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Authors: Alfred Bester

Las Estrellas mi destino (17 page)

BOOK: Las Estrellas mi destino
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Una hora más tarde seis seguidoras del Circo Fourmyle rodearon al archivero. Poseían toda la persuasión femenina y estaban excelentemente dotadas para el vicio. Dos horas más tarde, el archivero, abotargado por la carne y el demonio, suministró la información. El edificio de apartamentos había quedado expuesto al asaltjaunteo por una explosión de gas hacía dos semanas. Todos los inquilinos habían sido obligados a abandonarlo. Robin Wednesbury estaba bajo custodia en el Hospital de la Merced, cerca de los Terrenos de Prueba de la Iron Mountain.

—¿Bajo custodia? —se preguntó Foyle—. ¿Por qué? ¿Qué habrá hecho?

Llevó treinta minutos el organizar una fiesta de Navidad en el Circo Fourmyle. Estaba compuesta por músicos, cantantes, actores y muchedumbre que conocía las coordenadas de la Iron Mountain. Guiados por el mayor de los bufones, jauntearon con música, fuegos artificiales, aguardiente y regalos. Desfilaron a través de la ciudad regalando obsequios y sonrisas. Fourmyle de Ceres, vestido como Santa Claus, lanzando billetes de banco de un enorme saco que llevaba sobre el hombro y saltando agónicamente cuando el campo de inducción del sistema protector le quemó el fondillo de los pantalones, constituyó en sí mismo un verdadero espectáculo. Asaltaron el Hospital de la Merced, siguiendo a aquel Santa Claus que rugía y jugueteaba con la tranquila calma de un elefante solemne. Besó a las enfermeras, emborrachó a los enfermeros, cubrió a los pacientes de regalos, ensució los suelos de los corredores con dinero y desapareció abruptamente cuando el feliz jaleo alcanzó tal nivel que tuvo que ser llamada la policía. Mucho más tarde se descubrió que también había desaparecido una paciente, a pesar del hecho de que estaba bajo sedantes y era incapaz de jauntear. En realidad, salió del Hospital dentro del saco de Santa Claus.

Foyle jaunteó con ella sobre el hombro hasta los jardines del hospital. Allí, en una silenciosa pineda bajo un helado cielo, la ayudó a salir del saco. Llevaba un austero pijama blanco de hospital y era hermosa. Se sacó su propio traje, contemplando intensamente a la muchacha, esperando a ver si lo reconocía y se acordaba de él.

Estaba alarmada y confusa; su telemisión era como un rayo de calor.

—¡Dios mío! ¿Quién será? ¿Qué ha pasado? Esa música. Esos gritos. ¿Por qué me han raptado en un saco? Borrachos tocando el trombón. «Sí, Virginia, existe un Santa Claus».
Adeste Fidelis
. ¿Qué es lo que querrá de mí? ¿Quién será?

—Soy Fourmyle de Ceres —dijo Foyle.

—¿Qué? ¿Quién? ¿Fourmyle de...? Sí, naturalmente. El bufón. El gentilhombre burgués. Vulgaridad. Imbecilidad. Obscenidad. El Circo Fourmyle. ¡Dios mío! ¿Estoy telemitiendo? ¿Puede oírme?

—La oigo, señorita Wednesbury —dijo suavemente Foyle.

—¿Qué es lo que ha hecho? ¿Por qué? ¿Qué es lo que quiere de mí? Yo...

—Quiero que me mire.


Bonjour, madame
. A mi saco,
madame
. ¡Ecco! Míreme. Estoy mirando —dijo Robin, tratando de controlar el tumulto de sus pensamientos. Miró su rostro sin reconocerlo—. Es un rostro. He visto tantos como él. Los rostros de los hombres. ¡Oh, Dios! Las facciones de la masculinidad. El hombre vulgar en celo. ¿Nos salvará Dios de los brutales deseos?

—Mi época de celo ya ha pasado, señorita Wednesbury.

—Lamento que oyese esto. Naturalmente, estoy aterrorizada. Yo... ¿Me conoce?

—La conozco.

—¿Nos hemos visto antes? —Lo miró con mayor fijeza, pero aún sin reconocerlo. En el interior de Foyle se produjo una sensación de triunfo. Si aquella mujer, entre todas las mujeres, no lo reconocía, entonces estaba a salvo, siempre que mantuviese controlados su sangre, su cerebro y su rostro.

—Nunca nos hemos visto —dijo—. He oído hablar de usted. Quiero algo de usted. Es por esto por lo que estoy aquí; para hablar de ello. Si no le gusta mi oferta puede regresar al hospital.

—¿Quiere algo? Pero, si no tengo nada... nada. No me queda nada más que la vergüenza y... ¡oh, Dios! ¿Por qué me falló el suicidio? ¿Por qué no pude...?

—¿Así que es eso? —interrumpió suavemente Foyle—. Trató de suicidarse, ¿no? Así se explica la explosión de gas que abrió el edificio... y el que esté bajo custodia. Intento de suicidio. ¿Por qué no le pasó nada en la explosión?

—Hubo tantos heridos, tantos muertos. Pero a mí no me pasó nada. Tengo mala suerte, supongo. La he tenido toda mi vida.

—¿Por qué suicidarse?

—Estoy cansada. Estoy acabada. Lo he perdido todo... estoy en la lista gris del ejército... sospechada, vigilada, fichada. Sin trabajo, sin familia, sin... ¿por qué suicidarme? Dios mío, ¿qué otra cosa quedaba?

—Puede trabajar para mí.

—Que puedo... ¿qué es lo que ha dicho?

—Quiero que trabaje para mí, señorita Wednesbury.

Estalló en una risa histérica.

—¿Para usted? ¿Otra seguidora del circo? ¿Trabajar para usted, Fourmyle?

—Tiene el sexo metido en el cerebro —le dijo suavemente—. No busco putas. Generalmente, ellas me buscan a mí.

—Lo siento. Estoy obsesionada por el salvaje que me destruyó. Estoy... Trataré de comprenderlo —Robin se calmó—. Deje que trate de comprenderlo. Me ha sacado del hospital para ofrecerme un trabajo. Ha oído hablar de mí. Eso quiere decir que quiere algo en especial. Mi especialidad es la teletransmisión.

—Y el encanto.

—¿Qué?

—Quiero contratar su encanto, señorita Wednesbury.

—No comprendo.

—Vaya —dijo, asombrado, Foyle—. Tendría que ser simple para usted. Yo soy el bufón. Soy la vulgaridad, la imbecilidad, la obscenidad. Esto tiene que terminar. Quiero que sea mi secretaria social.

—¿Espera que crea eso? Podría contratar a un centenar de secretarias sociales... a un millar, con su dinero. ¿Espera que crea que soy la única que le va bien? ¿Que tuvo que raptarme de la custodia en que estaba para lograr verme?

Foyle asintió.

—Ciertamente hay millares, pero tan sólo una puede telemitir.

—¿Y qué tiene que ver eso?

—Usted será el ventrílocuo; yo seré el muñeco. No conozco las altas capas sociales; usted sí. Tienen su propia manera de hablar, sus chistes propios, sus modales propios. Si uno quiere ser aceptado por ellos tiene que hablar su mismo idioma. Yo no puedo, pero usted sí. Hablará por mí, a través de mi boca...

—Pero podría aprender.

—No. Me llevaría demasiado tiempo. Y el encanto no puede ser aprendido. Deseo contratar su encanto, señorita Wednesbury. Hablemos de su salario: le pagaré un millar al mes.

Los ojos de ella se hicieron grandes.

—Es usted muy generoso, Fourmyle.

—Arreglaré eso de la denuncia por suicidio contra usted.

—Es muy amable.

—Y le garantizo que la sacaré de la lista gris del ejército. Volverá a estar en la lista blanca para cuando acabe de trabajar conmigo. Podrá volver a comenzar con una ficha en blanco y una gratificación. Podrá comenzar a vivir de nuevo.

Los labios de Robin temblaron, y comenzó a llorar. Sollozó y se agitó, y Foyle tuvo que calmarla.

—Bien —preguntó—: ¿lo hará?

Ella asintió.

—Es usted tan amable... es que... ya no estoy acostumbrada a la amabilidad.

La seca detonación de una explosión distante hizo que Foyle se pusiera rígido.

—¡Cristo! —exclamó, asustado repentinamente—. Otro Jaunteo Infernal. Yo...

—No —dijo Robin—. No sé lo que es un jaunteo infernal, pero eso es el Campo de Pruebas. Allí... —miró el rostro de Foyle y chilló. La inesperada explosión y la vívida cadena de asociaciones había destruido su férreo control. Las sanguinolentas cicatrices de su tatuaje se mostraban bajo su piel. Lo contempló horrorizada, aún chillando.

Foyle se tocó el rostro, y entonces saltó hacia adelante y le tapó la boca con la mano. De nuevo se controlaba a sí mismo.

—¿Se ve? —murmuró, con una aterradora sonrisa—. Perdí el control por un minuto. Pensé que estaba de vuelta en la Gouffre Martel escuchando un Jaunteo Infernal. Sí, soy Foyle. El bruto que la destruyó. Tendría que haberlo sabido, más pronto o más tarde, pero esperaba que fuera más tarde. Soy Foyle, de regreso. ¿Se callará y me escuchará?

Ella negó frenéticamente con la cabeza, tratando de escapar de sus manos. Con mucha calma, la golpeó en la mandíbula. Robin se derrumbó, Foyle la recogió, la arropó con su abrigo y la alzó en brazos, esperando a que recobrase el conocimiento. Cuando vio que sus párpados se agitaban, habló de nuevo:

—No se mueva o se sentirá mal. Tal vez no retuve bastante el golpe.

—Bruto... bestia...

—Podría hacer esto a las malas —dijo—. Podría chantajearla. Sé que su madre y hermanas están en Calisto, que sería clasificada como un beligerante enemigo por asociación. Eso la pondría en la lista negra,
ipso facto
. ¿Es eso correcto?
Ipso facto
: por el mismo hecho. Latín. Uno no puede fiarse de la enseñanza hipnótica. Le podría decir que todo lo que tengo que hacer es enviar un informe anónimo a la Central de Inteligencia y ya no sería tan sólo sospechosa: le estarían sacando la información a tiras en un plazo de doce horas.

Notó cómo se estremecía.

—Pero no voy a hacerlo de esa manera. Voy a contarle la verdad porque quiero que se asocie conmigo. Su madre está en los Planetas Interiores. Está en los Planetas Interiores —repitió—. Tal vez esté en la misma Tierra.

—¿A salvo? —susurró.

—No sé.

—Déjeme en el suelo.

—Está fría.

—Déjeme en el suelo.

La puso en pie.

—Me destruyó en una ocasión —dijo con tono apagado—. ¿Está tratando de destruirme otra vez?

—No. ¿Me escuchará?

Ella asintió.

—Me perdí en el espacio. Estuve muerto y pudriéndome durante seis meses. Llegó una nave que podría haberme salvado. Pasó a mi lado. Me dejó morir. Una nave llamada Vorga. Vorga-T: 1339. ¿Significa algo para usted ese nombre?

—No.

—Jiz McQueen, una amiga mía que murió, me dijo que averiguara por qué dejaron que me pudriera. Entonces tendría la respuesta a mi pregunta de quién dio la orden. Así que comencé a comprar información acerca del Vorga. Cualquier información.

—¿Y qué es lo que tiene que ver eso con mi madre?

—Escúcheme, Fue difícil comprar esa información. Los datos del Vorga fueron sacados de los archivos de la Boness & Uig. Pero conseguí averiguar tres nombres... tres de una tripulación estándar de cuatro oficiales y doce hombres. Nadie sabía nada, o nadie quería admitirlo. Y encontré esto —Foyle sacó un portaretratos de plata de su bolsillo y se lo entregó a Robin—. Fue empeñado por uno de los espacionautas del Vorga. Es todo lo que pude averiguar.

Robin lanzó un grito y abrió el portarretratos con dedos temblorosos. En su interior estaba su retrato y los retratos de otras dos muchachas. Cuando lo abrió, las fotos tridimensionales sonrieron y murmuraron:

—Te quiero, mamá, Robin... Te quiero, mamá, Holly... Te quiero, mamá, Wendy...

—Es de mi madre —lloró Robin—. Lo... ella... por piedad, ¿dónde está? ¿Qué pasó?

—No lo sé —le dijo con calma Foyle— pero puedo imaginármelo. Pienso que su madre logró escapar de aquel campo de concentración... de una forma u otra.

—Y mis hermanas también. Nunca las abandonaría.

—Quizá sus hermanas también. Creo que el Vorga estaba pasando refugiados de Calisto de contrabando. Su familia pagó con dinero y joyas para ser aceptada a bordo y traída a los Planetas Interiores. Es así como este portarretratos llegó a poder de un marino del Vorga.

—Entonces, ¿dónde están?

—No lo sé. Probablemente fueron dejadas en Marte o Venus. Lo más probable es que fueran vendidas a un campo de trabajos en la Luna, por lo que no han podido ponerse en contacto con usted. No sé dónde están, pero el Vorga podría decírnoslo.

—¿Está mintiendo? ¿Trata de engañarme?

—¿Es ese portarretratos una mentira? Le estoy contando la verdad... la única verdad que conozco. Deseo saber por qué me dejaron morir, y quién dio la orden. El hombre que dio la orden debe de saber dónde están su madre y hermanas. Se lo dirá... antes de que lo mate. Tendrá mucho tiempo. Tardará mucho tiempo en morir.

Robin lo miró horrorizada. La pasión que lo embargaba estaba haciendo aparecer de nuevo los estigmas escarlatas en su rostro. Parecía un tigre disponiéndose a matar.

—Tengo una fortuna para gastar... no se preocupe de cómo la obtuve. Tengo tres meses para acabar con esto. He aprendido las suficientes matemáticas como para poder computar mis probabilidades. Tres meses es lo máximo que puede pasar antes de que se les ocurra que Fourmyle de Ceres es Gully Foyle. Noventa días. Desde Año Nuevo hasta abril. ¿Se me unirá?

—¿A usted? —gritó con repugnancia Robin—. ¿Unirme a usted?

—Todo este Circo Fourmyle no es más que un enmascaramiento. Nadie sospecha de un payaso. Pero he estado estudiando, aprendiendo, preparándome para el final. Todo lo que necesito ahora es a usted.

—¿Por qué?

—No sé adónde me va a llevar esta cacería: a la alta sociedad o a los barrios bajos. Tengo que estar preparado para ambos casos. En los barrios bajos me las puedo arreglar solo, no he olvidado las cloacas; pero la necesito para la alta sociedad. ¿Vendrá conmigo?

—Me hace daño. —Robin soltó su brazo del apretón de Foyle.

—Lo siento. Pierdo el control cuando pienso en el Vorga. ¿Me ayudará a encontrar el Vorga y a su familia?

—Lo odio —estalló Robin—. Me da asco. Está podrido. Destruye todo lo que toca. Algún día me las pagará.

—Pero ¿trabajaremos juntos desde Año Nuevo hasta abril?

—Trabajaremos juntos.

Nueve

La víspera de Año Nuevo, Geoffrey Fourmyle de Ceres hizo su entrada al asalto en la alta sociedad. Apareció primero en Canberra, en el baile de la Casa del Gobierno, media hora antes de medianoche. Era un evento altamente formal, repleto de pompa y color, pues era costumbre en las fiestas selectas de la sociedad el vestir los trajes de noche que habían estado de moda el año en que se había fundado el clan o patentado la marca registrada.

Así, los Morses (Teléfonos y Telégrafos) llevaban chaqués del siglo diecinueve y sus esposas usaban trajes victorianos. Los Skodas (Pólvoras y Cañones) se remontaban a finales del siglo dieciocho, vistiendo calzones y crinolinas de la regencia. Los atrevidos Peenemundes (Cohetes y Reactores), que databan de alrededor de mil novecientos veinte, usaban fracs, y sus mujeres revelaban desvergonzadamente brazos, piernas y gargantas con el descoco de los antiguos trajes de Worth y Mainbocher.

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