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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

La vuelta al mundo en 80 días (23 page)

BOOK: La vuelta al mundo en 80 días
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—¡Sólo de vos depende ensayarlo, hijo de John Bull! —replicó el grosero personaje.

Mistress Aouda había palidecido, afluyendo toda su sangre al corazón. Se había asido del brazo de Phileas Fogg, que la repelió suavemente. Picaporte iba a echarse sobre el americano, que miraba a su adversario con el aire más insultante posible, pero Fix se había levantado, y yendo hacia el coronel Proctor, le dijo:

—Olvidáis que es conmigo con quien debéis entenderos, porque no sólo me habéis injuriado, sino golpeado.

—Señor Fix —dijo Fogg—, perdonad, pero esto me concierne a mí solo. Al pretender que yo hacía mal en jugar espadas, el coronel me ha injuriado de nuevo, y me dará una satisfacción.

—Cuando queráis y donde queráis — respondió el americano—, y con el arma que queráis.

Mistress Aouda intentó en vano detener a míster Fogg. El inspector hizo inútiles esfuerzos para hacer suya la cuestión. Picaporte quería echar al coronel por la portezuela, pero una seña de su amo lo contuvo. Phileas Fogg salió del vagón, y el americano lo acompañó a la plataforma.

—Caballero —dijo míster Fogg a su adversario—, tengo mucha prisa en llegar a Europa, y una tardanza cualquiera perjudicaría mucho mis intereses.

—¿Y qué me importa? —respondió el coronel Proctor.

—Caballero —dijo cortésmente míster Fogg—, después de nuestro encuentro en San Francisco, había formado el proyecto de volver a buscaros a América, tan luego como hubiese terminado los negocios que me llaman al antiguo continente.

—¡De veras!

—¿Queréis señalarme sitio para dentro de seis meses?

—¿Por qué no seis años?

—Digo seis meses, y seré exacto.

—Esas no son más que pamplinas o al instante, o nunca.

—Como usted quiera. ¿Vais a Nueva York?

—No.

—¿A Chicago?

—No.

—¿A Omaha?

—Os importa poco. ¿Conocéis Plum-Creek?

—No.

—Es la estación inmediata, y allí llegará el tren dentro de una hora; se detendrá diez minutos, durante los cuales se pueden disparar algunos tiros.

—Bajaré en la estación de Plum-Creek.

Y creo que allí os quedaréis —añadió el americano con sin igual insolencia.

—¿Quién sabe, caballero? —respondió míster Fogg, y entró en su vagón tan calmoso como de costumbre.

Allí el
gentleman
comenzó por tranquilizar a mistress Aouda, diciéndole que los fanfarrones no eran nunca de temer. Después rogó a Fix que le sirviera de testigo en el encuentro que se iba a verificar. Fix no podía rehusarse y Phileas Fogg prosiguió, tranquilo, su interrumpido juego, echando espadas con perfecta calma.

A las once, el silbato de la locomotora, anunció la aproximación a la estación de Plum-Creek. Míster Fogg se levantó, y, seguido de Fix, salió a la galería. Picaporte le acompañaba, llevando un par de revólveres. Mistress Aouda se había quedado en el vagón, pálida como una muerta.

En aquel momento, se abrió la puerta del otro vagón, y el coronel Proctor apareció también en la galería, seguido de su testigo, un yanqui de su temple. Pero, en el momento en que los dos adversarios iban a bajar a la vía, el conductor acudió gritando:

—No se baja, señores.

—¿Y por qué? —preguntó el coronel.

—Llevamos veinte minutos de retraso, y el tren no se para.

—Pero tengo que batirme con el señor.

—Lo siento —respondió el empleado—, pero marchamos al punto. ¡Ya suena la campana!

La campana sonaba, en efecto, y el tren prosiguió su camino.

—Lo siento muchísimo, señores —dijo entonces el conductor—. En cualquier otra circunstancia hubiera podido serviros. Pero, en definitiva, puesto que no habéis podido batiros en esta estación, ¿quién os impide que lo hagáis aquí?

—Eso no convendrá tal vez al señor —dijo el coronel Proctor con aire burlón.

—Eso me conviene perfectamente — respondió Phileas Fogg.

—Decididamente estamos en América — pensó para sí Picaporte—, y el conductor del tren es un caballero de buen mundo.

Y pensando esto, siguió a su amo.

Los dos adversarios y sus testigos, precedidos de conductor, se fueron al último vagón del tren, ocupado tan sólo por unos diez viajeros. El conductor les preguntó si querían dejar un momento libre sitio a dos caballeros, que tenían que arreglar un negocio de honor.

¡Cómo no! Muy gozosos se mostraron los viajeros en complacer a los contendientes, y se retiraron a la galería.

El vagón, que tenía unos cincuenta pies de largo, se prestaba muy bien para el caso. Los adversarios podían marchar uno contra otro entre las banquetas y fusilarse a su gusto. Nunca hubo duelo más fácil de arreglar. Míster Fogg y el coronel Proctor, provistos cada uno de dos revólveres, entraron en el vagón. Sus testigos los encerraron. Al primer silbido de la locomotora debía comenzar el fuego. Y luego, después de un transcurso de dos minutos, se sacaría del coche lo que quedase de los dos caballeros.

Nada más sencillo, a la verdad; y tan sencillo, por cierto, que Fix y Picaporte sentían su corazón latir hasta romperse.

Se esperaba el silbido convenido, cuando resonaron de repente unos gritos salvajes, acompañados de tiros que no procedían del vagón ocupado por los duelistas. Los disparos se escuchaban, al contrario, por la parte delantera y sobre toda la línea del tren; en el interior de éste se oían gritos de furor.

El coronel Proctor y míster Fogg, con revólver en mano, salieron al instante del vagón, y corrieron adelante donde eran más ruidosos los tiros y los disparos.

Habían comprendido que el tren era atacado por una banda de sioux.

No era la primera vez que esos atrevidos indios habían detenido los trenes. Según su costumbre, sin aguardar la parada del convoy, se habían arrojado sobre el estribo un centenar de ellos, escalando los vagones como lo hace un clown al saltar sobre un caballo al galope.

Estos sioux estaban armados de fusiles. De aquí las detonaciones, a que correspondían los viajeros, casi todos armados. Los indios habían comenzado por arrojarse sobre la máquina. El maquinista y el fogonero habían sido ya casi magullados. Un jefe sioux, queriendo detener el tren, había abierto la introducción del vapor en lugar de cerrarla, y la locomotora, arrastrada, corría con una velocidad espantosa.

Al mismo tiempo los sioux habían invadido los vagones. Corrían como monos enfurecidos sobre las cubiertas, echaban abajo las portezuelas y luchaban cuerpo a cuerpo con los viajeros. El furgón de equipajes había sido saqueado, arrojando los bultos a la vía. La gritería y los tiros no cesaban.

Sin embargo, los viajeros se defendían con valor. Ciertos vagones sostenían, por medio de barricadas, un sitio, como verdaderos fuertes ambulantes llevados con una velocidad de cien millas por hora.

Desde el principio del ataque, mistress Aouda se había conducido valerosamente. Con revólver en mano, se defendía heroicamente; tirando por entre los cristales rotos, cuando asomaba algún salvaje. Unos veinte sioux, heridos de muerte, habían caído a la vía, y las ruedas de los vagones aplastaban a los que se caían sobre los rieles desde las plataformas.

Varios viajeros, gravemente heridos de bala o de rompecabezas, yacían sobre las banquetas.

Era necesario acabar. La lucha llevaba diez minutos de duración, y tenía que terminar en ventaja de los sioux si el tren no se paraba. En efecto, la estación de Fuerte Kearney no estaba más que a dos millas de distancia, y una vez pasado el fuerte y la estación siguiente, los sioux serían dueños del tren.

El conductor se batía al lado de míster Fogg, cuando una bala lo alcanzó. Al caer exclamó:

—¡Estamos perdidos si el tren tarda cinco minutos en pararse!

—¡Se parará! —dijo Phileas Fogg, que quiso echarse fuera del vagón.

—Estad quieto, señor —le gritó Picaporte. Yo me encargo de ello.

Phileas Fogg, no tuvo tiempo de detener al animoso muchacho, que, abriendo una portezuela, consiguió deslizarse debajo del vagón. Y entonces, mientras la lucha continuaba y las balas se cruzaban por encima de su cabeza, recobrando su agilidad y flexibilidad de clown, arrastrándose colgado por debajo de los coches, y agarrándose, ora a las cadenas, ora a las palancas de freno, rastreándose de uno a otro vagón, con maravillosa destreza, llegó a la parte delantera del tren sin haber podido ser visto.

Allí, colgado por una mano entre el furgón y el ténder, desenganchó con la otra las cadenas de seguridad; pero a consecuencia de la tracción, no hubiera conseguido desenroscar la barra de enganche, si un sacudimiento que la máquina experimentó, no la hubiera hecho saltar, de modo que el tren, desprendido, se fue quedando atrás, mientras que la locomotora huía con mayor velocidad.

El tren corrió aún durante algunos minutos; pero los frenos se manejaron bien, y el convoy se detuvo, al fin, a menos de cien pasos de la estación de Kearney.

Allí, los soldados del fuerte, atraídos por los disparos, acudieron apresuradamente. Los sioux no los habían esperado, y antes de pararse completamente el tren, toda la banda había desaparecido.

Pero cuando los viajeros se contaron en el andén de la estación, reconocieron que faltaban algunos, y entre otros el valiente francés, cuyo denuedo acababa de salvarlos.

Capítulo XXX

Tres viajeros, incluido Picaporte, habían desaparecido. ¿Los habían muerto en la lucha? ¿Estarían prisioneros de los sioux? No podía saberse todavía.

Los heridos eran bastantes numerosos, pero se reconoció que ninguno lo estaba mortalmente. Uno de los más graves era el coronel Proctor, que se había batido valerosamente, recibiendo un balazo en la ingle. Fue trasladado a la estación con otros viajeros, cuyo estado reclamaba cuidados inmediatos.

Mistress Aouda estaba a salvo, Phileas Fogg, que no había sido de los menos ardientes en la lucha, salió sin un rasguño. Fix estaba herido en el brazo, pero levemente. Pero Picaporte faltaba, y los ojos de la joven Aouda vertían lágrimas.

Entretanto, todos los viajeros habían abandonado el tren. Las ruedas de los vagones estaban manchadas de sangre. De los cubos y de los ejes colgaban informes despojos de carne. Se veían por la llanura largos rastros encarnados, hasta perderse de vista. Los últimos indios desaparecían entonces por el sur hacia el río Republican.

Míster Fogg permanecía quieto y cruzado de brazos. Tenía que adoptar una grave resolución. Mistress Aouda lo miraba sin pronunciar una palabra... Comprendió él esta mirada. Si su criado estaba prisionero, ¿no debía intentarlo todo para librarlo de los indios?

—Lo encontraré vivo o muerto —dijo sencillamente a mistress Aouda.

—¡Ah! ¡míster... míster Fogg! —exclamó la joven, asiendo las manos de su compañero bañándolas de lágrimas.

—¡Vivo —añadió míster Fogg—, si no perdemos un minuto!

Con esta resolución, Phileas Fogg se sacrificaba por entero. Acababa de pronunciar su ruina. Un día tan sólo de atraso, le hacía faltar a la salida del vapor en Nueva York, y perdía la apuesta irrevocablemente; pero no vaciló ante la idea de cumplir con su deber.

El capitán que mandaba el fuerte Kearney estaba allí. Sus soldados, un centenar de hombres, se habían puesto a la defensiva, en el caso en que los sioux hubieran dirigido un ataque directo contra la estación.

—Señor —dijo míster Fogg al capitán—, tres viajeros han desaparecido.

—¿Muertos? —preguntó el capitán.

—Muertos o prisioneros —respondió Phileas Fogg—. Esta es una incertidumbre que debemos aclarar. ¿Tenéis intención de perseguir a los sioux?

—Esto es grave —dijo el capitán—. ¡Estos indios pueden huir hasta más allá de

Arkansas! No puedo abandonar el fuerte que me está confiado.

—Señor —repuso Phileas Fogg—, se trata de la vida de tres hombres.

—Sin duda... pero ¿puedo arriesgar la de cincuenta para salvar tres?

—Yo no sé si podéis, pero debéis hacerlo.

—Caballero —respondió el capitán—, nadie tiene que enseñarme cuál es mi deber.

—Sea —dijo con frialdad Phileas Fogg—. ¡Iré solo!

—¡Vos, señor! —exclamó Fix—. ¿Iréis solo en persecución de los sioux?

—¿Queréis, entonces, que deje perecer a ese infeliz a quienes todos los que están aquí deben la vida? iré.

—Pues bien; ¡no iréis solo! —exclamó el capitán, conmovido a pesar suyo—. ¡No! Sois un corazón valiente. ¡Treinta hombres voluntarios! —añadió, volviéndose hacia los soldados.

Toda la compañía avanzó en masa. El capitán tuvo que elegir treinta soldados, poniéndolos a las órdenes de un viejo sargento.

—¡Gracias, capitán! —dijo míster Fogg.

—¿Me permitiréis acompañaros? — preguntó Fíx al
gentleman.

—Como gustéis, caballero —le respondió Phileas Fogg—; pero si queréis prestarme un servicio, os quedaréis junto a mistress Aouda; y en el caso de que me suceda algo...

Una palidez súbita invadió el rostro del inspector de policía. ¡Separarse del hombre a quien había seguido paso a paso y con tanta persistencia! ¡Dejarlo, aventurarse así en el desierto! Fix miró con atención al
gentleman
y a pesar de sus prevenciones bajó la vista ante aquella mirada franca y serena.

—Me quedaré —dijo—.

Algunos instantes después, míster Fogg, después de estrechar la mano de la joven y entregarle su precioso saco de viaje, partía con el sargento y su reducida tropa, diciendo a los soldados:

—¡Amigos míos, hay mil libras para vosotros, si salváis a los prisioneros!

Eran las doce y algunos minutos.

Mistress Aouda se había retirado a un cuarto de la estación, y allí sola aguardó, pensando en Phileas Fogg, en su sencilla y graciosa generosidad y en su sereno valor. Míster Fogg había sacrificado su fortuna, y ahora se jugaba su vida, todo sin vacilación, por deber y sin alarde. Phileas era un héroe ante ella.

El inspector Fix no pensaba del mismo modo, y no podía contener su agitación. Se paseaba calenturiento por el andén de la estación. Estaba arrepentido de haberse dejado subyugar en el primer momento por míster Fogg, y comprendía la necedad en que había incurrido dejándolo marchar. ¿Cómo había podido consentir en separarse de aquel hombre, a quien acababa de seguir alrededor del mundo? Se reconvenía a sí mismo, se acusaba, se trataba como si hubiera sido el director de la policía metropolitana, amonestando a un agente sorprendido en flagrante delito de candidez.

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