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Authors: Alfred Bester

Las Estrellas mi destino (26 page)

BOOK: Las Estrellas mi destino
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—Ella... e... ella no dio la orden.

—¡¿Qué?!

—No... puedo comprenderla.

—¿No dio ella la orden de abandonarme?

—Tengo miedo de seguir.

—Sigue, so hijo de puta, o te despedazaré. ¿Qué es lo que quiere decir?

El niño gimió; la mujer se estremeció; Foyle se impacientó.

—¡Vamos! ¡Vamos! Sácaselo. Jesucristo, ¿por qué tiene que ser un niño el único telépata de Marte? ¡Sigurd! Sigurd, escúchame. Pregúntale: ¿dio la orden de echar por la borda a los refugiados?

—No. ¡No!

—¿Eso significa que ella no lo hizo o que tú no quieres preguntárselo?

—Ella no lo hizo.

—¿Dio la orden de pasar de largo al Nomad?

—Es retorcida y está enferma. ¡Oh, por favor! ¡A-ya! Quiero ir a casa. Quiero ir.

—¿Dio la orden de abandonar al Nomad?

—No.

—¿No la dio?

—No. Llévame a casa.

—Pregúntale quién la dio.

—Quiero a mi aya.

—Pregúntale quién podía darle una orden a ella. Era el capitán a bordo de su nave. ¿Quién podía mandar más? ¡Pregúntaselo!

—Quiero a mi aya.

—¡Pregúntaselo!

—No. No. No. Tengo miedo. Está enferma. Está enferma y oscura. Es mala. No la entiendo. Quiero a mi aya. Quiero ir a casa.

El niño estaba aullando y estremeciéndose; Foyle chillaba. Los ecos atronaban. Mientras Foyle extendía irritado sus manos hacia el niño, sus ojos fueron cegados por una brillante luz. Toda la catacumba fue iluminada por el Hombre Ardiente. La imagen de Foyle se alzó frente a él, con el rostro horrible, las ropas ardiendo, y los brillantes ojos fijos en la convulsa Skoptsy que había sido Lindsey Joyce.

El Hombre Ardiente abrió su boca de tigre. Un sonido rasposo surgió de ella. Era como una risa ardiente.

—Hace daño —dijo.

—¿Quién eres? —susurró Foyle.

El Hombre Ardiente parpadeó.

—Demasiado brillante —dijo—. Menos luz.

Foyle dio un paso hacia adelante. El Hombre Ardiente se tapó las orejas con las manos, agonizante.

—Demasiado ruido —gimió—. No se mueva tan ruidosamente.

—¿Eres mi ángel de la guarda?

—Me está cegando. Chisssssssttt. —De pronto rió de nuevo—. Escúchenla. Está chillando. Rogando. No quiere morir. No quiere que le hagan daño. Escúchenla.

Foyle tembló.

—Nos está diciendo quién dio la orden. ¿No pueden oírla? Escuchen con sus ojos. —El Hombre Ardiente apuntó un dedo que era una garra a la estremecida Skoptsy—. Dice Olivia.

—¿¡Qué!?

—Dice Olivia. Olivia Presteign. Olivia Presteign. Olivia Presteign.

El Hombre Ardiente se esfumó.

Las catacumbas estaban de nuevo a oscuras.

Alrededor de Foyle giraban luces de colores y cacofonías. Se atragantó y tambaleó.

—Jaunteo Infernal —murmuró—. Olivia. No. No puede ser. Nunca. Olivia. Yo...

Notó cómo una mano buscaba la suya.

—¿Jiz? —croó.

Se dio cuenta de que Sigurd Magsman estaba tomando su mano y llorando. Alzó al niño en brazos.

—Me duele —gimió Sigurd.

—A mí también, hijo.

—Quiero ir a casa.

—Te llevaré.

Aún manteniendo al niño en sus brazos, caminó por las catacumbas.

—Los muertos vivos —murmuró.

Y luego:

—Me he unido a ellos.

Encontró los escalones de piedra que llevaban desde las profundidades hasta el claustro del monasterio situado en la superficie. Se obligó a subirlos, saboreando la muerte y la desolación. Sobre él se veía una brillante luz, y por un momento imaginó que ya había llegado la aurora. Luego se dio cuenta de que el claustro estaba brillantemente iluminado por luz artificial. Se oía el pisar de botas y los apagados gruñidos de órdenes. A mitad de camino en las escaleras, Foyle se detuvo y trató de recuperarse.

—Sigurd —susurró—. ¿Quién hay encima de nosotros? Averígualo.

—Soldados —contestó el niño.

—¿Soldados? ¿Qué soldados?

—Soldados comando. —El arrugado rostro de Sigurd se iluminó—. Vienen por mí. Para llevarme a casa con mi aya. ¡Aquí estoy! ¡Aquí estoy!

El clamor telepático tuvo como eco un chillido de allá arriba. Foyle aceleró y restalló a lo largo del resto de los escalones hasta el claustro. Era un cuadrado de arcos románicos que rodeaba un jardín de césped. En el centro del jardín había un gigantesco cedro del Líbano. Los enlosados corredores estaban repletos de grupos de búsqueda de comandos, y Foyle se enfrentó con sus iguales; porque un instante después de que vieron una mancha aparecer de las catacumbas, también aceleraron, y estuvieron en igualdad de condiciones.

Pero Foyle tenía al niño. El disparar era imposible. Apretando a Sigurd entre sus brazos, fintó a lo largo del claustro como un jugador de fútbol americano corriendo hacia un gol. Nadie se atrevía a bloquear su paso, pues a una aceleración de más cinco una colisión de frente entre dos cuerpos sería instantáneamente fatal para ambos. Objetivamente, este enfrentamiento pareció un zigzagueo de relámpagos que durase cinco segundos.

Foyle salió del claustro, atravesó el vestíbulo principal del monasterio, pasó a través del laberinto y alcanzó la plataforma pública de jaunteo situada fuera de la puerta principal. Allí se detuvo, desaceleró y jaunteó hasta el aeropuerto del monasterio, situado a un kilómetro de distancia. El campo también estaba brillantemente iluminado y los comandos hormigueaban por él. Cada pozo antigravitatorio estaba ocupado por una nave de la Brigada. Su propia nave estaba bajo guarda.

Un quinto de segundo después de que Foyle llegase al campo, sus perseguidores del monasterio llegaron jaunteando. Miró desesperado a su alrededor. Estaba rodeado por medio regimiento de comandos, todos ellos acelerados, todos preparados para una acción mortífera, todos iguales o mejores que él. No había escapatoria.

Y entonces, los Satélites Exteriores alteraron la situación. Exactamente una semana después del ataque de saturación a la Tierra, golpearon en Marte.

Los proyectiles descendieron de nuevo en la medianoche del cuadrante oscuro. Los cielos parpadearon de nuevo con las intercepciones y detonaciones, y el horizonte explotó en grandes estallidos de luz mientras el suelo se agitaba. Pero esta vez había una variante aterradora, pues una boyante nova apareció en lo alto, bañando el lado oscuro del planeta con su luz. Un cúmulo de cabezas fisibles había alcanzado Phobos, el pequeño satélite de Marte, vaporizándolo instantáneamente en un pequeño solecillo.

El tiempo de recuperación de los comandos ante este anonadador ataque dio su oportunidad a Foyle. Aceleró de nuevo y pasó por entre ellos hasta su nave. Se detuvo ante la compuerta principal y vio cómo la asombrada guardia dudaba entre continuar con la acción original o responder a la nueva. Foyle lanzó a Sigurd Magsman por los aires como si fuera una pelota. Mientras los guardias se apresuraban a recoger al niño, Foyle penetró en la nave, cerró la compuerta y la aseguró.

Aún acelerado, sin detenerse para ver si había alguien dentro de la nave, corrió a los controles, accionó la palanca de desamarre y, mientras la nave comenzaba a flotar por el haz antigravitatorio, la puso en una aceleración de 10 g. No estaba atado a la silla del piloto. El efecto de la aceleración de 10 g sobre su cuerpo acelerado y no protegido fue monstruoso.

Una fuerza incontrolable lo asió y se lo llevó de la silla. Fue lentamente hacia la pared trasera de la cámara de control, como un sonámbulo. La pared parecía, para sus sentidos acelerados, acercársele. Extendió los brazos, con las palmas apoyadas contra la pared para frenarse. La brutal fuerza que lo empujaba le abrió los brazos y lo llevó contra la pared, suavemente al principio, y luego más y más fuerte hasta que su rostro, mandíbula, pecho, y cuerpo estuvieron aplastados contra el metal.

La creciente presión se convirtió en agonía. Trató de controlar los mandos de su boca con la lengua, pero la propulsión que lo aplastaba contra la pared hacía imposible que moviese su distorsionada boca. Un restallido de explosiones, tan bajas en el espectro de sonido que parecían como derrumbes de rocas, le indicó que la Brigada de Comandos le estaba atacando desde abajo con disparos. Mientras la nave penetraba en la azul negrura del espacio exterior, comenzó a gritar con un chillido de murciélago antes de lograr, afortunadamente, perder el conocimiento.

Catorce

Foyle se despertó en la oscuridad. Estaba desacelerado, pero la extenuación de su cuerpo le decía que había estado bajo la aceleración mientras había estado inconsciente. O bien se había agotado su batería o... arrastró una mano hasta su espalda. La batería había desaparecido. Se la habían quitado.

Exploró con dedos temblorosos. Estaba en una cama. Escuchó el murmullo de los ventiladores y los acondicionadores de aire y el cliqueteo y zumbido de los servomecanismos. Estaba a bordo de una nave. Estaba atado a la cama. La nave estaba en caída libre.

Se soltó, apretó los codos contra el colchón y flotó. Planeó por la oscuridad buscando el conmutador de la luz o un botón de llamada. Sus manos rozaron una botella de agua con letras en relieve en el cristal. Las leyó con las yemas de los dedos. NAVE, palpó. V.O.R.G.A. Vorga, gritó.

La puerta de la habitación se abrió. Una figura se deslizó a través de ella, silueteada por la luz de la lujosa cámara privada que había tras ella.

—Esta vez te hemos recogido —dijo una voz.

—¿Olivia?

—Sí.

—¿Entonces es verdad?

—Sí, Gully.

Foyle comenzó a llorar.

—Aún estás débil —dijo suavemente Olivia Presteign—. Baja y acuéstate.

Lo llevó al salón y lo ató a una tumbona. Aún conservaba el calor de su cuerpo.

—Has estado así durante seis días. No creímos que sobrevivieses. Te desaparecieron todas tus fuerzas hasta que el cirujano encontró esa batería en tu espalda.

—¿Dónde está? —croó.

—Puedes recuperarla en cuanto quieras. No te preocupes, cariño.

La miró por un largo instante. Su Dama de las Nieves, su amada Princesa de los Hielos... la piel de blanco satén, los ciegos ojos de coral y la exquisita boca de coral. Ella tocó sus húmedos ojos con un pañuelo perfumado.

—Te amo —dijo él.

—Chissst. Lo sé, Gully.

—Lo sabes todo de mí. ¿Desde cuándo?

—Supe que Gully Foyle, el espacionauta del Nomad, era mi enemigo desde el principio. Nunca supe que eras Fourmyle hasta que nos encontramos. Ah, si lo hubiera sabido antes. Cuántas cosas hubieran sido distintas.

—Lo sabías y te reías de mí.

—No.

—Te mantenías apartada, estremeciéndote de risa.

—Apartada y amándote. No, no me interrumpas. Estoy tratando de ser racional y no es fácil. —El rubor cayó en cascada por el rostro de mármol—. No estoy jugando contigo ahora. Te... traicioné a mi padre. Lo hice. Pensé que era autodefensa. Ahora que al fin me he encontrado con él, me dije, puedo ver que es demasiado peligroso. Una hora más tarde sabía que era un error porque me di cuenta de que te amaba. Ahora lo estoy pagando. Nunca tendrías por qué haberlo sabido.

—¿Y crees que aceptaré eso?

—Entonces, ¿por qué estoy aquí? —Tembló ligeramente—. ¿Por qué te seguí? Ese bombardeo fue aterrador. Habrías muerto en un minuto si no te hubiéramos recogido. Tu nave era chatarra...

—¿Dónde estamos ahora?

—¿Y eso qué importa?

—Estoy tratando de ganar tiempo.

—¿Tiempo para qué?

—No por el tiempo... estoy tratando de recuperar mi coraje.

—Estamos orbitando alrededor de la Tierra.

—¿Cómo me seguiste?

—Sabía que buscarías a Lindsey Joyce. Tomé una de las naves de mi padre. Resultó ser de nuevo el Vorga.

—¿Lo sabe él?

—Nunca lo sabe. Vivo mi propia vida.

No podía apartar los ojos de ella, y sin embargo le dolía mirarla. La deseaba y la odiaba... deseaba que la realidad no fuese, odiaba la verdad por lo que era. Descubrió que estaba acariciando su pañuelo con dedos trémulos.

—Te amo, Olivia.

—Te amo, Gully, mi enemigo.

—¡Por Dios! —estalló él—. ¿Por qué lo hiciste? Estabas a bordo del Vorga contrabandeando refugiados. Diste la orden de echarlos afuera. Diste la orden de abandonarme. ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!

—¿Cómo? —respondió, indignada—. ¿Me pides que me excuse?

—Estoy pidiéndote una explicación.

—¡No la obtendrás de mí!

—Sangre y dinero, dijo tu padre. Tenía razón. Oh... ¡Perra! ¡Perra! ¡Perra!

—Sangre y dinero, sí; y sin vergüenza.

—Me estoy ahogando, Olivia. Dame una mano.

—Entonces ahógate. Nadie me salvó a mí. No... no... esto está mal, absolutamente mal. Espera, cariño. Espera. —Se recompuso, y comenzó a hablarle muy tiernamente—. Podría mentir, querido Gully, y hacer que te lo creyeras, pero voy a ser honesta. Hay una explicación muy simple. Vivo mi propia vida. Todos lo hacemos. Tú lo haces.

—¿Y cuál es la tuya?

—No muy diferente de la tuya... o del resto del mundo. Hago trampas, miento, destruyo... como todos nosotros. Soy criminal... como todos nosotros.

—¿Por qué? ¿Por dinero? No necesitas dinero.

—No.

—¿Por el control? ¿Por el poder?

—No por el poder.

—¿Por qué entonces?

Inspiró profundamente, como si esta verdad fuera la verdad y la estuviese aniquilando.

—Por odio... para haceros pagar, a todos.

—¿Por qué?

—Por ser ciega. —Lo dijo en una voz cortante—. Por haber sido robada. Por ser inerme... deberían haberme matado cuando nací. ¿Sabes lo que es ser ciega... el vivir una vida de segunda mano? ¿El ser dependiente, tener que rogar, estar mutilada? «Bájalos a tu nivel», digo en mi vida secreta. «Si eres ciega, hazlos más ciegos aún. Si eres inerme, tórnalos tullidos. Házselo pagar... a todos.»

—Olivia, estás loca.

—¿Y tú?

—Yo estoy enamorado de un monstruo.

—Somos un par de monstruos.

—¡No!

—¿No? ¿Tú no? —restalló—. ¿Qué es lo que has estado haciendo sino tratando de vengarte de todo el mundo, como yo? ¿Qué es tu venganza sino un intento de ajustar cuentas con la mala suerte? ¿Quién no te llamaría monstruo loco? Te lo aseguro, Gully, somos iguales. No pudimos evitar enamorarnos.

Se quedó anonadado por la verdad de lo que ella decía. Se probó el antifaz de su revelación y ajustaba, le quedaba más apretado que la máscara de tigre tatuada en su rostro.

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