—Es un incidente, señora, y nada más.
En aquel momento, un personaje, que lo observaba con atención, se acercó a él. Era el inspector Fix, que lo saludó y le dijo:
—¿No sois, como yo, caballero, uno de los pasajeros del
"Rangoon"
llegado ayer?
—Sí, señor —respondió con frialdad míster Fogg—. Pero no tengo la honra...
—Dispensadme, pero creí encontrar aquí a vuestro criado.
—¿Sabéis dónde está, caballero? — preguntó con viveza la joven viuda.
—¡Cómo! ¿No está con vosotros? —dijo Fix, fingiéndose sorprendido.
—No —respondió Aouda—. Desde ayer no ha vuelto a verse. ¿Se habrá embarcado sin nosotros a bordo del
"Carnatic"?
—¿Sin vos, señora? —respondió el agente—. Pero, permitidme una pregunta, ¿pensabais, por lo visto, marchar en el vapor?
—Sí, señor.
—Yo también, señora, y me encuentro muy contrariado. ¡Habiendo terminado el
"Carnatic"
sus reparaciones, ha salido de Hong-Kong, doce horas antes, sin avisar a nadie, y ahora será menester aguardar ocho días la próxima salida!
Al pronunciar estas palabras "ocho días", Fix sentía latir su corazón de gozo. ¡Ocho días! ¡Fogg detenido ocho días en HongKong! Había tiempo de recibir el mandamiento. En fin, la suerte se declaraba en favor del representante de la ley.
Júzguese del golpe que recibió cuando oyó decir a Phileas Fogg, con sosegada voz:
—Pero me parece que en el puerto de Hong-Kong hay otros buques.
Y míster Fógg, ofreciendo su brazo a Aouda, se dirigió a los docks, en busca de un buque dispuesto a marchar.
Fix lo seguía, desconcertado. Phileas Fogg, durante tres horas, recorrió el puerto en todos los sentidos, decidido, si era menester, a fletar una embarcación para ir a Yokohama; pero no vio más que buques en carga o descarga, y que, por consiguiente, no podían aparejar. Fix comenzó a recobrar esperanzas.
Pero míster Fogg no se desanimaba, e iba a continuar sus investigaciones, aun cuando para ello tuviera que ir hasta Macao, cuando le salió al encuentro un marino que, descubriéndose, le dijo:
—¿Busca Vuestro Honor un barco?
—¿Lo tenéis dispuesto a marchar? — preguntó míster Fogg.
—Sí, señor; un barco-piloto, el número 43, el mejor de la flotilla.
—¿Marcha bien?
—Entre ocho y nueve millas, lo menos. ¿Queréis verlo?
—Sí.
—Vuestro Honor quedará satisfecho. ¿Se trata de un paseo por mar?
—No. De un viaje.
—¡Un viaje!
—¿Os encargáis de conducirme a Yokohama?
El marino, al oír esto, se quedó con los brazos colgando y los ojos desencajados.
—¿Vuestro Honor se quiere reír? —dijo.
—¡No! —He perdido la salida del
"Carnatic",
y tengo que estar el 14, lo más tarde, en Yokohama, para tomar el vapor de San Francisco.
—Lo siento —respondió el piloto—, pero es imposible.
—Os ofrezco cien libras por día, y una prima de doscientas libras si llego a tiempo.
—¿Formalmente? — preguntó el piloto.
—Muy formal —respondió míster Fogg.
El piloto se había retirado aparte. Miraba al mar, luchando evidentemente entre el deseo de ganar una suma enorme y el temor de aventurarse tan lejos. Fix estaba sufriendo mortales angustias.
Entretanto, míster Fogg se había vuelto hacia Aouda, diciéndole:
—¿No tendréis miedo?
—Con vos, no, míster Fogg —respondió la joven viuda.
El piloto se había adelantado de nuevo hacia el
gentleman,
dando vueltas al sombrero entre las manos.
—¿Y bien, piloto? —dijo míster Fogg.
—Pues bien, Vuestro Honor —respondió el piloto—; no puedo arriesgar ni a mis hombres, ni a mí, ni a vos mismo en tan larga travesía, sobre una embarcación de veinte toneladas y en esta época del año. Además, no llegaríamos a tiempo, porque hay mil seiscientas cincuenta millas de HongKong a Yokohama.
—Mil seiscientas tan sólo —dijo míster Fogg.
—Lo mismo da.
Fix respiró una bocanada de aire.
—Pero —añadió el piloto—, habría, quizá, medio de arreglar la cosa de otro modo.
Fix ya no respiró.
—¿Cómo? — preguntó Phileas Fogg.
.Yendo a Nagasaki, en la punta meridional del Japón, mil cien millas, o a Shangai, ochocientas millas de Hong-Kong. En esta última travesía nos separaríamos poco de la costa china, lo cual sería una gran ventaja, tanto más cuanto que las corrientes van hacia el Norte.
—Piloto —dijo Phileas Fogg—, en Yokohama es donde debo tomar el correo americano, y no en Shangai ni en Nagasaki.
—¿Por qué no? —repuso el piloto—. El vapor de San Francisco no sale de Yokohama, sino que hace allí escala, así como en Nagasaki, siendo Shangai su punto de partida.
—¿Estáis cierto de lo que decís?
—Cierto.
—¿Y cuándo sale el vapor de Shangai?
El 11, a las siete de la tarde. Tenemos cuatro días para llegar, esto es, noventa y seis horas; y con un promedio de ocho millas por hora, si tenemos fortuna, si el viento es del Sureste, si la mar está bonancible, podemos salvar las ochocientas millas que nos separan de Shangai.
—¿Y cuándo podéis marchar?
—Dentro de una hora. El tiempo de comprar víveres y aparejar.
—Asunto convenido... ¿Sois el patrón del buque?
—Sí, señor; John Bunsby, patrón de la
"Tankadera".
—¿Queréis una señal?
—Si no sirve de molestia a Vuestro Honor..
—Ahí tenéis doscientas libras a cuenta... Caballero —añadió Phileas Fogg, volviéndose hacia Fix—, si queréis aprovechar..
—Iba a pediros ese favor —respondió resueltamente Fix.
—Pues bien; dentro de media hora, estaremos a bordo.
—Pero este pobre muchacho... —dijo mistress Aouda, a quien la desaparición de Picaporte preocupaba mucho.
—Voy a hacer por él todo cuanto pueda — respondió Phileas Fogg.
Y mientras que Fix, nervioso, calenturiento, rabioso, se dirigía al barco- piloto, ambos se fueron a las oficinas de la policía de Hong-Kong. Allí Phileas Fogg dio las señas de Picaporte, y dejó una cantidad suficiente para que lo mandasen a Europa. La misma formalidad se cumplió en el consulado de Francia, y después de haber tocado en el hotel, donde se recogió el equipaje, volvieron los viajeros al puerto.
Daban las tres. El barco-piloto número 43, con su tripulación a bordo, y sus víveres embarcados, estaba a punto de darse a la vela.
Era la
"Tankadera"
una bonita goleta de veinte toneladas, delgada de proa, franca de corte, muy prolongada en su línea de agua. Parecía un yate de carrera. Sus colores brillantes, sus herrajes galvanizados, su puente blanco como el marfil, indicaban que el patrón John Bunsby entendía muy bien en eso de limpieza y curiosidad. Sus dos mástiles se inclinaban algo hacia atrás. Llevaba cangreja, mesana, trinquete, foques, cuchillos y botalones, y podía aparejar bandola para tiempo en popa. Debía marchar maravillosamente, y de hecho había ganado ya muchos premios en las carreras de barcos-pilotos.
La tripulación de la
"Tankadera"
se componía del patrón John Bunsby y de cuatro hombres. Eran marinos de esos atrevidos, que en todo tiempo se aventuran en empresas difíciles y conocen perfectamente aquellos mares. John Bunsby, hombre de 45 años, vigoroso, de tez morena, mirada viva y figura enérgica, actitud bien plantada y muy sobre sí, hubiera inspirado confianza a los más recelosos.
—Phileas Fogg y mistress Aouda pasaron a bordo, donde ya se encontraba Fix. Por la carroza de popa de la goleta se bajaba a una cámara cuadrada, cuyas paredes se arqueaban por encima de un diván circular. En medio había una mesa, alumbrada por una lámpara a prueba de vaivén. Era aquello muy pequeño, pero muy limpio.
—Siento no poderos ofrecer otra cosa mejor —dijo míster Fogg a Fix, que se inclinó sin responder.
El inspector de policía sentía cierta humillación en aprovechar así los obsequios de míster Fogg.
—¡Seguramente —decía para sí—, que es un bribón muy cortés; pero es un bribón!
A las tres y diez minutos se izaron las velas. El pabellón de Inglaterra ondulaba en el cangrejo de la goleta. Los pasajeros estaban sentados en el puente. Míster Fogg y mistress Aouda dirigieron una postrera mirada al muelle, a fin de ver si Picaporte aparecía.
Fix no dejaba de tener su miedo, porque la casualidad hubiera podido guiar hasta aquel paraje al desgraciado muchacho a quien había tratado tan indignamente, y entonces hubiera habido una explicación desventajosa para el agente.
Pero el francés no se vio, y sin duda estaba todavía bajo la influencia del embrutecimiento narcótico.
Por fin el patrón John Bunsby pasó mar afuera, y tomando el viento con cangreja, mesana y foques, se lanzó ondulando sobre las aguas.
Era expedición aventurada la de aquella navegación de ochocientas millas sobre una embarcación de veinte toneladas y, especialmente, en aquella época del año. Los mares de la China son generalmente malos; están expuestos a borrascas terribles, principalmente durante los equinoccios, y todavía no habían transcurrido los primeros días de noviembre.
Muy ventajoso hubiera sido, evidentemente, para el piloto, el conducir a los viajeros a Yokohama, puesto que le pagaban a tanto por día; pero arrostraría la grave imprudencia de intentar semejante travesía en esas condiciones, y era ya bastante audacia, si no temeridad, el subir hasta Shangai. Tenía, sin embargo, John Bunsby confianza en su
"Tankadera",
que se elevaba sobre el oleaje como una malva, y quizá no iba descaminado.
Durante las últimas horas de esta jornada, la
"Tankadera"
navegó por los caprichosos pasos de Hong-Kong, y en todas sus maniobras, y cerrada al viento su popa, se condujo admirablemente.
—No necesito, piloto —dijo Phileas Fogg, en el momento en que la goleta salía mar afuera—, recomendaros toda la posible diligencia.
—Fíese Vuestro Honor en mí —respondió John Bunsby—. En materia de velas, llevamos todo lo que el viento permite llevar.
—Es vuestro oficio, y no el mío, piloto, y me fío de vos.
Phileas Fogg, con el cuerpo erguido, las piernas separadas, a plomo como un marino, miraba, sin alterarse, el ampollado mar. La joven viuda, sentada a popa, se sentía conmovida al contemplar el océano, obscurecido ya por el crepúsculo, y sobre el cual se arriesgaba en una débil embarcación. Por encima de su cabeza se desplegaban las blancas velas, que la arrastraban por el espacio cual alas gigantescas. La goleta, levantada por el viento, parecía volar por el aire.
Llegó la noche. La luna entraba en su primer cuarto, y su insuficiente luz debía extinguirse pronto entre las brumas del horizonte. Las nubes que venían del Este iban invadiendo ya una parte del cielo.
El piloto había dispuesto sus luces de posición, precaución indispensable en aquellos mares, muy frecuentados en las cercanías de la costa. Los encuentros de buques no eran raros, y con la velocidad que andaba, la goleta se hubiera estrellado al menor choque.
Fix estaba meditabundo en la proa. Se mantenía apartado, sabiendo que Fogg era poco hablador; por otra parte, le repugnaba hablar con el hombre de quien aceptaba los servicios. También pensaba en el porvenir. Le parecía cierto que míster Fogg no se detendría en Yokohama, y que tomaría inmediatamente el vapor de San Francisco, a fin de llegar a América, cuya vasta extensión le aseguraría la impunidad y la seguridad. El plan de Phileas Fogg le parecía sumamente sencillo.
En vez de embarcarse en Inglaterra para los Estados Unidos, como un bribón vulgar, Fogg había dado la vuelta, atravesando las tres cuartas partes del globo, a fin de alcanzar con más seguridad el continente americano, donde se comería tranquilamente los dineros del Banco, después de haber desorientado a la policía. Pero, una vez en los Estados Unidos, ¿qué haría Fix? ¿Abandonaría a aquel hombre? No, cien veces no. Mientras no hubiese conseguido su extradición, no lo soltaría. Era su deber, y lo cumpliría hasta el fin. En todo caso, se había presentado una circunstancia feliz. Picaporte no estaba ya con su amo, y, sobre todo, después de las confidencias de Fix importaba que amo y criado no volvieran a verse jamás.
Phileas Fogg, por su parte, no dejaba de pensar en su criado, que tan singularmente había desaparecido. Después de meditar mucho, no le pareció imposible que, por mala inteligencia, el pobre mozo se hubiese embarcado en el
"Carnatic"
en el último momento. También era ésta la opinión de mistress Aouda, que echaba de menos a aquel fiel servidor, a quien tanto debía. Podía, pues, acontecer que lo encontrasen en Yokohama, y sería fácil saber si el
"Carnatic"
se lo había llevado.
A cosa de las diez, la brisa refrescó. Tal vez hubiera sido prudente tomar un rizo; pero el piloto, después de observar con atención el estado del cielo, dejó el velamen tal como estaba. Por otra parte, la
"Tankadera"
llevaba admirablemente el trapo, con gran calado de agua, y todo estaba preparado para aferrar inmediatamente, en caso de chubasco.
A medianoche, Phileas Fogg y Aouda bajaron a la cámara. Fix les había precedido y se había tendido en el diván. En cuanto al piloto y sus hombres, permanecieron toda la noche sobre cubierta.
El siguiente día, 8 de noviembre, al salir el sol, la goleta había andado más de cien millas. El
"loch"
indicaba que el promedio de velocidad estaba entre ocho y nueve millas.
La
"Tankadera"
, durante esta jornada, no se alejó sensiblemente de la costa, cuyas corrientes le eran favorables. La tenían a cinco millas, lo más, por babor, y aquella costa, irregularmente perfilada, aparecía de vez en cuando, entre algunos claros. Viniendo el viento de tierra, la mar era menos fuerte; circunstancia feliz para la goleta, porque las embarcaciones de poca cabida sufren por el oleaje, que corta su velocidad y las mata, empleando la expresión de aquellos marinos.
A mediodía, la brisa amainó algo, y fue llamada al sureste. El piloto mandó desplegar los cuchillos, pero al cabo de dos horas los aferró, porque el viento volvía a arreciar.
Míster Fogg y la joven, afortunadamente refractarios al mal de mar, comieron con apetito las conservas y la galleta de a bordo. Convidaron a Fix, quien tuvo que aceptar, sabiendo que es tan necesario dar lastre al estómago como a los buques; pero esto lo contrariaba. ¡Viajar a expensas de aquel hombre, nutrirse con sus propios víveres, le parecía algo desleal! Sin embargo, comió;