Tomada su resolución, Fix se embarcó en el "General Grant". Estaba a bordo cuando míster Fogg y mistress Aouda llegaron. Con sorpresa suya, reconoció a Picaporte bajo su traje de heraldo. Se ocultó al instante en su camarote, a fin de ahorrar una explicación que podía comprometerlo todo, y gracias al número de pasajeros, contaba con no ser visto de su enemigo, cuando aquel día se encontró precisamente con él a proa.
Picaporte se arrojó al cuello de Fix sin otra explicación, y, con gran satisfacción de algunos americanos, que apostaron a su favor, administró al desventurado inspector una soberbia tunda, que demostró la alta superioridad del pugilato francés sobre el inglés.
Cuando Picaporte acabó, se encontró más tranquilo y como aliviado, Fix se levantó en bastante mal estado, y mirando a su adversario, le dijo con frialdad:
—¿Habéis concluido?
—Sí, por ahora.
—Entonces, vamos a hablar.
—Que yo...
—En interés de vuestro amo.
Picaporte, como subyugado por esta sangre fría, siguió al inspector de policía, y se sentaron aparte.
—Me habéis zurrado —dijo Fix—. Bien lo esperaba. Ahora, escuchadme. Hasta ahora, he sido adversario de míster Fogg; pero, en adelante, voy a ayudarlo.
—¡Al fin! —exclamó Picaporte—. ¿Lo creéis hombre honrado?
—No —respondió con frialdad Fix—; lo creo un bribón... ¡Chist! No os mováis, y dejadme acabar. Mientras míster Fogg ha estado en las posesiones inglesas, he tenido interés en detenerlo, aguardando un mandamiento de prisión. Todo lo he intentado con ese objeto. He echado detrás de él a los sacerdotes de Bombay, os he embriagado en Hong-Kong, os he separado de vuestro amo, le he hecho perder el vapor de Yokohama...
Picaporte seguía escuchando con los puños separados.
—Ahora —prosiguió Fix—, míster Fogg regresa, según parece, a Inglaterra. Lo seguiré hasta allí, pero aplicando, para apartar los obstáculos, tanto celo como he empleado hasta ahora para acumularlos. ¡Ya lo véis, mi juego ha cambiado, porque así lo quiere mi interés! Añado que vuestro interés es igual al mío, porque sólo en Inglaterra es donde sabréis si estáis al servicio de un criminal o de un hombre de bien.
Picaporte había escuchado a Fix con mucha atención, y se convenció de su buena fe.
—¿Somos amigos? —preguntó Fix.
—Amigos, no —respondió Picaporte—. Seremos aliados, y a beneficio de inventario, porque, a la menor apariencia de traición, os retuerzo el pescuezo.
—Convenido —dijo tranquilamente el inspector de policía.
Once días después, el 3 de noviembre, el "General Grant" entraba en la bahía de la Puerta de Oro y llegaba a San Francisco.
Míster Fogg no había ganado todavía, ni perdido, un solo día.
Eran las siete de la mañana, cuando Phileas Fogg, mistress Aouda y Picaporte pusieron el pie en continente americano, si es que puede darse ese nombre al muelle flotante en que desembarcaron. Esos muelles, que suben y bajan con la marea, facilitan la carga y descarga de los buques. Allí se arriman los clippers de todas dimensiones, los vapores de todas las nacionalidades, y esos barcos de varios pisos, que hacen el servicio del Sacramento y de sus afluentes. Allí se amontonan también los productos de un comercio que se extiende a Méjico, al Perú, a Chile, al Brasil, Europa, Asia y a todas las islas del Océano Pacífico.
Picaporte, en su alegría de tocar, por fin, tierra americana, creyó que debía desembarcar dando un salto mortal del mejor estilo; pero, al dar en el suelo, que era de tablas carcomidas, por poco lo atravesó. Desconcertado del modo con que se había apeado, dio un grito formidable, que hizo volar una bandada de cuervos marinos y pelícanos, huéspedes habituales de los muelles movedizos.
Tan luego como míster Fogg desembarcó, preguntó a qué hora salía el primer tren para Nueva York. Le dijeron que a las seis de la tarde, y, por consiguiente, podía emplear un día entero en la capital de California. Hizo traer un coche para mistress Aouda y para él. Picaporte montó en el pescante, y el vehículo a tres dólares por hora se dirigió al hotel Internacional.
Desde el sitio elevado que ocupaba, Picaporte observaba con curiosidad la gran ciudad americana: anchas calles; casas bajas bien alineadas; iglesias y templos de estilo gótico anglosajón; docks inmensos; depósitos como palacios, unos de madera, otros de ladrillo; en las calles muchos coches, ómnibus, tranvías y las aceras atestadas, no sólo de americanos y europeos, sino de chinos e indianos con que componer una población de doscientos mil habitantes.
Picaporte quedó bastante sorprendido de lo que veía, porque no tenía idea más que de la antigua ciudad de 1849, población de bandidos, incendiarios y asesinos, que acudían a la rebusca de pepitas, inmenso tropel de todos los miserables, donde se jugaba el polvo de oro con revólver en una mano y navaja en la otra. Pero aquellos tiempos habían pasado, y San Francisco ofrecía el aspecto de una gran ciudad comercial. La elevada torre del Ayuntamiento, donde vigilaban los guardias, dominaba todo aquel conjunto de calles y avenidas cortadas a escuadra, y entre las cuales había plazas con jardines verdosos, y después una ciudad china, que parecía haber sido importada del Celeste Imperio en un joyero. Ya no había sombreros hongos, ni camisas coloradas a usanza de los buscadores de oro, ni indios con plumas; sino sombreros de seda y levitas negras llevadas por una multitud de caballeros, dotados de actividad devoradora. Ciertas calles, entre otras, Montgomery Street, similar a la Regent Street de Londres, al boulevard de los italianos de París, al Broadway en Nueva York estaban llenas de espléndidas tiendas que ofrecían en sus escaparates los productos del mundo entero.
Cuando Picaporte llegó al hotel Internacional, no le parecía haber salido de Inglaterra.
El piso bajo del hotel estaba ocupado por un inmenso bar especie de
"buffet",
abierto "gratis" para todo transeúnte. Cecina, sopa de ostras, galletas y
chester,
todo esto se despachaba allí, sin que el consumidor tuviese que aflojar el bolsillo. Sólo pagaba la bebida, ale, oporto o jerez, si tenía el capricho de beber; esto pareció muy americano a Picaporte.
El restaurante del hotel era confortable. Míster Fogg y mistress Aouda se instalaron en una mesa, y fueron abundantemente servidos en platos liliputienses, por unos negros del más puro color de azabache.
Después de almorzar, Phileas Fogg, acompañado de mistress Aouda, salió del hotel para ir a visar su pasaporte en el consulado inglés. Encontró en la acera a su criado, que le preguntó si sería prudente, antes de tomar el ferrocarril del Pacífico, comprar algunas carabinas Enfield o revólveres Colt. Picaporte había oído hablar de los sioux y de los pawnies, que paran los ferrocarriles como simples ladrones españoles. Míster Fogg respondió que era precaución inútil; pero lo dejó en libertad de obrar como pluguiese, y después se dirigió a la oficina del agente consular.
Phileas Fogg no había andado doscientos pasos, cuando, "por una de las más raras casualidades", encontró a Fix. El inspector se manifestó extraordinariamente sorprendido. ¡Cómo! ¡Habían hecho la travesía juntos, sin verse a bordo! En todo caso, Fix no podía menos de considerarse honrado con la vista del caballero a quien tanto debía, y llamándolo sus negocios a Europa, se alegraba mucho de proseguir su viaje en tan amable compañía.
Míster Fogg respondió que la honra era suya, y Fix, que no lo quería perder de vista, le pidió permiso de visitar con él esa curiosa ciudad de San Francisco, lo cual fue concedido.
Mistress Aouda, Phileas Fogg y Fix, echaron, pues, a pasear por las calles, y no tardaron en hallarse en Montgomery Street, donde la afluencia de la muchedumbre era enorme. En las aceras, en medio de la calle, en las vías del tranvía, a pesar del paso incesante de coches y ómnibus, en el umbral de las tiendas, en las ventanas de las casas, y aun en los tejados, había una multitud innumerable. En medio de los grupos circulaban hombres-carteles, y por el aire ondeaban banderas y banderolas, oyéndose una gritería inmensa por todos lados.
—¡Hurra por Kamerfield!
—¡Hurra por Madiboy!
Era un mitin. Al menos, así lo pensó Fix, que transmitió su creencia a míster Fogg, añadiendo:
—Quizá haremos bien en no meternos entre esa batahola, porque sólo se reparten golpes.
—En efecto —respondió Phileas Fogg—; y los puñetazos, aunque tengan el carácter de políticos, no dejan de ser puñetazos.
Fix creyó conveniente sonreír al oír esta observación, y a fin de ver sin ser atropellados, mistress Aouda, Phileas Fogg y él tomaron sitio en el descanso superior de unas gradas que dominaban la calle. Delante de ellos, y en la acera de enfrente, entre la tienda de un carbonero y un almacén de petróleo, se extendía un ancho mostrador al aire libre, hacia el cual convergían las diversas corrientes de la multitud.
¿Y por qué aquel mitin? ¿Con qué motivo se celebraba? Phileas Fogg lo ignoraba absolutamente. ¿Se trataba del nombramiento de un alto funcionario militar o civil, de un gobernador de Estado o de un miembro del Congreso? Permitido era conjeturarlo, al ver la animación extraordinaria que tenía agitada a la población entera.
En aquel momento, hubo entre la multitud un movimiento considerable. Todas las manos estaban al aire. Algunas de ellas, sólidamente cerradas, se elevaban y bajaban, al parecer, entre vociferaciones, maneras enérgicas, sin duda de formular un voto. Aquella masa de gente estaba agitada por remolinos que semejaban las olas del mar. Las banderas oscilaban, desaparecían un momento y reaparecían hechas jirones Las ondulaciones de la marejada se propagaban hasta la escalera, mientras que todas las cabezas cabrilleaban en la superficie como la mar movida súbitamente por un chubasco. El número de sombreros bajaba a la vista, y casi todos parecían haber perdido su natural normal.
—Esto es evidentemente un mitin —dijo Fix—, y la cuestión que lo ha provocado debe ser palpitante No me extrañaría que se tratase nuevamente la cuestión del "Alabama", aunque está resuelta.
—Tal vez —repitió sencillamente míster Fogg.
—En todo caso —repuso Fix—, hay dos campeones en la liza: el honorable Kamerfield y el honorable Madiboy.
Mistress Aouda, asida del brazo de Phileas Fogg, miraba con sorpresa aquella escena tumultuosa y Fix iba a preguntar a uno de sus vecinos la razón de aquella efervescencia popular, cuando se pronunció un movimiento más decidido. Redoblaron los vítores sazonados con injurias. Los mástiles de las banderas se transformaron en armas ofensivas. Ya no había manos, sino puños, en todas partes. Desde lo alto de los coches detenidos y de los ómnibus interceptados en su marcha, se repartían sendos porrazos. Todo servía de proyectil. Botas y zapatos describían por el aire largas trayectorias, y hasta pareció que algunos revólveres mezclaban con las vociferaciones sus detonaciones nacionales.
Aquella barahúnda se acercó a la escalera y afluyó sobre las primeras gradas. Uno de los partidarios era evidentemente rechazado, sin que los simples espectadores pudieran reconocer si la ventaja estaba de parte de Madiboy o de Kamerfield.
—Creo prudente retirarnos —dijo Fix, que no tenía empeño en que su hombre recibiese un mal golpe o se mezclase en un mal negocio—. Si se trata en todo esto de Inglaterra, y nos llegan a conocer, nos veremos muy comprometidos en el tumulto.
—Un ciudadano inglés... —respondió Phileas Fogg.
Pero el
gentleman
no terminó su frase. Detrás de él, desde aquella terraza precedida de las gradas, salieron espantosos alaridos.
Se gritaba: "¡Hurra! ¡Hip! ¡Hip! Por Madiboy". Era un tropel de electores que llegaba a la pelea tomando en flanco a los partidarios de Kamerfield.
Míster Fogg, mistress Aouda y Fix se hallaron entre dos fuegos. Era demasiado tarde para huir. Aquel torrente de hombres armados de bastones con puño de plomo y de rompecabezas, era irresistible. Phileas Fogg y Fix se vieron horriblemente atropellados al preservar a la joven Aouda. Míster Fogg, no menos flemático que de costumbre, quiso defender con esas armas naturales que la naturaleza ha puesto en el extremo de los brazos de todo inglés, pero inútilmente. Un enorme mocetón de perilla roja, tez encendida, ancho de espalda, que parecía ser el jefe de la cuadrilla, levantó su formidable puño sobre míster Fogg, y hubiera lastimado mucho al
gentleman
si Fix, por salvarlo, no hubiese recibido el golpe en su lugar. Un enorme chichón se desarrolló instantáneamente bajo el sombrero del "detective" transformado en simple capucha.
—¡Yankee!
—dijo míster Fogg, echando sobre su adversario una mirada de profundo desprecio.
—¡Englishman!
—respondió el otro.
—¡Nos volveremos a ver las caras!
—Cuando gustéis. ¿Vuestro nombre?
—Phileas Fogg. ¿Y el vuestro?
—El coronel Stamp W. Proctor.
Y dicho esto la marejada pasó. Fix había quedado por el suelo, y se levantó con la ropa destrozada, pero sin daño de cuidado. Su paletot de viaje se había rasgado en dos trozos desiguales, y su pantalón se parecía a esos calzones que ciertos indios —cosas de moda— no se ponen sino después de haberles quitado el fondo. Pero, en suma, mistress Aouda se había librado y Fix era el único que había salido con su puñetazo.
—Gracias —dijo míster Fogg al inspector tan luego como estuvieron fuera de las turbas.
—No hay de qué —respondió Fix—, pero venid.
—¿Adónde?
—A una sastrería.
En efecto, esta visita era oportuna. Los trajes de Phileas Fogg y de Fix estaban hechos jirones, como si esos dos caballeros se hubieran batido por cuenta de los honorables Kamerfield y Modiboy.
Una hora después, estaban convenientemente vestidos y cubiertos. Y luego, regresaron al hotel Internacional.
Allí Picaporte esperaba a su amo, armado con media docena de revólveres puñales de seis tiros y de inflamación central. Cuando vio a Fix, su frente se oscureció. Pero mistress Aouda le hizo una relación de lo acaecido, y Picaporte se tranquilizó. A todas luces, Fix no era ya enemigo, sino aliado, y cumplía su palabra.
Terminada la comida, trajeron un coche para conducir a los viajeros y el equipaje a la estación. Al montar, míster Fogg dijo a Fix:
—¿No habéis vuelto a ver a ese coronel Proctor?
—No —respondió Fix.
—Volveré a América para buscarlo —dijo con frialdad Phileas Fogg—. No sería conveniente que un ciudadano inglés se dejase tratar de esta suerte.