Durante los primeros días, la navegación se hizo en excelentes condiciones. El mar no estaba muy duro, y el viento parecía fijado al Nordeste; las velas se establecieron, y la "Enriqueta" marchaba como un verdadero transatlántico.
Picaporte estaba encantado. La última hazaña de su amo, cuyas consecuencias no quería entrever, le entusiasmaba a un muchacho más alegre y más ágil. Hacía muchos obsequios a los marineros y los asombraba con sus juegos gimnásticos. Les prodigaba las mejores calificaciones y las bebidas más atractivas. Para él, maniobraban como caballeros, y los fogoneros se conducían como héroes. Su buen humor, muy comunicativo, se impregnaba en todos. Había olvidado el pasado, los disgustos, los peligros, y no pensaba más que en el término del viaje, tan próximo ya, hirviendo de impaciencia, como si lo hubiesen caldeado las hornillas de la "Enriqueta". A veces también el digno muchacho daba vueltas alrededor de Fix, y lo miraba con los ojos que decían mucho; pero no le hablaba, pues no existía ya intimidad alguna entre los dos antiguos amigos.
Por otro lado, Fix, preciso es decirlo, no comprendía nada. La conquista de la "Enriqueta", la compra de su tripulación, ese Fogg maniobrando como un marino consumado, todo ese conjunto de cosas, lo aturdía. ¡Ya no sabía qué pensar! Pero, después de todo, un
gentleman
que empezaba por robar cincuenta y cinco mil libras, bien podía concluir robando un buque. Y Fix acabó por creer naturalmente que la "Enriqueta" dirigida por Fogg, no iba a Liverpool, sino a algún punto del mundo donde el ladrón, convertido en pirata, se pondría tranquilamente en seguridad. Preciso es confesar que esta hipótesis era muy posible, por cuya razón comenzaba el agente de policía a estar seriamente pesaroso de haberse metido en este negocio.
En cuanto al capitán Speedy, seguía bramando en su cámara; y Picaporte, encargado de proveer a su sustento, no lo hacía sin tomar las mayores precauciones. Respecto de míster Fogg, ni aun tenía trazas de acordarse que hubiese un capitán a bordo.
El 13 doblaron la punta del banco de Terranova, paraje muy malo en invierno, sobre todo cuando las brumas son frecuentes y los chubascos temibles. Desde la víspera, el barómetro, que bajó bruscamente, daba indicios de un próximo cambio en la atmósfera. Durante la noche, la temperatura se modificó y el frío fue más intenso, saltando al propio tiempo el viento al Sureste.
Era un contratiempo. Míster Fogg, para no apartarse de su rumbo, recogió velas y forzó vapor; pero, a pesar de todo, la marcha se amortiguó a consecuencia de la marejada, que comunicaba al buque movimientos muy violentos de cabeceo, en detrimento de la velocidad. La brisa se iba convirtiendo en huracán, y ya se preveía el caso en que la "Enriqueta" no podría aguantar. Ahora bien; si era necesario huir, no quedaba otro arbitrio que lo desconocido con toda su mala suerte.
El semblante de Picaporte se nubló al mismo tiempo que el cielo, y durante dos días sufrió el honrado muchacho mortales angustias; pero Phileas Fogg era audaz marino, y como sabía hacer frente al mar, no perdió rumbo, ni aun disminuyó la fuerza del vapor. La "Enriqueta", cuando no podía elevarse sobre la ola, la atravesaba, y su puente quedaba barrido, pero pasaba.
Algunas veces la hélice también salía fuera de las aguas, batiendo el aire con sus enloquecidas alas, cuando alguna montaña de agua levantaba la popa; pero el buque iba siempre avanzando.
El viento, sin embargo, no arreció todo lo que hubiese podido temerse. No fue uno de esos huracanes que pasan con velocidad de noventa millas por hora. No pasó de una fuerza regular; mas, por desgracia, sopló con obstinación por el Sureste, no permitiendo utilizar el velamen, y eso que, como vamos a verlo, hubiera sido muy conveniente acudir en ayuda del vapor.
El 16 de diciembre no había todavía retraso de cuidado, porque era el día septuagésimo quinto desde la salida de Londres. La mitad de la travesía estaba hecha ya, y ya habían quedado atrás los peores parajes. En verano se hubiera podido responder del éxito, pero en invierno se estaba a merced de los temporales. Picaporte abrigaba alguna esperanza, y si el viento faltaba, al menos contaba con el vapor.
Precisamente aquel día, el maquinista tuvo sobre cubierta alguna conversación viva con míster Fogg.
Sin saber por qué, y por presentimiento, Picaporte experimentó viva inquietud. Hubiera dado una de sus orejas por oír con la otra lo que decían. Pudo al fin recoger algunas palabras, y entre otras, las siguientes, pronunciadas por su amo:
—¿Estáis cierto de lo que aseguráis?
—Seguro, señor. No olvidéis que, desde nuestra salida, estamos caldeando con todas las hornillas encendidas, y si tenemos bastante carbón para ir a poco vapor de Nueva York a Burdeos, no lo hay para ir a todo vapor de Nueva York a Liverpool.
—Resolveré —respondió míster Fogg.
Picaporte había comprendido, y se apoderó de él una inquietud mortal.
Iba a faltar carbón.
—¡Ah! —decía para sí—, será hombre famoso mi amo, si vence esta dificultad.
habiendo encontrado a Fix, no pudo menos de ponerlo al corriente de la situación, pero el inspector le contestó con los dientes apretados:
—Entonces, ¿creéis que vamos a Liverpool?
—¡Pardiez!
—Imbécil —respondió el agente, encogiéndose de hombros.
Picaporte estuvo a punto de responder cual se merecía a tal calificativo, cuya verdadera significación no podía comprender; pero al considerar que Fix debía estar muy mohíno y humillado en su amor propio, por haber seguido una pista equivocada alrededor del mundo, no hizo caso.
ahora, ¿qué partido iba a tomar Phileas Fogg? Era difícil imaginario. Parece, sin embargo, que el flemático
gentleman
había adoptado una resolución, porque aquella misma tarde hizo venir al maquinista y le dijo:
—Activad los fuegos haciendo rumbo hasta agotar completamente el combustible.
Algunos momentos después, la chimenea de la "Enriqueta" vomitaba torrentes de humo.
Siguió, pues, el buque marchando a todo vapor; pero dos días después, el 18, el maquinista dio parte, según lo había anunciado, que faltaría aquel día el carbón.
—Que no se amortigüen los fuegos — respondió Fogg—. Al contrario. Cárguense las válvulas.
Aquel día, a cosa de las doce, después de haber tomado altura y calculado la posición del buque, Phileas Fogg llamó a Picaporte y le dio orden de ir a buscar al capitán Speedy. Era esto como mandarle soltar un tigre, y bajó por la escotilla diciendo:
—Estará indudablemente hidrófobo.
En efecto, algunos minutos más tarde, llegaba a la toldilla una bomba con gritos e imprecaciones. Esa bomba era el capitán Speedy, y era claro que iba a estallar.
—¿Dónde estamos?
Tales fueron las primeras palabras que pronunció, entre la sofocación de la cólera, y ciertamente que no lo habría contado, por poco propenso a la apoplejía que hubiera sido.
—¿Donde estamos? —repitió con el rostro congestionado.
—A setecientas setenta millas de Liverpool —respondió míster Fogg, con imperturbable calma.
—¡Pirata! —exclamó Andrés Speedy.
—Os he hecho venir para...
—¡Filibustero!
—Para rogaros que me vendáis vuestro buque.
—¡No, por mil pares de demonios, no!
—¡Es que voy a tener que quemarlo!
—¡Quemar mi buque!
—Sí, todo lo alto, porque estamos sin combustible.
—¡Quemar mi buque! ¡Un buque que vale cincuenta mil dólares!
—Aquí tenéis sesenta mil —respondió Phileas Fogg, ofreciendo al capitán un paquete de billetes.
Esto hizo un efecto prodigioso sobre Andrés Speedy. No se puede ser americano sin que la vista de sesenta mil dólares cause alguna sensación. El capitán olvidó por un momento la cólera, su encierro y todas las quejas contra el pasajero. ¡Su buque tenía veinte años, y este negocio podía hacerlo de oro! La bomba ya no podía estallar, porque míster Fogg te había quitado la mecha.
—¿Y me quedaré el casco de hierro? —dijo el capitán con tono singularmente suavizado.
—El caso de hierro y la máquina. ¿Es cosa concluida?
—Concluida.
Y Andrés Speedy, tomando el paquete de billetes, los contó, haciéndolos desaparecer en el bolsillo.
Durante esta escena, Picaporte estaba descolorido. En cuanto a Fix, por poco le da un ataque se sangre. ¡Cerca de veinte mil libras gastadas, y aún dejaba Fogg al vendedor el casco y la máquina; es decir, casi el valor total del buque! Es verdad que la suma robada al Banco ascendía a cincuenta y cinco mil libras.
Después de haberse metido el capitán el dinero en el bolsillo, le dijo míster Fogg:
—No os asombréis de todo esto, porque habéis de saber que pierdo veinte mil libras si no estoy en Londres el 21 a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche. No llegué a tiempo al vapor de Nueva York, y como os negabais a llevarme a Liverpool...
—Y bien hecho, por los cincuenta mil diablos del infierno —exclamó Andrés Speedy—, porque salgo ganando lo menos cuarenta mil dólares.
—Y luego añadió con más formalidad—: ¿sabéis una cosa, capitán... ?
—Fogg.
—Capitán Fogg, hay algo de yanqui en vos.
Y después de haber tributado a su pasajero lo que él creía una lisonja, se marchaba, cuando Phileas Fogg le dijo:
—Ahora, ¿este buque me pertenece?
—Seguramente; desde la quilla a la punta de los palos; pero todo lo que es de madera, se entiende.
—Bien; que arranquen todos los aprestos interiores, y que se vayan echando a la hornilla.
Júzguese la mucha leña que debió gastar para conservar el vapor con suficiente presión. Aquel día, la toldilla, la carroza, los camarotes, el entrepuente, todo fue a la hornilla.
Al día siguiente, 19, se quemaron los palos, las piezas de respeto, las berlingas. La tripulación empleaba un celo increíble en hacer leña. Picaporte, rajando, cortando y serrando, hacía el trabajo de cien hombres. Era un furor de demolición.
Al día siguiente, 20, los parapetos, los empavesados, las obras muertas, la mayor parte del puente fueron devorados. La "Enriqueta" ya no era más que un barco raso, como el del pontón.
Pero aquel día se divisó la costa irlandesa y el faro de Falsenet.
Sin embargo, a las diez de la noche, el buque no se encontraba aún más que enfrente de Queenstown. ¡Faltaban veinticuatro horas para el plazo, y era precisamente el tiempo que se necesitaba para llegar a Liverpool, aun marchando a todo vapor, el cual iba a faltar también!
—Señor —le dijo entonces el capitán Speedy, que había acabado por interesarse en sus proyectos—, siento mucho lo que os sucede. Todo conspira contra vos. Todavía no estamos más que a la altura de Queenstown.
—¡Ah! —dijo míster Fogg—, ¿es Queenstown esa población que divisamos?
—Sí.
—¿Podemos entrar en el puerto?
—Antes de tres horas no. Sólo en pleamar.
—¡Aguardemos! —respondió
tranquilamente Phileas Fogg, sin dejar de ver en su semblante que, por una suprema inspiración, iba a procurar vencer la última probabilidad contraria.
En efecto, Queenstown es un puerto de la costa irlandesa, en el cual los trasatlánticos de los Estados Unidos dejan pasar la valija del correo. Las cartas se llevan a Dublín por un expreso siempre dispuesto, y de Dublín llegan a Liverpool por vapores de gran velocidad, adelantando doce horas a los rápidos buques de las compañías marítimas.
Phileas Fogg pretendía ganar también las doce horas que sacaba de ventaja al correo de América. En lugar de llegar al día siguiente por la tarde, con la "Enriqueta", a Liverpool, llegaría a mediodía, y le quedaría tiempo para estar en Londres a los ocho y cuarenta y cinco minutos de la tarde.
A la una de la mañana, la "Enriqueta" entraba con la pleamar en el puerto de Queenstown, y Phileas Fogg, después de haber recibido un apretón de manos del capitán Speedy, lo dejaba en el casco raso de su buque, que todavía valía la mitad de lo recibido.
Los pasajeros desembarcaron al punto. Fix tuvo entonces intención decidida de prender a míster Fogg, y, sin embargo, no lo hizo. ¿Por qué? ¿Existían dudas en su ánimo? ¿Reconocía, al fin, que se había engañado?
Sin embargo, Fix no abandonó a míster Fogg. Con él, con mistress Aouda, con
Picaporte, que no tenía tiempo de respirar, subía al tren de Queenstown, a la una y media de la mañana, llegaba a Dublín al amanecer, y se embarcaba en uno de esos vapores fusiformes, de acero, todo máquina, que desdeñándose subir con las olas, pasan invariablemente al través de ellas.
A las doce menos veinte, el 21 de diciembre, Phileas Fogg desembarcaba, por fin, en el muelle de Liverpool. Ya no estaba más que a seis horas de Londres.
Pero en aquel momento, Fix se acercó, le puso la mano en el hombro, y exhibiendo su mandamiento, le dijo:
—¿Sois míster Fogg?
—Sí, señor.
—¡En nombre de la Reina, os prendo!
Phileas Fogg estaba preso. Lo habían encerrado en la aduana de Liverpool, donde debía pasar la noche, aguardando su traslación a Londres.
En el momento de la prisión, Picaporte había querido arrojarse sobre el inspector, pero fue detenido por unos agentes de policía. Mistress Aouda, espantada por la brutalidad del suceso, no comprendía nada de lo que pasaba, pero Picaporte se lo explicó. Míster Fogg, ese honrado y valeroso
gentleman,
a quien debía la vida, estaba preso como ladrón. La joven protestó contra esta acusación, su corazón se indignó, las lágrimas corrieron por sus mejillas, cuando vio que nada podía hacer ni intentar para librar a su salvador.
En cuanto a Fix, había detenido a un
gentleman
porque su deber se lo mandaba, fuese o no culpable. La justicia lo decidiría.
Y entonces ocurrió a Picaporte una idea terrible: ¡la de que él tenía la culpa ocultando a míster Fogg lo que sabía! Cuando Fix había revelado su condición de inspector de policía y la misión de que estaba encargado, ¿por qué no se lo había revelado a su amo? Advertido éste, quizá hubiera dado a Fix pruebas de su inocencia, demostrándole su error, y en todo caso, no hubiera conducido a sus expensas y en su seguimiento a ese malaventurado agente, a poner pie en suelo del Reino Unido. Al pensar en sus culpas e imprudencias, el pobre mozo sentía irresistibles remordimientos. Daba lástima verle llorar y querer hasta romperse la cabeza.