La vuelta al mundo en 80 días (28 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

BOOK: La vuelta al mundo en 80 días
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Debemos renunciar a pintar la ansiedad en que vivió, durante tres días, todo ese mundo de la sociedad inglesa. ¿Se expidieron despachos a América, a Asia, para adquirir noticias de Phileas Fogg? Se envió a observar, de mañana y de tarde, la casa de Saville-Row... Nada. La misma policía no sabía lo que había sido del "detective" Fix, que se había, con tan mala fortuna, lanzado tras de equivocada pista, lo cual no impidió que las apuestas se empeñasen de nuevo en vasta escala. Phileas Fogg llegaba, cual si fuera caballo de carrera, a la última vuelta. Ya no se cotizaba a uno por ciento, sino por veinte, por diez, por cinco, y el viejo paralítico lord Albermale lo tomaba a la par.

Por eso el sábado por la noche había gran concurso en Pall-Mall y calles inmediatas. Parecía un inmenso agrupamiento de corredores establecidos en permanencia en las cercanías del Reform-Club. La circulación estaba impedida. Se discutía, se disputaba, se voceaba la cotización de Phileas Fogg, como la de los fondos ingleses. Los polizontes podían apenas contener al pueblo, y a medida que avanzaba la hora en que debía llegar Phileas Fogg, la emoción adquiría proporciones inverosímiles.

Aquella noche, los cinco colegas del
gentleman
estaban reunidos, nueve horas hacía en el salón del Reform-Club. Los dos banqueros John Sullivan y Samuel Fallentin, el ingeniero Andrés Stuart, Gualterio Ralph, administrador del Banco de Inglaterra, el cervecero Tomás Flanagan, todos aguardaban con ansiedad.

En el momento en que el reloj del gran salón señaló las ocho y veinticinco, Andrés Stuart, levantándose dijo:

—Señores, dentro de veinte minutos, el plazo convenido con míster Fogg habrá expirado.

—¿A qué hora llegó el último tren de Liverpool? —preguntó Tomás Flanagan.

—A las siete y veintitrés —respondió Gualterio Ralph—, y el tren siguiente no llega hasta las doce y diez.

—Pues bien, señores —repuso Andrés Stuart—, si Phileas Fogg hubiese llegado en el tren de las siete y veintitrés, ya estaría aquí. Podemos, pues, considerar la apuesta como ganada.

—Aguardemos, y no decidamos — respondió Samuel Fallentin—. Ya sabéis que nuestro colega es un excéntrico de primer orden, su exactitud en todo es bien conocida.

Nunca llega tarde ni temprano, y no me sorprendería verlo aparecer aquí en el último momento.

—Pues yo —dijo Andrés Stuart, tan nervioso como siempre—, lo vería y no lo creería.

—En efecto —repuso Tomás Flanagan—, el proyecto de Phileas Fogg era insensato. Cualquiera que fuese su exactitud, no podía impedir atrasos inevitables, y una pérdida de dos o tres días basta para comprometer su viaje.

—Observaréis, además —añadió John Sullivan— que no hemos recibido noticia ninguna de nuestro colega, y sin embargo, no faltan alambres telegráficos por su camino.

—¡Ha perdido, señores —repuso Andrés Stuart—, ha perdido sin remedio! Ya sabéis que el "China", único vapor de Nueva York que ha podido tomar para llegar a Liverpool a tiempo, ha llegado ayer. Ahora bien; aquí está la lista de los pasajeros, publicada por la "Shipping-Gazette", y no figura entre ellos

Phileas Fogg. Admitiendo las probabilidades más favorables, nuestro colega está apenas en América. Calculo en veinte días, por lo menos, el atraso que traerá sobre el plazo convenido, y el viejo lord Albermale perderá también sus cinco mil libras.

—Es evidente —respondió Gualterio Ralph—, y mañana no tendremos más que presentar en casa de Baring Hermanos el cheque de míster Fogg.

En aquel momento, el reloj del salón señalaba las ocho y cuarenta.

—Aún faltan cinco minutos —dijo Andrés Stuart.

Los cinco colegas se miraban. Hubiera podido creerse que los latidos de sus corazones experimentaban cierta aceleración, porque al fin la partida era fuerte. Pero lo quisieron disimular, porque, a propuesta de Samuel Fallentin, tomaron asiento en una mesa de juego.

—¡No daría mi parte de cuatro mil libras en la apuesta —dijo Andrés Stuart sentándose—, aun cuando me ofrecieran tres mil novecientas noventa y nueve!

La manecilla señalaba entonces las ocho y cuarenta y dos minutos.

Los jugadores habían tomado las cartas, pero a cada momento su mirada se fijaba en el reloj. Se puede asegurar que, cualquiera que fuese su seguridad, nunca les habían parecido tan largos los minutos.

—Las ocho y cuarenta y tres —dijo Tomás Flanagan, cortando la baraja que le presentaba Gualterio Ralph.

Hubo un momento de silencio. El vasto salón del club estaba tranquilo; pero afuera se oía la algazara de la muchedumbre, dominada algunas veces por agudos gritos. El péndulo batía los segundos con seguridad matemática. Cada jugador podía contar con las divisiones sexagesimales que herían su oído.

—¡Las ocho y cuarenta y cuatro! —dijo John Sullivan, con una voz que descubría una emoción involuntaria.

Un minuto nada más, y la apuesta estaba ganada. Andrés Stuart y sus compañeros ya no jugaban. ¡Habían abandonado las cartas y contaban los segundos!

A los cuarenta segundos, nada. ¡A los cincuenta nada tampoco!

A los cincuenta y cinco se oyó fuera un estrépito atronador, aplausos, vítores, y hasta imprecaciones que prolongaron en redoble continuo.

Los jugadores se levantaron.

A los cincuenta y siete segundos, la puerta del salón se abrió, y no había batido el péndulo los sesenta segundos, cuando Phileas Fogg aparecía seguido de una multitud delirante, que había forzado la puerta del Club, y con voz calmosa, dijo:

—Aquí estoy, señores.

Capítulo XXXVII

¡Sí! Phileas Fogg en persona.

Recuérdese que, a las ocho y cinco minutos de la tarde, unas veinticuatro horas después de la llegada de los viajeros a Londres, Picaporte había sido encargado de prevenir al reverendo Samuel Wilson para cierto casamiento que debía verificarse al día siguiente.

Picaporte se había marchado muy alegre, yendo con paso rápido al domicilio del reverendo Samuel Wilson, que no había vuelto aún a casa. Naturalmente, Picaporte tuvo que estar esperando unos veinte minutos.

En suma, eran las ocho y treinta y cinco cuando salió de casa del reverendo. ¡Pero en qué estado! El pelo desordenado, sin sombrero, corriendo como nunca había corrido hombre alguno, derribando a los transeúntes y precipitándose como una tromba en las aceras.

En tres minutos llegó a la casa de Saville-Row, y caía sin aliento en el cuarto de míster Fogg.

—Señor... —tartamudeó Picaporte—, casamiento... imposible.

—¡Imposible!

—Imposible... para mañana.

—¿Por qué?

—¡Porque mañana... es domingo!

—Lunes —respondió míster Fogg.

—No... hoy... sábado.

—¿Sábado? ¡Imposible!

—¡Sí, sí, sí, —exclamó Picaporte—. ¡Os habéis equivocado en un día! ¡Hemos llegado con veinticuatro horas de adelanto... pero ya no quedan más que diez minutos!

Picaporte había tomado a su amo por el cuello, y lo impelía con fuerza irresistible.

Phileas Fogg, así llevado, sin tener tiempo de reflexionar, salió de su casa, saltó en un cab, prometió cien libras al cochero, y después de haber aplastado dos perros y atropellado cinco coches, llegó al ReformClub.

El reloj señalaba las ocho y cuarenta y cinco minutos cuando apareció en un gran salón.

¡Phileas Fogg había cumplido la vuelta al mundo en ochenta días!

¡Phileas Fogg había ganado la apuesta de veinte mil libras!

¿Y cómo, siendo tan exacto y minucioso, había podido cometer el error de un día? ¿Cómo se creía en sábado 21 de diciembre, cuando había llegado a Londres en viernes 20, setenta y nueve días después de su salida?

He aquí el motivo de este error. Es muy sencillo.

Phileas Fogg, sin sospecharlo, había ganado un día en su itinerario; y esto porque había dado la vuelta al mundo yendo hacia Oriente, pues lo hubiera perdido yendo en sentido inverso, es decir, hacia Occidente.

En efecto, marchando hacia Oriente, Phileas Fogg iba al encuentro del sol, y por consiguiente, los días disminuían para él tantas veces cuatro minutos como grados recorría. Hay 360 grados en la circunferencia, los cuales, multiplicados por cuatro minutos, dan precisamente veinticuatro horas, es decir, el día inconscientemente ganado. En otros términos: mientras que Phileas Fogg, marchando hacia Oriente, vio el sol pasar ochenta veces por el meridiano, sus colegas de Londres no lo habían visto más que setenta y nueve. Por eso aquel mismo día, que era sábado, y no domingo, como lo creía míster Fogg, lo esperaban los de la apuesta en el salón del Reform-Club. Y esto es lo que el famoso reloj de Picaporte, que siempre había conservado la hora de Londres, hubiera acusado, si al mismo tiempo que las horas y minutos hubiese marcado los días.

Phileas Fogg había ganado, pues, las veinte mil libras; pero como había gastado en el camino unas diez y nueve mil, el resultado pecuniario no era gran cosa. Sin embargo, como se ha dicho, el excéntrico
gentleman
no había buscado en esta apuesta más que la lucha y no la fortuna. Y aun distribuyó las mil libras que le sobraban entre Picaporte y el desgraciado Fix, contra quien era incapaz de conservar rencor. Sólo que, para formalidad, descontó a su criado el precio de las mil novecientas horas de gas gastado por su culpa.

Aquella misma noche, míster Fogg, tan impasible y tan flemático como siempre dijo a mistress Aouda:

—¿Os conviene aún el casamiento, señora?

—Míster Fogg —respondió mistress Aouda—, a mí es a quien toca haceros la pregunta. Estabais arruinado, y ya sois rico...

—Dispensad, señora, esa fortuna os pertenece. Sin la idea de ese matrimonio, mi criado no habría ido a casa del reverendo Samuel Wilson, no se hubiera descubierto el error, y...

—Mi querido Fogg —dijo la joven.

—Mi querida Aouda —respondió Phileas Fogg.

Bien se comprende que el casamiento se hizo cuarenta y ocho horas más tarde; y Picaporte, engreído, resplandeciente, deslumbrador, figuró en él como testigo de la novia. ¿No la había él salvado y no le debía esa honra?

Al día siguiente, al amanecer Picaporte llamó con estrépito a la puerta de su amo.

La puerta se abrió y apareció el impasible caballero.

—¿Qué hay, Picaporte?

—Lo que hay, señor, es que acabo de saber ahora mismo...

—¿Qué?

—Que podíamos haber dado la vuelta al mundo en setenta y nueve días sólo.

—Sin duda —respondió míster Fogg—, no atravesando el Indostán; pero entonces no hubiera salvado a mistress Aouda, no sería mi mujer, y...

Y míster Fogg cerró tranquilamente la puerta.

Así, pues, la apuesta estaba ganada, haciendo Phileas Fogg su viaje alrededor del mundo en ochenta días. Había empleado para ello todos los medios de transporte, vapores, ferrocarriles, coches, yatchs, buques mercantes, trineos, elefantes. El excéntrico caballero había desplegado en este negocio sus maravillosas cualidades de serenidad y exactitud. Pero, ¿qué había ganado con esa excursión? ¿Qué había traído de su viaje?

Nada, se dirá. Nada, enhorabuena, a no ser una linda mujer, que, por inverosímil que parezca, le hizo el más feliz de los hombres.

Y en verdad, ¿no se daría por menos que eso la vuelta al mundo?

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