El inspector sonrió y no respondió. Pero, como se ve, míster Fogg pertenecía a esa raza de ingleses que, si no toleran el duelo en su país, se baten en el extranjero cuando se trata de defender su honra.
A las seis menos cuarto los viajeros llegaron a la estación, donde estaba el tren dispuesto a marchar.
En el momento en que míster Fogg iba a entrar en el vagón, se dirigió a un empleado, diciéndole:
—Amigo mío ¿no ha habido algunos disturbios hoy en San Francisco?
—Era un mitin, caballero —respondió el empleado.
—Sin embargo, he creído observar alguna animación en las calles.
—Se trataba solamente de un mitin organizado para una elección.
—¿La elección de algún general en jefe, sin duda? —preguntó míster Fogg.
—No, señor; de un juez de paz.
Después de oír esta respuesta, Phileas Fogg montó en el vagón, y el tren partió a todo vapor.
"Ocean to Ocean"
(de Océano a Océano) —así dicen los americanos— y esas tres palabras debían ser la denominación general de la gran línea que atraviesa los Estados Unidos de América en su mayor anchura. Pero, en realidad, el
"Pacific Railroad"
se divide en dos partes distintas:
"Central Pacific",
entre San Francisco y Odgen, y
"Union Pacific",
entre Odgen y Omaha. Allí enlazan cinco líneas diferentes, que ponen a Omaha en comunicación frecuente con Nueva York.
Nueva York y San Francisco están, por consiguiente, unidas por una cinta no interrumpida de metal, que no mide menos de tres mil setecientas ochenta y seis millas. Entre Omaha y el Pacífico, el ferrocarril cruza una región frecuentada todavía por los indios y las fieras, vasta extensión de territorio que los mormones comenzaron a colonizar en 1845, después de haber sido expulsados de Ilinois.
Anteriormente se empleaban, en las circunstancias más favorables, seis meses para ir de Nueva York a San Francisco. Ahora se hace el viaje en siete días.
En 1862 fue cuando, a pesar de la oposición de los diputados del Sur, que querían una línea más meridional, se fijó el trazado del ferrocarril entre los 41 y 42 grados de latitud. El presidente Lincoln, de tan sentida memoria, fijó, por sí mismo, en el Estado de Nebraska, la ciudad de Omaha, como cabeza de línea del nuevo camino. Los trabajos comenzaron en seguida, y se prosiguieron con esa actividad americana, que no es papelera ni oficinesca. La rapidez de la mano de obra no debía, en modo alguno, perjudicar la buena ejecución del camino. En el llano se avanzaba a razón de milla y media por día. Una locomotora, rodando sobre los raíles de la víspera, traía los del día siguiente y corría sobre ellos a medida que se iban colocando.
El
"Pacific Railroad"
tiene muchas ramificaciones en su trayecto por los estados de Iowa, Kansas, Colorado y Oregón. Al salir de Omaha, marcha por la orilla izquierda del río
"Platter"
atraviesa los terrenos de Laramie y las montañas Wahsatch, da vuelta al lago
Salado, llega a
"Lake-Salt-City",
capital de los mormones, penetra en el valle de la Tuilla, recorre el desierto americano, los montes de Cedar y Humboldt, el río Humboldt, la Sierra Nevada, y baja por Sacramento hasta el Pacífico, sin que este trazado tenga pendientes mayores de doce pies por mil aun en el trayecto de las montañas Rocosas.
Tal era esa larga arteria que los trenes recorren en siete días, y que iba a permitir al honorable Phileas Fogg —así al menos lo esperaba—, tomar el 11, en Nueva York, el vapor de Liverpool.
El vagón ocupado por Phileas Fogg era una especie de ómnibus largo, que descansaba sobre dos juegos de cuatro ruedas cada uno, cuya movilidad permite salvar las curvas de pequeño radio. En el interior no había compartimentos, sino dos filas de asientos dispuestos a cada lado, perpendicularmente al eje, y entre los cuales estaba reservado un paso que conducía a los gabinetes de tocador y otros, con que cada vagón va provisto. En toda la longitud del tren, los coches comunicaban entre sí por unos puentecillos, y los viajeros podían circular de uno a otro extremo del convoy, que ponía a su disposición vagones-cafés. No faltaban mas que vagones teatros, pero algún día los habrá.
Por los puentecillos circulaban, sin cesar, vendedores de libros y periódicos, ofreciendo su mercancía, y vendedores de licores, comestibles y cigarros, que no carecían de compradores.
Los viajeros habían salido de la estación de Oakland a las seis de la tarde. Ya era de noche, noche fría, sombría, con el cielo encapotado, cuyas nubes amagaban resolverse en nieve. El tren no andaba con mucha rapidez. Teniendo en cuenta las paradas, no recorría más de veinte millas por hora, velocidad que, sin embargo, permitía atravesar los estados Unidos en el tiempo reglamentario.
Se hablaba poco en el vagón, y, por otra parte, el sueño iba a apoderarse pronto de los viajeros. Picaporte se encontraba colocado cerca del inspector de policía, pero no le hablaba. Desde los últimos acontecimientos, sus relaciones se habían enfriado notablemente. Ya no había simpatía ni intimidad. Fix no había cambiado nada de su modo de ser; pero Picaporte, por el contrario, estaba muy reservado y dispuesto a estrangular a su antiguo amigo, a la menor sospecha.
Una hora después de la salida del tren, comenzó a caer nieve, que no podía, afortunadamente, entorpecer la marcha del tren. Por las ventanillas ya no se veía más que una inmensa alfombra blanca, sobre la cual, desarrollando sus espirales, se destacaba el ceniciento vapor de la locomotora.
A las ocho, un camarero entró en el vagón y anunció a los pasajeros que había llegado la hora de acostarse. Ese vagón era un coche dormitorio, que en algunos minutos queda transformado en dormitorio. Los respaldos de los bancos se doblaron; unos colchoncitos, curiosamente empaquetados, se desarrollaron por un sistema ingenioso; quedaron improvisados, en pocos instantes, unos camarotes y cada viajero pudo tener a su disposición una cama confortable, defendida por recias cortinas contra toda indiscreta mirada. Las sábanas eran blancas, las almohadas blandas, y no había más que acostarse y dormir, lo que cada cual hizo como si se hubiese encontrado en el cómodo camarote de un vapor, mientras que el tren corría a todo vapor el estado de California.
En esa porción de territorio que se extiende entre San Francisco y Sacramento, el suelo es poco accidentado. Esa parte del ferrocarril, llamada
"Central Pacific",
tomaba a Sacramento como punto de partida y avanzaba al Este, al encuentro del que partía de Omaha. De San Francisco a la capital de California la línea corría directamente al Nordeste, siguiendo el río
"American",
que desagua en la bahía de San Pablo. Las ciento veinte millas comprendidas entre estas dos importantes ciudades se recorrieron en seis horas, y a cosa de medianoche, mientras que los viajeros se hallaban entregados a su primer sueño, pasaron por Sacramento, no pudiendo, por consiguiente, ver nada de esta gran ciudad, residencia de la legislatura del estado de California, ni sus bellos muelles, ni sus anchas calles, ni sus espléndidos palacios, ni sus plazas, ni sus templos.
Más allá de Sacramento, el tren, después de pasar las estaciones de Junction, Roclin, Aubum y Colfax, penetró en el macizo de Sierra Nevada. Eran las siete de la mañana cuando pasó por la estación de Cisco. Una hora después, el dormitorio era de nuevo un vagón ordinario, y los viajeros podían ver por los cristales los pintorescos puntos de vista de aquel montañoso país. El trazado del ferrocarril obedecía los caprichos de la sierra, yendo unas veces adherido a las faldas de la montaña, otras suspendido sobre los precipicios, evitando los ángulos bruscos por medio de curvas atrevidas, penetrando en gargantas estrechas, que parecían sin salida. La locomotora, brillante como unas andas, con su gran fanal, que despedía rojizos fulgores, su campana plateada, mezclaba sus silbidos y bramidos con los de los torrentes y cascadas, retorciendo su humo por las ennegrecidas ramas de los pinos.
Había pocos túneles o ninguno, y no existían puentes. El ferrocarril seguía los contornos de las montañas no buscando en la línea recta el camino más corto de uno a otro punto, y no violentando a la naturaleza.
Hacia las nueve, por el valle de Corson, el tren penetraba en el estado de Nevada, siguiendo siempre las dirección del Nordeste. A las doce pasaba por Reno, donde los viajeros tuvieron veinte minutos para almorzar.
Desde este punto, la vía férrea, costeando el río "Humboldt", se elevó durante algunas millas hacia el Norte, siguiendo su curso; después torció al Este, no debiendo ya separarse de ese río, antes de llegar a los montes Humboldt, donde nace casi en la extremidad oriental del estado de Nevada.
Después de haber almorzado, míster Fogg, mistress Aouda y sus compañeros volvieron a sus asientos. Phileas Fogg, la joven Aouda y sus compañeros, confortablemente instalados, miraban el paisaje variado que se presentaba a la vista; vastas praderas, montañas que se perfilaban en el horizonte, torrentes que rodaban sus aguas espumosas. De vez en cuando aparecía, en masa dilatada, un gran rebaño de bisontes, cual dique movedizo. Esos innumerables ejércitos de rumiantes oponen a veces un obstáculo insuperable al paso de los trenes. Se han visto millares de ellos desfilar, durante muchas horas, en apiñadas hileras cruzando los rieles. La locomotora tiene entonces que detenerse y aguardar que la vía esté libre.
Y eso fue lo que en aquella ocasión aconteció. A las tres de la tarde, la vía quedó interrumpida por un rebaño de diez o doce mil cabezas. La máquina, después de haber amortiguado la velocidad, intentó introducir su espolón en tan inmensa columna, pero tuvo que detenerse ante la impenetrable masa.
Aquellos rumiantes, búfalos, como impropiamente los llaman los americanos, marchaban con tranquilo paso, dando a veces formidables mugidos. Tenían una estatura superior a los de Europa, piernas y cola cortas; con una joroba muscular; las astas separadas en la base; la cabeza, el cuello y espalda cubiertos con una melena de largo pelo. No podía pensarse en detener esta emigración. Cuando los bisontes adoptan una marcha, nada hay que pueda modificarla; es un torrente de carne viva que no puede ser detenido por dique alguno.
Los viajeros, dispersados en los pasadizos, estaban mirando tan curioso espectáculo; pero el que debía tener más prisa que todos, Phileas Fogg, había permanecido en su puesto, aguardando filosóficamente que a los búfalos les pluguiese dejarle paso. Picaporte estaba enfurecido por la tardanza que ocasionaba esa aglomeración de animales. De buena gana hubiera descargado sobre ellos su arsenal de revólveres.
—¡Qué país! —Exclamó—. ¡Unos simples bueyes que detienen los trenes y que van así en procesión, sin prisa ninguna, como si no estorbasen la circulación! ¡Pardiez! ¡Quisiera yo saber si míster Fogg había previsto este contratiempo en su programa! ¡Y ese maquinista no se atreve a lanzar su máquina al través de ese obstruidor ganado!
El maquinista no había intentado forzar el obstáculo, obrando con sana prudencia, porque hubiera aplastado, indudablemente, a los primeros búfalos atacados por el espolón de la locomotora; pero, por poderosa que fuera la máquina, se habría parado en seguida, dando lugar a un descarrilamiento y a una indefinida detención del tren.
Lo mejor era, pues, esperar con paciencia, y ganar después el tiempo perdido acelerando la marcha del tren. El desfile de los bisontes duró tres horas largas, y la vía no estuvo expedita sino al caer la noche. En este momento, las últimas filas del rebaño atravesaban el ferrocarril, mientras que las primeras desaparecían por el horizonte meridional.
Eran, pues, las ocho, cuando el tren cruzó los desfiladeros de los montes Humboldt, y las nueve y media cuando penetró en el territorio de Utah, la región del Gran Lago Salado, el curioso país de los mormones.
Durante la noche del 5 al 6 de noviembre, el tren corrió al Sureste sobre un espacio de unas cincuenta millas, y luego subió otro tanto hacia el Nordeste, acercándose al Gran Lago Salado.
Picaporte, hacia las nueve de la mañana, salió a tomar aire a los pasadizos. El tiempo estaba frío y el cielo cubierto, pero no nevaba. El disco del sol, abultado por las brumas, parecía como una enorme pieza de oro, y Picaporte se ocupaba en calcular su valor en piezas esterlinas, cuando le distrajo de tan útil trabajo la aparición de un personaje bastante extraño.
Este personaje, que había tomado el tren en la estación de Elko, era hombre de elevada estatura, muy moreno, de bigote negro, pantalón negro, corbata blanca, guantes de piel de perro. Parecía un reverendo. Iba de un extremo al otro del tren, y en la portezuela de cada vagón pegaba con obleas una noticia manuscrita.
Picaporte se acercó y leyó en una de esas notas que el honorable Willam Hitsch, misionero mormón, aprovechando su presencia en el tren número 48, daría de once a doce, en el coche número 117, una conferencia sobre el mormonismo, invitando a oírla a todos los caballeros deseosos de instruirse en los místerios de la religión de los "Santos de los últimos días".
Picaporte, que sólo sabía del mormonismo sus costumbres polígamas, base de la sociedad mormónica, se propuso concurrir.
La noticia se esparció rápidamente por el tren, que llevaba un centenar de pasajeros. Entre ellos, treinta lo más, atraídos por el cebo de la conferencia, ocupaban a las once las banquetas del coche número 117, figurando Picaporte en la primera fila de los fieles. Ni su amo ni Fix habían creído conveniente molestarse.
A la hora fijada, el hermano mayor William Hitch, se levantó, y con voz bastante irritada, como si de antemano le hubieran contradicho, exclamó:
—¡Os digo yo que Joe Smith es un mártir, que su hermano Hyrames es un mártir, y que las persecuciones del gobierno de la Unión contra los profetas van a hacer también un mártir de Brigham Young!
¿Quién se atrevería a sostener lo contrario al misionero, cuya exaltación era un contraste con su fisonomía, de natural sereno? Pero su cólera se explicaba, sin duda, por estar actualmente sometido el mormonismo a trances muy duros. El gobierno de los Estados Unidos acababa de reducir, no sin trabajo, a estos fanáticos independientes. Se había hecho dueño de Utah, sometiéndolo a las leyes de la Unión, después de haber encarcelado a Brigham Young, acusado de rebelión y de poligamia. Desde aquella época los discípulos del profeta redoblaron sus esfuerzos, y aguardando los actos, resistían con la palabra las pretensiones del Congreso.