Read Las cinco personas que encontrarás en el cielo Online
Authors: Mitch Albom
Eddie se miró la pierna, que colgaba de la rama del árbol. De nuevo pudo ver las cicatrices de las operaciones y sentir el mismo dolor. Notó que dentro le fluía algo que no había sentido desde antes de la muerte, que en realidad no había sentido en muchos años: una rabia feroz y un deseo de hacer daño a alguien. Los ojos se le empequeñecieron y miró fijamente al capitán, que le devolvió una mirada inexpresiva, como si supiera lo que estaba pasando. Dejó que el pitillo le cayera de los dedos.
—Adelante —susurró.
Eddie soltó un grito y arremetió contra el capitán. Los dos hombres cayeron de la rama del árbol y se deslizaron entre las tupidas lianas y enredaderas luchando mientras caían.
—¿Por qué? ¡Bastardo! ¡Bastardo…! ¡Usted no…! ¿Por qué?
Ahora luchaban cuerpo a cuerpo en el barro. Eddie se subió encima del pecho del capitán y le golpeó repetidamente en la cara. El capitán no sangraba. Eddie le agarró por el cuello y le golpeó el cráneo contra el barro. El capitán no pestañeaba. En vez de eso, se movía de un lado a otro a cada puñetazo, dejando que Eddie descargara su rabia. Finalmente, con un brazo, agarró a Eddie y lo apartó.
—Porque —dijo tranquilamente agarrando a Eddie por el codo— te habríamos perdido en aquel incendio. Habrías muerto. Y no era tu hora.
Eddie jadeó con fuerza.
—¿Mi… hora?
El capitán continuó.
—Estabas obsesionado con entrar allí. Casi dejas fuera de combate a Morton cuando intentó impedírtelo. Nos quedaba un minuto para irnos y, maldita sea, eras demasiado fuerte para luchar contigo cuerpo a cuerpo.
Eddie notó un arranque final de rabia y agarró al capitán por el cuello. Se lo acercó. Vio sus dientes amarillos de tabaco.
—¡Mi… pierna! —soltó encolerizado—. ¡Mi vida!
—Te disparé a la pierna —dijo el capitán tranquilamente— para salvarte la vida.
Eddie le soltó y cayó exhausto hacia atrás. Le dolían los brazos. La cabeza le daba vueltas. Durante muchos años le había obsesionado aquel momento, aquel error, que cambió toda su vida.
—En aquella cabaña no había nadie. ¿En qué estaba pensando yo? Si no hubiera entrado allí… —Su voz se convirtió en un susurro.— ¿Por qué no morí entonces?
—No se abandona a nadie, ¿recuerdas? —dijo el capitán—. Lo que te pasó a ti… ya lo había visto antes. Un soldado llega a un punto determinado y luego ya no puede seguir. A veces pasa en plena noche. Un hombre sale de su tienda y empieza a andar, descalzo, medio desnudo, como si volviera a casa, como si viviera a la vuelta de la esquina.
»A veces ocurre en pleno combate. El hombre deja caer su arma y se queda con los ojos en blanco. Ha terminado. Ya no puede luchar más. Habitualmente le alcanza un disparo.
»En tu caso, pasó lo mismo, te viniste abajo delante de un incendio un minuto antes de que nos hubiéramos ido de ese sitio. Yo no podía dejar que te quemaras vivo. Imaginé que la pierna se curaría. Te sacamos de allí y los otros te llevaron a la unidad médica.
La respiración de Eddie le sonaba como un martillo dentro del pecho. Tenía la cabeza manchada de barro y hojas. Le llevó un momento hacerse cargo de lo último que había dicho el capitán.
—¿Los otros? —dijo Eddie—. ¿A qué se refiere con «los otros»?
El capitán se levantó. Se quitó una rama de la pierna.
—¿Me volviste a ver? —preguntó.
Eddie no lo había vuelto a ver. A él le habían llevado en avión al hospital militar y al final, debido a sus problemas de salud, lo licenciaron y lo devolvieron a Estados Unidos. Se había enterado, meses después, de que el capitán no había salido con vida, pero imaginó que fue en un combate posterior con otra unidad. Al final recibió una carta, con una medalla dentro, pero Eddie la dejó a un lado, sin abrir. Los meses posteriores a la guerra fueron oscuros y duros, y se olvidó de detalles que no tenía interés en recordar. Finalmente, cambió de dirección.
—Ya te lo he dicho antes —dijo el capitán—. ¿Tétanos? ¿Fiebre amarilla? ¿Todas aquellas inyecciones? Sólo una gran pérdida de tiempo.
Asintió con la cabeza mirando a algún lugar por encima del hombro de Eddie. Éste se volvió para mirar.
Lo que vio, de pronto, ya no eran las colinas áridas, sino la noche de su fuga, la luna nebulosa en el cielo, los aviones que llegaban, las cabañas en llamas. El capitán conducía el vehículo con Smitty, Morton y Eddie dentro. Éste iba tumbado en el asiento de atrás, con quemaduras, herido, semiconsciente. Morton le había hecho un torniquete por encima de la rodilla. El bombardeo cada vez se oía más cerca. El cielo negro se encendía cada pocos segundos, como si el sol estuviera parpadeando. El vehículo se desvió cuando llegaron a la cima de una colina y luego se detuvo. Había una puerta, una construcción provisional hecha de madera y alambre, pero como el terreno caía verticalmente a los dos lados, no la podían rodear. El capitán agarró un fusil y se apeó de un salto. Disparó al candado y abrió la puerta de un empujón. Hizo un gesto a Morton de que se pusiera al volante, luego se señaló los ojos, indicando que él inspeccionaría el camino, que zigzagueaba entre espesos árboles. Corrió como pudo con los pies descalzos unos cincuenta metros pasada la curva del camino.
El sendero estaba despejado. Hizo gestos con la mano a sus hombres. Un avión zumbaba por encima y él alzó la vista para ver a qué lado estaba. Fue en aquel momento, mientras miraba al cielo, cuando sonó aquel pequeño chasquido bajo su pie derecho.
La mina terrestre explotó inmediatamente, como una llama que saliera despedida del corazón de la tierra. Mandó al capitán unos seis metros por los aires y lo hizo pedazos. Un trozo en llamas de hueso y cartílago y cientos de pedazos de carne abrasada volaron por encima del barro y aterrizaron en los ficus.
—Dios santo —dijo Eddie cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás—, ¡Dios, Dios! No lo sabía, señor. Es terrible. ¡Es espantoso!
El capitán asintió con la cabeza y apartó la vista. Las colinas habían recuperado su aridez, los huesos de animal, la carreta rota y los restos quemados de la aldea. Eddie se dio cuenta de que aquél era el sitio donde estaba enterrado el capitán. No tuvo funeral. Ni ataúd. Simplemente su esqueleto despedazado quedó cubierto por el barro.
—¿Ha estado esperando aquí todo este tiempo? —susurró Eddie.
—El tiempo —dijo el capitán— no es lo que tú crees. —Se sentó al lado de Eddie.— Morir no es el final de todo. Creemos que lo es. Pero lo que pasa en la tierra sólo es el comienzo.
Eddie parecía perdido.
—Imagino que es como en la Biblia, el acuerdo de Adán y Eva —dijo el capitán—. La primera noche de Adán en la tierra, cuando se tumba a dormir, cree que ha terminado todo, ¿no? No sabe lo que es el sueño. Se le cierran los ojos y cree que deja este mundo, ¿no?
»Sólo que no pasa eso. Se despierta la mañana siguiente y tiene un mundo nuevo del que ocuparse, pero tiene además otra cosa. Tiene su ayer.
El capitán sonrió.
—Según lo veo yo, eso es lo que nos pasa aquí, soldado. El cielo es eso. Uno se entera de cuál es el sentido de su ayer.
Sacó la funda de los cigarrillos que era de plástico y le dio un golpecito con el dedo.
—¿Me sigues? Yo nunca he sido demasiado bueno explicándome.
Eddie observó atentamente al capitán. Siempre había creído que era mucho mayor que él. Pero ahora, sin el polvo de carbón en la cara, Eddie se fijó en las escasas arrugas de su piel y en su cabeza llena de pelo negro. Sólo debía de tener unos treinta años.
—Usted ha estado aquí desde que murió —dijo Eddie—, pero eso es el doble de lo que vivió.
El capitán asintió con la cabeza.
—Te he estado esperando.
Eddie bajó la vista.
—Es lo que dijo el Hombre Azul.
—Bien, también él te estuvo esperando. Era parte de tu vida, parte del porqué has vivido y de cómo lo has hecho, parte de la historia que necesitabas saber, pero él te la contó y ahora está más allá, y dentro de un momento yo también me iré. De modo que escucha, porque esto es lo que necesitas saber de mí.
Eddie notó que se le enderezaba la espalda.
—Sacrificio —dijo el capitán—. Tú hiciste uno. Yo hice otro. Todos los hacemos. Pero tú estabas enfadado por haberlo hecho. No dejabas de pensar en lo que habías perdido.
»No lo entendías. El sacrificio es parte de la vida. Es algo que debe asumirse. No es algo que se deba lamentar. Es algo a lo que debemos aspirar. Pequeños sacrificios. Grandes sacrificios. Una madre trabaja para que su hijo pueda ir al colegio. Una hija vuelve a casa para cuidar a su padre enfermo.
»Un hombre va a la guerra…
Se interrumpió durante un momento y miró al nebuloso cielo gris.
—Rabozzo no murió por nada, ¿sabes? Se sacrificó por su país, y su familia lo supo, y su hermano pequeño llegó a ser un buen soldado y un gran hombre gracias a su ejemplo.
»Yo tampoco morí por nada. Aquella noche, todos podríamos haber pasado por encima de aquella mina. Entonces habríamos desaparecido los cuatro.
Eddie movió la cabeza con incredulidad.
—Pero usted… —Bajó la voz.— Usted perdió la vida.
El capitán chasqueó la lengua.
—Ésa es la cuestión. A veces cuando uno sacrifica algo precioso, en realidad no lo está perdiendo. Simplemente se lo está dando a otro.
El capitán anduvo hasta el casco, las placas de identificación y el fusil todavía clavado en el suelo; la tumba simbólica. Se puso el casco y las placas debajo de un brazo, luego sacó el fusil del barro y lo lanzó como una jabalina. Nunca cayó a tierra. Se elevó en el cielo y desapareció. El capitán se dio la vuelta.
—Te disparé, de acuerdo —dijo—, y tú perdiste algo, pero también ganaste algo. Todavía no te has dado cuenta. Yo también gané algo.
—¿Qué?
—Tenía que mantener mi promesa. No te abandoné.
Alzó la palma de la mano.
—¿Me perdonas lo de la pierna?
Eddie pensó durante un momento. Pensó en la amargura de después de su herida, en su cólera por todo lo que había perdido. Luego pensó en lo que había perdido el capitán y se sintió avergonzado. Le ofreció la mano. El capitán la estrechó enérgicamente.
—Esto es lo que había estado esperando.
De pronto, las espesas lianas cayeron de las ramas del ficus y, con un siseo, se fundieron con el suelo. Brotaron ramas nuevas, sanas, que se extendieron instantáneamente y cubrieron la tierra de hojas suaves y brillantes y de brotes de frutos. El capitán se limitó a levantar la vista, como si hubiera estado esperando ese momento. Luego, utilizando las palmas de la mano, se limpió el polvo de carbón que le quedaba en la cara.
—¿Capitán? —dijo Eddie.
—¿Sí?
—¿Por qué aquí? Usted pudo elegir cualquier sitio donde esperar, ¿verdad? Es lo que dijo el Hombre Azul. Entonces, ¿por qué este sitio?
El capitán sonrió.
—Porque yo morí en combate. Me mataron en estas colinas. Me fui del mundo sin conocer nada que no fuera de la guerra: conversaciones sobre la guerra, planes de guerra, una familia de guerreros.
»Deseaba ver cómo era el mundo sin guerra. Cómo era antes de que empezáramos a matarnos unos a otros.
Eddie paseó la vista alrededor.
—Pero esto es la guerra.
—Para ti. Pero nuestros ojos son distintos —dijo el capitán—. Lo que ves tú no es lo que yo veo.
Levantó una mano y el desolado paisaje se transformó. Los escombros se fundieron, los árboles crecieron y se extendieron, el suelo de barro quedó cubierto de hierba verde, exuberante. Las nubes oscuras se abrieron, como telones que se descorren, y dejaron ver un cielo color zafiro. Una ligera neblina blanca caía sobre las copas de los árboles, y el sol, de color de melocotón, colgaba brillante por encima del horizonte, reflejado en los océanos centelleantes que ahora rodeaban la isla. Ésta era belleza pura, sin contaminar, intacta.
Eddie miró a su antiguo capitán, cuya cara estaba limpia y cuyo uniforme de pronto estaba planchado.
—Eso —dijo el capitán alzando los brazos— es lo que veo yo.
Se quedó inmóvil un momento, apreciándolo.
—A propósito, ya no fumo. Eso también estaba sólo en tus ojos. —Soltó una risita ahogada.— ¿Por qué iba a fumar en el cielo?
Empezó a alejarse.
—Espere —gritó Eddie—. Tengo que saber algo. Mi muerte. En el parque de atracciones. ¿Se salvó la niña? Noté sus manos, pero no consigo recordar…
El capitán se volvió y Eddie se tragó sus palabras, avergonzado por haberse atrevido a preguntar, dada la muerte horrible que tuvo el capitán.
—Sólo lo quiero saber, únicamente eso —murmuró.
El capitán se rascó detrás de la oreja y miró a Eddie con simpatía.
—No te lo puedo decir, soldado.
Eddie dejó caer la cabeza.
—Pero hay alguien que sí puede.
Le lanzó el casco y las placas de identificación.
—Son tuyos.
Eddie bajó la vista. Dentro del casco estaba la foto arrugada de una mujer que hizo que el corazón le volviera a doler. Cuando alzó la vista, el capitán se había ido.
La mañana después del accidente, Domínguez llegó al taller pronto, saltándose su costumbre de desayunar un bollo y un refresco. El parque estaba cerrado, pero acudió de todos modos y abrió el agua del fregadero. Puso las manos debajo del chorro con el propósito de limpiar algunas de las piezas de la atracción. Luego cerró el grifo y renunció a la idea. Aquello parecía el doble de silencioso que un momento antes.
—¿Qué pasa?
Willie estaba en la puerta del taller. Llevaba puesta una camiseta verde y vaqueros anchos. Tenía un periódico en la mano. En el titular se leía:
Tragedia en el parque de atracciones.
—Me costó dormir —dijo Domínguez.
—Sí. —Willie se dejó caer en un taburete metálico.—También a mí.
Hizo girar el taburete mientras miraba inexpresivamente el periódico.
—¿Cuándo crees tú que abrirán otra vez?
Domínguez se encogió de hombros.
—Pregunta a la policía.
Estuvieron sentados en silencio un momento, cambiando de postura por turnos. Domínguez soltó un suspiro. Willie buscó algo en el bolsillo y sacó una barra de chicle. Era lunes. Era por la mañana. Esperaban que entrara el viejo y se iniciara el trabajo del día.
Un viento repentino levantó a Eddie, que giró como un reloj de bolsillo en el extremo de una cadena. Una explosión de humo lo rodeó y cubrió su cuerpo con un torrente de colores. El cielo pareció descender, hasta que pudo notar que le tocaba la piel como una sábana que lo envolviera. Luego se alejó bruscamente y explotó adquiriendo un color jade. Aparecieron estrellas, millones de estrellas, como sal que se rociara sobre el firmamento verdoso.