Las cinco personas que encontrarás en el cielo (11 page)

BOOK: Las cinco personas que encontrarás en el cielo
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—No entiendo. Nosotros, ¿no nos vimos nunca? ¿Nunca fue usted por el parque?

—No —dijo ella—. Nunca quise volver a verlo. Mis hijos sí fueron, y sus hijos y los hijos de sus hijos. Pero yo no. Mi idea del cielo estaba muy lejos del océano, estaba en aquel restaurante con tanto público, cuando mi vida era sencilla, cuando Emile era mi novio.

Eddie se frotó las sienes. Cuando respiraba, soltaba vapor.

—Entonces ¿por qué estoy yo aquí? —dijo—. Me refiero a su historia, el incendio… Todo eso pasó antes de que yo naciera.

—Las cosas que pasan antes de que uno nazca también tienen importancia en nuestras vidas —dijo ella—, al igual que las personas que viven antes que nosotros.

»Todos los días pasamos por sitios que nunca habrían existido si no fuera por los que vivieron antes que nosotros. Los sitios donde trabajamos, en los que pasamos tanto tiempo… muchas veces pensamos que empezaron cuando llegamos nosotros. Y eso no es cierto.

Unió y separó las yemas de los dedos.

—De no haber nacido Emile, yo no habría tenido marido. Si no hubiera sido por nuestro matrimonio, nunca habría existido el parque. Si no hubiera existido el parque, tú no habrías terminado trabajando allí.

Eddie se rascó la cabeza.

—Entonces, ¿usted está aquí para hablarme del trabajo?

—No, querido —respondió Ruby con voz más débil—. Estoy aquí para decirte por qué murió tu padre.

La llamada de teléfono era de la madre de Eddie. Su padre había sufrido un colapso aquella tarde en el extremo este de la pasarela, cerca del Cohete Infantil. Tenía mucha fiebre.

—Eddie, estoy asustada —dijo su madre con voz temblorosa. Le contó que una noche, a principios de semana, cuando su padre había, vuelto a casa al amanecer, estaba empapado. Tenía la ropa llena de arena y había perdido un zapato. Según ella, olía a mar. Eddie pensó que también debía de oler a alcohol.

—Tosía —explicó su madre—. Empeoró. Deberíamos haber llamado al médico inmediatamente… —Hablaba de forma atropellada. Su padre había ido a trabajar aquel día, dijo, aunque estaba enfermo, con su cinturón de herramientas y su martillo mecánico, como siempre, pero aquella noche se negó a cenar y en la cama tosía y respiraba con dificultad y empapó de sudor la camiseta. Al día siguiente estaba peor. Y ahora, aquella tarde, había sufrido un colapso.

—El médico dijo que era neumonía. Yo debería de haber hecho algo. Debería de haber hecho algo.

—¿Y qué podrías haber hecho tú? —preguntó Eddie. Le molestaba que su madre se culpara de todo cuando las únicas culpables eran las borracheras de su padre.

La oyó llorar por el teléfono.

El padre de Eddie solía decir que había pasado tantos años a orillas del océano que respiraba agua de mar. Ahora, lejos del océano, confinado en la cama de un hospital, el cuerpo empezó a consumírsele como le ocurre a un pez fuera del agua. Se produjeron complicaciones. El pecho se le congestionó. Su estado pasó de bueno a estable y de estable a grave. Los amigos pasaron de decir: «Estará en casa en un día» a «Estará en casa en una semana». En ausencia de su padre, Eddie ayudó en el parque, iba a trabajar por las tardes después de dejar el taxi. Engrasaba los raíles y comprobaba los frenos y las palancas, incluso reparó en el taller algunas piezas estropeadas de las atracciones.

Lo que en realidad hacía era conservarle el puesto de trabajo a su padre. Los propietarios agradecieron sus esfuerzos y luego le pagaron la mitad de lo que ganaba su padre. Él le dio el dinero a su madre, que iba todos los días al hospital y se quedaba a dormir allí la mayoría de las noches. Eddie y Marguerite le limpiaban el apartamento y le hacían la compra.

Cuando Eddie era adolescente, si alguna vez se quejaba o parecía aburrido con el parque, su padre le decía: «¿Qué pasa? ¿Esto no es bastante para ti?». Y antes de que Eddie fuera a la guerra, cuando hablaba de casarse con Marguerite y hacerse ingeniero, su padre dijo: «¿Qué pasa? ¿Esto no es bastante para ti?».

Y ahora, a pesar de todo eso, allí estaba, en el parque, haciendo el trabajo de su padre.

Finalmente, una noche, empujado por su madre, Eddie fue al hospital. Entró lentamente en la habitación. Su padre, que durante años se había negado a hablar con él, ahora no tenía ni fuerzas para intentarlo. Miró a su hijo con los ojos entrecerrados. Eddie, después de esforzarse por encontrar una frase que decir, hizo lo único que se le ocurrió hacer: levantó las manos y le enseñó a su padre las puntas de los dedos manchadas de grasa.

—No te preocupes, chico —le decían los demás trabajadores de mantenimiento—. Tu viejo saldrá adelante. Es el hijo de su madre más duro que hemos conocido nunca.

Los padres raramente dejan que sus hijos se vayan, de modo que los hijos les dejan. Se trasladan. Se alejan. Lo que antes les solía definir —la aprobación de su madre, el asentimiento de su padre— queda sustituido ahora por sus propios logros. Hasta mucho más tarde, cuando la piel se arruga y el corazón se debilita, los hijos no entienden; sus historias y todos sus logros se asientan sobre las historias de sus padres y madres, piedra sobre piedra, por debajo de las aguas de su vida.

Cuando le dieron la noticia de que su padre había muerto —«se fue», le dijo una enfermera, como si hubiera salido a comprar leche—, Eddie se sintió presa de una ira inútil, de ese tipo de ira que no lleva a ninguna parte. Como la mayoría de los hijos de obreros, Eddie había imaginado una muerte heroica para su padre que contrarrestara la vulgaridad de su vida. No había nada de heroico en que un borracho se quedara dormido en la playa.

Al día siguiente fue al apartamento de sus padres, entró en su dormitorio y abrió todos los cajones, como si dentro fuera a encontrar un trozo de su padre. Pasó por alto unas monedas, un alfiler de corbata, un botellín de brandy, cintas de goma, recibos de la luz, plumas y un encendedor con una sirena a un lado. Finalmente encontró un mazo de cartas. Se lo guardó en el bolsillo.

El entierro fue sencillo y breve. En las semanas que siguieron, la madre de Eddie estaba como ida. Le hablaba a su marido como si todavía estuviera allí. Le gritaba que bajara la radio. Preparaba comida para dos. Ahuecaba las almohadas de los dos lados de la cama, aunque sólo se había dormido en uno de ellos.

Una noche Eddie vio platos amontonados en el mueble de la cocina.

—Deja que te ayude —dijo.

—No, no —respondió su madre—, tu padre los lavará después.

Eddie le puso un dedo en el hombro.

—Mamá —dijo—, papá se ha ido.

—¿Adónde se ha ido?

Al día siguiente, Eddie fue a ver a su jefe y le dijo que se despedía. Quince días después, él y Marguerite se trasladaron al edificio donde se había criado Eddie, en la avenida Beachwood, apartamento 6B, donde el pasillo era muy estrecho y desde cuya ventana de la cocina se veía el carrusel. Allí Eddie aceptó un empleo que le permitía no perder de vista a su madre, un puesto que había desempeñado verano tras verano: el de operario de mantenimiento del Ruby Pier. Eddie nunca se lo dijo a nadie —incluidas su mujer y su madre—, pero maldecía a su padre por morirse y dejarle atrapado en la vida de la que había estado tratando de escapar. Una vida que, como oía decir riéndose al viejo en su tumba, aparentemente no era lo bastante para él.

El cumpleaños de Eddie es hoy — Novena parte

Tiene treinta y siete años. El desayuno se le está enfriando.

—¿Ves el salero? —le pregunta Eddie a Noel.

Noel se levanta de la mesa masticando un trozo de salchicha, se inclina sobre la mesa de al lado y coge el salero.

—Ten —murmura—. Feliz cumpleaños.

Eddie sacude el salero con fuerza.

—Parece que resulta difícil que haya sal en las mesas.

—¿Es que tú eres el encargado? —dice Noel.

Eddie se encoge de hombros. La mañana es ya cálida y la humedad sofocante. Su rutina es ésta: desayuno, una vez por semana, sábados por la mañana, antes de que el parque enloquezca. Noel tiene una tintorería y Eddie le ayudó a conseguir la contrata para la limpieza de los uniformes de mantenimiento del Ruby Pier.

—¿Qué opinas de este tipo tan guapo? —dice Noel. Tiene un ejemplar de la revista Life abierto y le muestra la foto de un joven candidato político—. ¿Cómo puede presentarse a presidente este tipo? ¡Es un niño!

Eddie se encoge de hombros.

—Es más o menos de nuestra edad.

—¿Bromeas? —dice Noel. Levanta una ceja—. Yo creía que para ser presidente había que ser mayor.

—Nosotros somos mayores —murmura Eddie.

Noel cierra la revista. Baja la voz.

—Oye, ¿te enteraste de lo que pasó en Brighton?

Eddie asiente con la cabeza. Da un sorbo a su café. Se ha enterado. Un parque de atracciones. Una góndola. Se rompió algo. Una madre y su hijo cayeron desde veinte metros. Se mataron.

—¿Conoces a alguien de allí? —pregunta Noel.

Eddie se pone la lengua entre los dientes. De vez en cuando se entera de ese tipo de historias, un accidente en algún parque, y se estremece como si tuviera una avispa volando cerca de la oreja. No pasa un día que no le preocupe lo que pasa aquí, en el Ruby Park, durante sus horas de trabajo.

—No —dice—, no sé nada de Brighton.

Clava la vista en la ventana, por la que ve un grupo nutrido de bañistas que salen de la estación de tren. Llevan toallas, sombrillas y cestas de mimbre con sándwiches envueltos en papel. Algunos incluso llevan lo más nuevo: sillas plegables hechas con aluminio ligero.

Pasa un anciano con un sombrero de jipijapa, fumando un puro.

—Fíjate en ese tipo —dice Eddie—. Estoy seguro de que tirará el puro en la pasarela.

—¿Sí? —dice Noel—. ¿Y qué?

—Si cae por entre las aberturas, puede provocar un incendio. Se huele incluso. Los productos químicos que ponen en la madera prenden enseguida. Ayer atrapé a un chico, no debía de tener más de cuatro años, iba a meterse una colilla de puro en la boca.

Noel pone cara de circunstancias.

—¿Y?

Eddie echa balones fuera.

—Y nada. La gente debería tener más cuidado, eso es todo.

Noel se introduce el tenedor lleno de salchicha en la boca.

—Eres más alegre que unas castañuelas. ¿Siempre te diviertes tanto el día de tu cumpleaños?

Eddie no contesta. La antigua oscuridad ha ocupado un asiento a su lado. Ya está acostumbrado a ella y le hace sitio como quien hace sitio a un compañero en un autobús abarrotado.

Piensa en lo que tiene que hacer hoy: un espejo roto en la Casa de la Risa, poner parachoques nuevos en los autos de choque, cola de pegar, se recuerda, debe pedir más cola. Piensa en aquellos pobres de Brighton. Se pregunta a quién tendrán allí en mantenimiento.

—¿A qué hora terminas hoy? —pregunta Noel.

Eddie lanza un suspiro.

—Va a haber mucho trabajo. Verano. Sábado. Ya sabes.

Noel levanta una ceja.

—Podemos ir a las carreras hacia las seis.

Eddie piensa en Marguerite. Siempre piensa en ella cuando Noel menciona las carreras de caballos.

—Venga. Es tu cumpleaños —dice su amigo.

Eddie clava el tenedor en los huevos, ahora ya demasiado fríos para molestarse por ello.

—Muy bien —dice.

La tercera lección

—¿Era tan desagradable el parque? —preguntó la anciana.

—No lo elegí yo —dijo Eddie soltando un suspiro—. Mi madre necesitaba ayuda. Una cosa lleva a la otra. Pasaron los años. Nunca lo dejé. Nunca viví en otro sitio. Nunca gané dinero de verdad. Ya sabe cómo es eso… Uno se acostumbra a algo, la gente confía en ti, un día te despiertas y no puedes distinguir el martes del jueves. Sólo haces el mismo trabajo aburrido, eres «el de las atracciones», exactamente igual que…

—¿Tu padre?

Eddie no dijo nada.

—Fue duro contigo —dijo la anciana.

Eddie bajó la vista.

—Sí. ¿Y qué?

—Quizá tú también fuiste duro con él.

—Lo dudo. ¿Sabe la última vez que habló conmigo?

—La última vez que te trató de pegar.

Eddie se giró a mirarla.

—¿Y sabe lo último que me dijo? ¡Consigue trabajo! Vaya padre, ¿eh?

La anciana frunció los labios.

—Empezaste a trabajar después de eso. Te recuperaste. Eddie se notó presa de la furia.

—Oiga —soltó—. Usted no sabe cómo era.

—Es cierto. —La anciana se levantó.— Pero sé algo que tú no sabes. Y es hora de que te lo enseñe.

Ruby trazó un círculo en la nieve con la punta de su sombrilla. Cuando Eddie miró el interior del círculo, tuvo la sensación de que los ojos se le salían de las órbitas y se movían por su propia cuenta, hundiéndose en un agujero y llevándole a otro momento. Las imágenes cada vez eran más vividas. Aquello fue hacía años, en el antiguo apartamento. Veía lo de delante y lo de detrás, lo de arriba y lo de abajo.

Esto fue lo que vio:

Vio a su madre, que parecía preocupada, sentada a la mesa de la cocina. Vio a Mickey Shea sentado frente a ella. Tenía un aspecto espantoso. Estaba empapado y no dejaba de pasarse las manos por la frente y la nariz. Empezó a sollozar. La madre de Eddie le trajo un vaso de agua. Luego le hizo un gesto de que esperase, se dirigió al dormitorio y cerró la puerta. Se quitó los zapatos y el vestido de andar por casa. Sacó una blusa y una falda.

Eddie veía todas las habitaciones, pero no podía oír lo que estaban diciendo los dos; sólo percibía un ruido poco nítido. Vio a Mickey en la cocina; ignoró el vaso de agua, sacó un frasco de la chaqueta y dio un trago. Luego, lentamente, se levantó y fue titubeante hasta el dormitorio. Abrió la puerta.

Eddie vio a su madre, a medio vestir, que se volvía sorprendida. Mickey se tambaleaba. Ella se arrebujó en la bata. Mickey se acercó más. La mano de ella salió disparada instintivamente para impedir que siguiera avanzando. Él quedó paralizado, pero sólo un instante, luego agarró a la madre de Eddie por la mano y la empujó contra la pared. A continuación se apretó contra ella mientras la agarraba por la cintura. Ella se retorció y luego gritó y empujó a Mickey por el pecho a la vez que trataba de sujetarse la bata. Él era más grande y más fuerte, y enterró su cara sin afeitar debajo de la mejilla de ella, llenándole el cuello de lágrimas.

Entonces se abrió la puerta principal y entró el padre de Eddie, mojado por la lluvia, con un martillo colgándole del cinturón. Fue corriendo hacia el dormitorio y vio a Mickey sujetando a su mujer. El padre de Eddie soltó un alarido. Levantó el martillo. Mickey se llevó las manos a la cabeza y salió disparado hacia la puerta, echando a un lado al padre de Eddie. La madre lloraba, el pecho le subía y le bajaba, tenía la cara llena de lágrimas. Su marido la agarró por los hombros y le dio unos violentos meneos. La bata de ella cayó. Los dos gritaron. Entonces el padre de Eddie se fue del apartamento, destrozando una lámpara con el martillo según salía. Bajó haciendo ruido por la escalera y salió corriendo a la noche lluviosa.

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