No lo han podido concluir, tienen años con él detenido: endeudaron a Antioquia para hacerlo y se robaron la plata. Hicieron bien: si no se la hubieran robado ellos se la habrían robado otros. Y al que no le guste la impunidad que no la respire, que siga su camino sin mirar, tapándose las narices. Unos roban y a otros los roban, unos matan y a otros los matan, así es esto.

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