Read Las cinco personas que encontrarás en el cielo Online
Authors: Mitch Albom
Eddie parpadeó. Ahora estaba en las montañas, pero se trataba de unas montañas extraordinarias: una cadena que nunca terminaba, con cimas coronadas de nieve, rocas dentadas y escarpadas laderas de color púrpura. En una hondonada entre dos crestas había un gran lago negro. Una luna se reflejaba brillante en sus aguas.
Al pie de la cadena de montañas Eddie distinguió una luz de colores parpadeante que cambiaba rítmicamente cada pocos segundos. Avanzó en aquella dirección y se dio cuenta de que estaba hundido en la nieve hasta la pantorrilla. Alzó el pie y lo sacudió con fuerza. Los copos se desprendieron soltando destellos dorados. Cuando los tocó, no estaban ni fríos ni húmedos.
»¿Dónde estoy ahora?, —pensó Eddie. Una vez más revisó su cuerpo, apretándose los hombros, el pecho, el estómago. Los músculos de sus brazos seguían siendo tensos, pero la parte central del cuerpo estaba más floja, con algo de grasa. Dudó, luego se apretó la rodilla izquierda. Sintió un fuerte dolor e hizo una mueca. Esperaba que después de separarse del capitán su herida desaparecería. Pero, al parecer, había vuelto a ser el hombre que había sido en la tierra, con cicatrices, michelines y todo. ¿Por qué el cielo hacía que uno volviera a vivir su propia decadencia física?
Siguió las luces parpadeantes de debajo de la estrecha cadena de montañas. Aquel paisaje, desnudo y silencioso, quitaba la respiración; se ajustaba más a cómo había imaginado el cielo. Por un momento se preguntó si ya habría terminado, si el capitán no se habría equivocado, si no habría más personas con las que encontrarse. Avanzó por la nieve bordeando una roca hasta el gran claro de donde procedían las luces. Volvió a parpadear; esta vez con incredulidad.
Allí, en el campo nevado, aislado, había una construcción que parecía un furgón con el exterior de acero inoxidable y el techo rojo en forma de barril. Un rótulo parpadeaba encima: «Comidas».
Un restaurante.
Eddie había pasado muchas horas en sitios como aquél. Todos parecían el mismo: asientos de respaldo alto, mesas brillantes, una hilera de ventanas con cristales pequeños en el lateral, que, desde fuera, hacían que los clientes parecieran pasajeros de un vagón de tren. Eddie distinguía ahora las figuras por esas ventanas; eran personas que hablaban y gesticulaban. Avanzó hasta los escalones cubiertos de nieve y llegó a la puerta de doble hoja de cristal. Miró dentro.
Una pareja de personas mayores estaba sentada a su derecha tomando tarta; no se fijaron en él. Otros clientes estaban sentados en sillas giratorias en la barra de mármol o en las mesas con sus abrigos en percheros. Parecían de décadas diferentes: Eddie vio a una mujer con un vestido de cuello cerrado de la década de 1930 y a un joven con un signo de la paz de los años sesenta tatuado en el brazo. Muchos de los clientes parecía que habían sido heridos. A un negro con camisa de trabajo le faltaba un brazo. Una adolescente tenía una cuchillada cruzándole el rostro. Ninguno de ellos miró cuando Eddie dio unos golpecitos en la ventana. Vio a cocineros con gorros blancos de papel, y fuentes con comida humeante a la espera de ser servida en el mostrador; comida de colores de lo más apetitoso: salsas de color rojo oscuro, cremas amarillas. Desplazó la mirada hacia la última mesa de la esquina derecha. Quedó paralizado.
No podía creer lo que estaba viendo.
—No —se oyó susurrar a sí mismo. Se dio la vuelta y se apartó de la puerta. Aspiró profundamente. El corazón le latía con fuerza. Giró y volvió a mirar. Luego golpeó enloquecidamente los cristales.
—¡No! —gritó Eddie—. ¡No! ¡No! —Golpeó hasta que estuvo seguro de que iba a romper el cristal.— ¡No! —Siguió gritando hasta que la palabra que quería, una palabra que no había pronunciado en décadas, finalmente se le formó en la garganta. Luego gritó aquella palabra; la gritó tan fuerte que la cabeza empezó a dolerle. Pero la figura de la mesa siguió sentada, ajena, con una mano encima del tablero, la otra sujetando un puro, sin levantar la vista en ningún momento, aunque Eddie gritó muchas veces, una y otra vez:
—¡Papá! ¡Papá! ¡Papá!
En el oscuro y esterilizado pasillo del hospital militar, la madre de Eddie abre la caja blanca de la confitería y arregla las velas de la tarta, poniéndolas derechas, doce a un lado, doce al otro. Los demás —el padre de Eddie, Joe, Marguerite, Mickey Shea— están a su alrededor; la miran.
—¿Tiene alguien una cerilla? —susurra.
Se dan golpecitos en los bolsillos. Mickey saca una caja de su chaqueta y al hacerlo se le caen al suelo dos pitillos sueltos. La madre de Eddie enciende las velas. Suena un ascensor al fondo del pasillo. Sacan una camilla con ruedas.
—¿Todos preparados? ¿Vamos? —dice la madre de Eddie.
Las pequeñas llamas vacilan cuando se mueven todos a la vez. El grupo entra en la habitación de Eddie con cuidado.
—Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz…
El soldado de la cama de al lado se despierta gritando.
—¿Qué demonios pasa?
Se da cuenta de dónde está y se deja caer de nuevo, avergonzado. La canción, una vez interrumpida, parece difícil de retomar, y sólo la voz de la madre de Eddie, temblorosa y sola, es capaz de continuar.
—Cumpleaños feliz, Eeeddie queriiido… —luego, rápidamente—: cumpleaños feliz.
Eddie se incorpora apoyándose en una almohada. Tiene las quemaduras vendadas. La pierna con una larga escayola. Hay un par de muletas junto a la cama. Él mira aquellos rostros como si estuviera consumido por el deseo de echar a correr.
Joe se aclara la voz.
—Bueno, oye, tienes un aspecto estupendo —dice. Los otros se muestran de acuerdo. Bueno. Sí. Muy bueno.
—Tu madre te trajo una tarta —susurra Marguerite.
La madre de Eddie da unos pasos hacia delante, como si le tocara hacerlo. Ofrece a Eddie la caja de cartón.
Eddie murmura.
—Gracias, mamá.
Ella pasea la vista alrededor.
—¿Dónde la puedo dejar?
Mickey agarra una silla, Joe despeja una pequeña mesita de noche. Marguerite aparta las muletas de Eddie. Su padre es el único que no se mueve sólo por moverse. Está quieto junto a una pared oscura, con la chaqueta en el brazo, y mira la pierna de Eddie, escayolada del muslo a la pantorrilla.
Eddie ve que le está mirando. Su padre baja la vista y pasa la mano por el alféizar de la ventana. Eddie tensa todos los músculos del cuerpo e intenta, voluntariamente, que le asomen lágrimas por los ojos.
Tiene treinta y tres años. Se despierta sobresaltado, jadeante. Tiene el pelo espeso, negro y empapado de sudor. Parpadea repetidamente en la oscuridad, tratando desesperado de verse el brazo, los nudillos, cualquier cosa que le indique que está aquí, en el apartamento de encima de la panadería, y no de vuelta a la guerra, en la aldea en llamas. Aquel sueño. ¿Nunca pararía?
Sólo son las cuatro de la mañana. Inútil volver a dormirse. Espera hasta que recupera el resuello, luego se levanta lentamente de la cama, tratando de no despertar a su mujer. Pone primero la pierna derecha en el suelo, siguiendo la costumbre, para evitar la irremediable rigidez de la izquierda. Eddie empieza cada mañana del mismo modo. Un paso y luego cojear.
En el cuarto de baño, se mira los ojos inyectados en sangre y se echa agua a la cara. Siempre es el mismo sueño: él andando entre las llamas en Filipinas en su última noche de guerra. Las cabañas de la aldea están envueltas en llamas y hay un sonido agudo constante. Algo invisible golpea sus piernas y él trata de aplastarlo, pero falla, y luego intenta aplastarlo otra vez y vuelve a fallar. Las llamas se hacen más intensas, rugiendo como un motor, y entonces aparece Smitty gritándole: «¡Vamos! ¡Vamos!». Él intenta hablar, pero cuando abre la boca, un sonido agudo sale de su garganta. Entonces algo le agarra por las piernas y tira de él desde debajo del barro del suelo.
Y en ese momento se despierta. Sudando. Jadeando. Siempre lo mismo. Lo peor no es el insomnio. Lo peor es la oscuridad en que le deja el sueño, una película gris que nubla el día; incluso sus momentos felices quedan recluidos en una especie de agujeros hechos en una dura capa de hielo.
Se viste rápidamente y baja por la escalera. El taxi está aparcado junto a la esquina, el lugar habitual, y Eddie limpia la humedad del parabrisas. Nunca le habla a Marguerite de esa oscuridad. Ella le acaricia el pelo y le dice: «¿Qué pasa?». Y él contesta: «Nada, tengo palpitaciones», ya está. ¿Cómo puede explicarle tanta tristeza cuando ella cree que le hace feliz? La verdad es que no se lo puede explicar ni a sí mismo. Lo único que sabe es que apareció algo delante de él, interrumpiendo su camino, que le hizo renunciar a las cosas, renunciar a estudiar ingeniería y renunciar a la idea de viajar. Está sentado sobre su vida. Y allí permanece.
Esta noche, cuando Eddie regresa del trabajo, aparca el taxi en la esquina. Sube lentamente por la escalera. De su apartamento llega música, una canción conocida:
You made me love you
I didn't want to do it,
I didn't want to do it…
Hiciste que te amara
Yo no quería amar,
Yo no quería amar
Abre la puerta y ve la tarta encima de la mesa y una bolsita atada con una cinta.
—¿Cariño? —grita Marguerite desde el dormitorio—. ¿Eres tú?
Él levanta la bolsa blanca. Caramelo quemado. Del parque de atracciones.
—Cumpleaños feliz… —Marguerite sale cantando con su suave y dulce voz. Está guapa, lleva el vestido estampado que le gusta a Eddie; se ha peinado y pintado con esmero. Él nota que necesita respirar, siente que no merece ese momento. Lucha contra la oscuridad de su interior. «Déjame en paz —le grita a esa oscuridad—. Déjame sentir como debería sentir».
Marguerite termina la canción y le besa en los labios.
—¿Quieres reñirme por el caramelo quemado?—susurra.
Él va a besarla otra vez. Alguien llama a la puerta.
—¡Eddie! ¿Estás ahí? ¿Eddie?
El señor Nathanson, el panadero, vive en el apartamento de la planta baja, detrás de la panadería. Tiene teléfono. Cuando Eddie abre la puerta, está parado en el umbral. Lleva bata. Parece preocupado.
—Eddie —dice—, baja. Te llaman por teléfono. Creo que le ha pasado algo a tu padre.
—Yo soy Ruby.
De repente Eddie entendió por qué la mujer le parecía conocida. Había visto una fotografía suya en algún sitio del fondo del taller de mantenimiento, entre los viejos manuales y documentos del dueño original del parque.
—La antigua entrada… —dijo Eddie.
Ella asintió con satisfacción. La entrada original al Ruby Pier había sido una especie de hito, una arcada gigante inspirada en un templo histórico francés, con columnas acanaladas y una cúpula abovedada en lo más alto. Justo debajo de esa cúpula, bajo la que debían pasar todos los que entraran, estaba pintada la cara de una hermosa mujer. Aquella mujer. Ruby.
—Pero desapareció hace mucho tiempo —dijo Eddie—. Hubo un gran…
Hizo una pausa.
—Incendio —dijo la anciana—. Sí, un incendio muy grande. —Hundió la barbilla, y miró hacia abajo detrás de las gafas, como si estuviera leyendo algo de su regazo.
»Fue el día de la Independencia, el 4 de Julio, un día de fiesta. A Emile le encantaban las fiestas. «Son buenas para el negocio», decía. Si el día de la Independencia iba bien, todo el verano iría bien. De modo que Emile organizó unos fuegos artificiales y contrató a una banda de música e, incluso, a trabajadores extra, por lo general peones, para aquel fin de semana.
»Pero pasó algo la noche anterior a la fiesta. Hacía mucho calor, incluso después de ponerse el sol, y algunos de los peones decidieron dormir fuera, detrás de los almacenes. Encendieron fuego en un barril metálico para calentarse la comida.
»Según avanzaba la noche, hubo bebida y juerga. Los trabajadores cogieron algunos de los cohetes más pequeños y los encendieron. Soplaba viento. Las chispas se dispersaron. En aquella época todo estaba hecho de madera y alquitrán…
Meneó la cabeza.
—Lo demás pasó rápidamente. El fuego se extendió por la avenida central hasta los puestos de comida y las jaulas de los animales. Los peones escaparon corriendo. En ese momento vino alguien a nuestra casa a despertarnos. El Ruby Pier estaba en llamas. Desde nuestra ventana vimos el horrible resplandor naranja. Oímos los cascos de los caballos y los vehículos a vapor de la brigada de incendios. La gente estaba en la calle.
»Supliqué a Emile que no saliera, pero fue inútil. Claro que iría. Se acercó al furioso fuego y trató de salvar sus años de trabajo. Estaba dominado por la ira y el miedo, y cuando se incendió la entrada, la entrada con mi nombre y mi retrato, perdió toda sensación de dónde estaba. Estaba tratando de apagarla con cubos de agua cuando le cayó encima una columna.
La anciana unió los dedos y se los llevó a los labios.
—En el curso de una noche nuestras vidas cambiaron para siempre. Como siempre corría riesgos, Emile había asegurado el parque por el mínimo. Perdió su fortuna. El regalo espléndido que me había hecho.
»Desesperado, vendió los restos abrasados a un hombre de Pensilvania por menos de lo que valían. Aquel hombre mantuvo el nombre del parque, Ruby Pier, y con el tiempo volvió a abrirlo. Pero ya no era nuestro.
»El ánimo de Emile quedó tan destrozado como su cuerpo. Tardó tres años en volver a andar solo. Nos trasladamos a un sitio de fuera de la ciudad, un apartamento pequeño, donde vivimos modestamente, yo atendiendo a mi lisiado marido y alimentando un deseo.
Se interrumpió.
—¿Qué deseo? —dijo Eddie.
—Que él nunca hubiera construido aquel sitio.
La anciana siguió sentada en silencio. Eddie examinó el inmenso cielo de color jade. Pensó en las veces que él había deseado lo mismo, que el que había construido el Ruby Pier hubiese hecho otra cosa con su dinero.
—Siento lo de su marido —dijo Eddie, más que nada porque no sabía qué otra cosa decir.
La anciana sonrió.
—Gracias, querido. Pero vivimos muchos años más después de aquel incendio. Criamos tres hijos. Emile estaba enfermo, entraba y salía del hospital. Me dejó viuda cuando yo tenía poco más de cincuenta años. ¿Ves esta cara, estas arrugas? —Alzó el rostro.— Me las gané, una a una.
Eddie frunció el ceño.