Read Las cinco personas que encontrarás en el cielo Online
Authors: Mitch Albom
Los prisioneros, flacos, descalzos y cubiertos de sangre, corrían ahora ladera abajo por la escarpada colina. Eddie había esperado disparos, más guardias que disparasen, pero no los hubo. Las demás cabañas estaban vacías. En realidad, el campamento entero estaba vacío. Eddie se preguntó cuánto tiempo habrían estado sólo los cuatro Locos y ellos.
—Los demás probablemente se largaron cuando oyeron los bombardeos —susurró el capitán—. Somos el último grupo que queda.
Los barriles de aceite estaban colocados en la primera pendiente de la colina. A menos de cien metros se encontraba la entrada a la mina de carbón. Había una cabaña con suministros cerca y Morton se aseguró de que estaba vacía, luego entró corriendo; salió con un puñado de granadas, fusiles y dos lanzallamas de aspecto primitivo.
—Vamos a pegarle fuego a esto —dijo.
En la tarta pone: «¡Buena suerte, soldadito valiente!», y en un lado, debajo del borde de vainilla escarchada, habían añadido las palabras—. «Vuelve pronto, hijo», en letras que más bien eran unos garabatos azules que se leían mal.
La madre de Eddie ya ha lavado y planchado la ropa que él llevará al día siguiente. La cuelga en una percha del tirador del armario de su dormitorio y pone un par de zapatos de vestir debajo.
Eddie está en la cocina, jugando con sus pequeños primos rumanos. Tiene las manos a la espalda mientras ellos tratan de pegarle en el estómago. Uno señala la ventana de la cocina por la que se veía el Carrusel Parisiense, que está encendido para los clientes de última hora.
—¡Caballitos! —exclama el niño.
La puerta de entrada se abre y Eddie oye una voz que le acelera el corazón, incluso ahora. Se pregunta si se trata de una debilidad que no debería llevar a la guerra.
—Hola, Eddie —dice Marguerite.
Y allí la tiene, en el umbral de la cocina, guapísima. Eddie nota aquel cosquilleo tan conocido en el pecho. Ella se quita un poco de agua de lluvia del pelo y sonríe. Tiene una cajita en las manos.
—Te traje una cosa. Por tu cumpleaños y, bueno, como despedida también.
Vuelve a sonreír. Eddie tiene tantas ganas de abrazarla que cree que va a estallar. No le importa lo que haya en la caja. Sólo quiere recordarla ofreciéndosela. Como siempre le pasa cuando está con Marguerite, quiere que el tiempo se congele.
—Es estupenda —dice él.
Ella se ríe.
—Todavía no la has abierto.
—Oye. —Él se acerca más—. ¿Quieres…?
—¡Eddie! —gritan desde la otra habitación—. ¡Ven a apagar las velas!
—Sí, sí, que tenemos hambre.
—Anda, sal y cállate.
—Bueno, pero luego hablamos.
Hay tarta y cerveza, leche, puros y un brindis por que las cosas le vayan bien a Eddie, y hay un momento en que su madre se pone a llorar y abraza a su otro hijo, Joe, que no ha podido alistarse porque tiene los pies planos.
Aquella tarde, después, Eddie pasea con Marguerite por el parque. Se sabe los nombres de todos los que despachan entradas y comida, y todos le desean suerte. A algunas de las mujeres mayores los ojos se les llenan de lágrimas, y Eddie imagina que tienen hijos que ya se han ido.
Él y Marguerite compran caramelo quemado y garrapiñadas, y toman refrescos. Sacan las almendras de la bolsita blanca y sus dedos se entrecruzan. En el aparato de medir la fuerza, Eddie agarra una mano de escayola y la flecha pasa «Muy flojo» y «Nada de daño» y «Se nota algo», y llega hasta «Fuerte de verdad».
—Eres muy fuerte —dice Marguerite.
—Fuerte de verdad —dice Eddie sacando músculo.
Al terminar la noche están sentados en la pasarela de madera como han visto que se hace en las películas, cogidos de la mano, apoyados en la barandilla. Abajo, en la arena, un viejo trapero ha hecho una pequeña hoguera con palos y tablas rotas y está instalándose a su lado para pasar la noche.
—No tenías que pedirme que te esperara —dice Marguerite de pronto.
Eddie traga saliva.
—¿No?
Ella niega con la cabeza. Eddie sonríe. No tenía que hacer la pregunta que llevaba toda la noche atascada en su garganta, y siente como si del corazón le acabara de salir despedida una cuerda que se enrosca en los hombros de ella y la acerca a él. En aquel momento la quiere más de lo que había imaginado que se podía querer a alguien.
Una gota de lluvia cae en la frente de Eddie. Luego otra. Alza la vista hacia las nubes.
—Oye, Fuerte de Verdad —dice Marguerite. Sonríe, pero entonces en su cara se ve reflejada su tristeza. Al pestañear caen gotas de agua de sus ojos, pero Eddie no podría decir si es lluvia o son lágrimas.
—Y que no te maten, ¿de acuerdo? —dice.
Un soldado que se encuentra en libertad por lo general está furioso. Los días y noches que ha perdido, los padecimientos y humillaciones que ha sufrido; todo eso exige una fiera venganza, un ajuste de cuentas.
De modo que cuando Morton, con los brazos llenos de armas robadas, les dijo a los otros: «Vamos a pegarle fuego a esto», hubo un acuerdo inmediato, aunque quizá no lógico.
Inflamados por su nueva sensación de control, los hombres se dispersaron con las armas de fuego del enemigo: Smitty hacia la entrada al pozo de la mina, Morton y Eddie hacia los barriles de aceite. El capitán fue en busca de un vehículo de transporte.
—Cinco minutos, ¡y luego aquí de vuelta! —ordenó—. Los bombardeos van a empezar pronto y para entonces tenemos que habernos ido de aquí. ¿Entendido? ¡Cinco minutos!
Que fue todo lo que les llevó destruir lo que había sido su hogar durante cerca de medio año. Smitty tiró las granadas dentro de la mina y se alejó corriendo. Eddie y Morton hicieron rodar dos barriles hasta el interior del complejo de cabañas, los perforaron, luego, uno a uno, encendieron las boquillas de los lanzallamas recién conseguidos y contemplaron cómo ardían las cabañas.
—¡Que ardan! —gritó Morton.
—¡Que ardan! —gritó Eddie.
El pozo de la mina explotó desde abajo. Salió humo negro por la entrada. Smitty, hecho su trabajo, corrió hacia el punto de reunión. Morton metió a patadas su barril de aceite en una cabaña y soltó un chorro de llamas.
Eddie miró, hizo un gesto de burla y luego recorrió el sendero hasta la última cabaña. Era más grande, parecía un granero, y levantó su arma. «Esto se acabó —se dijo—. Se acabó». Todas aquellas semanas y meses en manos de aquellos bastardos, aquellos guardias inhumanos con su horrible dentadura y sus caras huesudas, y los avispones muertos en la sopa. No sabía lo que les pasaría después, pero no podía ser peor de lo que habían soportado.
Eddie apretó el gatillo. Fuuuaaa. El fuego aumentó rápidamente. El bambú estaba seco, y al cabo de un minuto las paredes del granero desaparecían entre llamaradas amarillas y naranjas. A lo lejos, Eddie oyó el ruido de un motor —el capitán, esperaba, había encontrado un vehículo en el que escapar—, y luego, de pronto, desde el cielo, el primer sonido de los bombardeos, el ruido que habían oído todas las noches. Ahora estaba incluso más cerca, y Eddie se dio cuenta de que fuera lo que fuera vería las llamas. Los podrían rescatar. ¡Podría regresar a casa! Se volvió hacia el granero en llamas y…
«¿Qué era aquello?».
Parpadeó.
«¿Qué era aquello?».
Algo había salido disparado por la abertura de la puerta. Eddie trató de distinguirlo. El calor era intenso y se protegió los ojos con la mano libre. No podía estar seguro, pero le parecía que había visto una figura pequeña que corría por dentro del fuego.
—¡Eh! —gritó Eddie dando un paso hacia delante y bajando el arma—. ¡Eh! —El techo del granero empezó a hundirse y salieron despedidas chispas y llamas. Eddie se echó atrás de un salto. Tenía los ojos húmedos. Puede que fuera una sombra.
—¡Eddie! ¡Ven ya!
Morton estaba en lo alto del sendero haciendo gestos a Eddie para que fuera. A Eddie le picaban los ojos. Respiraba con dificultad.
—¡Creo que hay alguien ahí dentro! —gritó señalando el granero.
Morton se llevó la mano a la oreja.
—¿Qué?
—¡Hay alguien… ahí… dentro!
Morton movió la cabeza. No podía oír. Eddie se dio la vuelta y estuvo casi seguro de que volvía a ver, allí, a cuatro patas dentro del granero en llamas, una figura del tamaño de un niño. Hacía más de dos años que Eddie sólo había visto hombres adultos, y aquella sombra le hizo pensar súbitamente en sus primos del parque de atracciones y en el Minitrén que él controlaba a veces y en las montañas rusas y en los niños de la playa y en Marguerite y su foto, y en todo lo que había mantenido encerrado en su mente durante muchos meses.
—¡Eh! ¡Sal de ahí! —gritó dejando el lanzallamas y acercándose un poco—. No voy a disp…
Una mano le agarró el hombro y tiró de él hacia atrás. Eddie se volvió con el puño cerrado. Era Morton.
—¡Eddie! ¡Nos tenemos que ir ya! —gritó.
Eddie negó con la cabeza.
—No, no, espera, espera. Creo que hay alguien en el…
—¡Ahí no hay nadie! ¡Vamos!
Eddie estaba desesperado. Se volvió otra vez hacia el granero. Morton le agarró de nuevo. Esta vez Eddie se volvió rápidamente y le golpeó en el pecho. Morton cayó de rodillas. A Eddie le latía la cabeza. Tenía la cara retorcida de rabia. Se volvió nuevamente hacia las llamas, con los ojos casi cerrados. «Allí. ¿Era eso? ¿Rodaba por el suelo detrás de una pared? ¿Allí?».
Dio un paso adelante, convencido de que alguien inocente estaba ardiendo delante de sus narices. Entonces el resto del techo se hundió con estruendo, despidiendo chispas como un polvo eléctrico que llovió sobre su cabeza.
En aquel instante, toda la guerra brotó de él como si fuera bilis. Estaba harto de la cautividad y harto de los asesinos, harto de la sangre y la masa pegajosa que se le secaba en las sienes, harto de los bombardeos y los incendios y de la inutilidad de todo aquello. En aquel momento sólo quería salvar algo, un fragmento de Rabozzo, un fragmento de sí mismo, algo, y se aventuró tambaleante dentro de las ruinas en llamas, convencido de que había un alma dentro de cada sombra negra. Los aviones rugían por encima de ellos y los disparos de sus ametralladoras se oían como redobles de tambor.
Eddie se movía como si estuviera en trance. Pasó junto a un charco de aceite en llamas, y la ropa se le incendio por detrás. Una llama amarilla le subió por la pantorrilla y el muslo. Levantó los brazos y gritó:
—¡Vengo en tu ayuda! ¡Sal de ahí! ¡No quiero disp…!
Un dolor desgarrador atravesó la pierna de Eddie. Soltó una prolongada y sonora maldición y luego cayó al suelo. De la rodilla le salía mucha sangre. Los motores de los aviones rugían. Los cielos estaban encendidos con llamas azuladas.
Quedó allí caído, sangrando y quemándose, con los ojos cerrados ante el intenso calor, y por primera vez en su vida sintió que estaba preparado para morir. Entonces alguien tiró con fuerza de él hacia atrás haciéndole rodar por el suelo para apagar las llamas, y como él estaba demasiado aturdido y débil para resistirse, rodó como un saco de patatas. Pronto estaba dentro de un vehículo con sus compañeros, que le decían: «Resiste, resiste». Le quemaba la espalda y tenía la rodilla entumecida. Se sentía mareado y cansado, muy cansado.
El capitán asentía lentamente con la cabeza mientras recordaba aquellos últimos momentos.
—¿Recuerdas cómo saliste de allí? —preguntó.
—La verdad es que no —dijo Eddie.
—Tardamos dos días. Unas veces estabas consciente, otras no. Perdiste mucha sangre.
—Pero lo conseguimos —dijo Eddie.
—Claaaro. —El capitán arrastró la palabra y la remató con un suspiro.— Aquella bala te alcanzó de lleno.
En realidad, nunca habían podido extraerle la bala del todo. Había desgarrado varios nervios y tendones, y se había hecho pedazos contra un hueso, al que fracturó verticalmente. Eddie pasó por dos operaciones. Ninguna resolvió el problema. Los médicos dijeron que le quedaría una cojera que probablemente empeoraría con la edad, cuando se deteriorasen los huesos dañados.
—Es todo lo que podemos hacer —le dijeron.
¿Lo era? ¿Quién lo podría decir? Lo único que Eddie sabía era que había despertado en una unidad médica y que su vida ya nunca fue igual. Ya no volvió a correr. Ya no volvió a bailar. Peor aún, por algún motivo, empezó a sentir de modo distinto las cosas. Se metió en sí mismo. Las cosas parecían estúpidas o sin interés. La guerra se había instalado en el interior de Eddie, en su pierna y en su alma. Aprendió muchas cosas siendo soldado. Volvió a casa convertido en un hombre diferente.
—¿Sabías que yo procedo de tres generaciones de militares? —dijo el capitán.
Eddie se encogió de hombros.
—Pues así es. Ya sabía disparar una pistola a los seis años. Por las mañanas, mi padre pasaba revista a mi cama y me dejaba veinticinco centavos entre las sábanas. En la cena siempre era: «Sí, señor» y «No, señor».
»Antes de alistarme, lo único que hice fue recibir órdenes. Lo siguiente de lo que me di cuenta era de que las estaba dando yo.
»En tiempo de paz la cosa era de un modo. Enderezar a reclutas que se creían listos. Pero luego empezó la guerra y los nuevos acudieron en masa —jóvenes como tú— y todos me saludaban y querían que les dijese qué hacer. Podía ver el miedo en sus ojos. Se comportaban como si supieran algo de la guerra que era secreto. Creían que yo les mantendría con vida. Tú también, ¿verdad?
Eddie tuvo que admitir que sí.
El capitán se echó hacia atrás y se rascó la nuca.
—Yo no podía manteneros con vida, claro. También recibía órdenes. Pero si no conseguía manteneros con vida, pensé que por lo menos podría manteneros unidos. En mitad de una gran guerra, uno busca una idea, por pequeña que sea, en la que creer. Cuando encuentras una, te aferras a ella como un soldado se aferra a un crucifijo cuando está rezando en una trinchera.
»Para mí, esa idea era lo que os decía todos los días. Que no abandonaría a nadie.
Eddie asintió con la cabeza.
—Eso era muy importante —dijo.
El capitán le miró fijamente.
—Eso espero —dijo.
Se buscó en el bolsillo de la camisa, sacó otro pitillo y lo encendió.
—¿Por qué ha dicho eso? —preguntó Eddie.
El capitán soltó humo y señaló con la punta del cigarrillo hacia la pierna de Eddie.
—Porque yo fui el que te disparó —dijo.