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Authors: Alfred Bester

Las Estrellas mi destino (4 page)

BOOK: Las Estrellas mi destino
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El distante sol relucía a su través; el aire era caliente y húmedo. Foyle paseó la mirada a su alrededor. Una faz diabólica lo contemplaba. Las mejillas, la barbilla, la nariz y los párpados estaban horriblemente tatuados como una antigua máscara maorí. A lo ancho de su frente estaba tatuada la palabra Jóseph. La «o» de Jóseph tenía una pequeña flecha surgiendo de la parte superior derecha, convirtiéndola en el símbolo de Marte, usado por los científicos para designar el sexo masculino.

—Somos la Raza Científica —dijo Jóseph—. Yo soy Jóseph; éste es mi pueblo.

Señaló con un gesto. Foyle contempló la sonriente multitud que rodeaba su litera. Todos los rostros estaban convertidos en máscaras diabólicas por los tatuajes. Todas las frentes tenían nombres inscritos en ellas.

—¿Cuánto tiempo estuvo errante? —preguntó Jóseph.

—Vorga —murmuró Foyle.

—Es usted el primero que llega con vida en cincuenta años. Es usted un hombre muy poderoso. Mucho. La supervivencia del más apto es la doctrina del Sagrado Darwin. Muy científico.


¡Excipiente!
—aulló la multitud.

Jóseph tomó la muñeca de Foyle en la forma en que un doctor toma el pulso. Su diabólica boca contó solemnemente hasta noventa y ocho.

—Su pulso: noventa y ocho coma seis —dijo Jóseph, sacando un termómetro y agitándolo reverentemente—. Muy científico.


¡Excipiente!
—dijo el coro.

Jóseph tomó un Erlenmeyer. Tenía una etiqueta que decía: Pulmón, gato, hematoxilina y eosina.

—¿Vitamina? —inquirió Jóseph.

Cuando Foyle no le respondió, Jóseph extrajo una enorme píldora del frasco, la colocó en la cazoleta de una pipa y la encendió. Dio una chupada e hizo un gesto. Tres muchachas aparecieron ante Foyle. Sus rostros estaban horriblemente tatuados. En cada frente había un nombre: Josan, Moira y Polly. La «o» de cada nombre tenía una pequeña crucecita en la base.

—Escoja —dijo Jóseph—. El Pueblo Científico practica la Selección Natural. Sea científico en su elección. Sea genético.

Cuando Foyle se desmayó de nuevo, su brazo cayó de la litera y rozó a Moira.

—¡Excipiente!

Estaba en una habitación circular con un techo en forma de domo. La sala estaba llena de herrumbrosos aparatos antiguos: una centrífuga, una mesa de operaciones, un fluoroscopio destruido, autoclaves, cajas de instrumentos quirúrgicos corroídos.

Ataron a Foyle en la mesa de operaciones mientras se debatía y gritaba. Lo alimentaron. Lo afeitaron y lo bañaron. Dos hombres comenzaron a dar vueltas a la antigua centrífuga, a mano. Emitió un golpeteo rítmico similar al tamborileo de un tambor de guerra. Los reunidos comenzaron a patear y a cantar.

Encendieron la antigua autoclave. Hirvió y emitió géisers, llenando la sala con aullante vapor. Encendieron el antiguo fluoroscopio. Estaba cortocircuitado y escupió silbantes relámpagos de luz a lo largo de la humeante sala.

Una figura de tres metros se alzó sobre la mesa. Era Jóseph sobre zancos. Llevaba un gorro de cirujano, una máscara de cirujano y una bata de cirujano que colgaba desde sus hombros hasta el suelo. La bata estaba recargada de bordados hechos con hilo negro y rojo que ilustraban secciones anatómicas del cuerpo. Jóseph era un cárdeno tapiz surgido de un libro de cirugía.

—¡Te pronuncio Nomad! —entonó Jóseph.

El rugido se hizo atronador. Jóseph decantó una oxidada lata sobre el cuerpo de Foyle. Se notó un olor a éter.

Foyle perdió las briznas de conciencia y la oscuridad lo envolvió. De esta oscuridad surgió el Vorga-T: 1339 una y otra vez, acelerando en una trayectoria hacia el Sol que pasaba por la sangre y cerebro de Foyle hasta que no pudo evitar gritar en silencio, pidiendo venganza.

Estaba vagamente consciente de que lo lavaban y lo alimentaban, y de pateos y cánticos. Al fin se despertó a un intervalo de lucidez. Había silencio. Estaba en la cama. La muchacha, Moira, estaba en la cama con él.

—¿Quién es usted? —graznó Foyle.

—Tu esposa, Nomad.

—¿Qué?

—Tu esposa. Tú me escogiste, Nomad. Somos gametos.

—¿Qué?

—Apareados científicamente —dijo con orgullo Moira. Se alzó la manga del camisón y le enseñó el brazo. Estaba desfigurado por cuatro cicatrices de feo aspecto—. He sido inoculada con algo antiguo, algo nuevo, algo prestado y algo azul.

Foyle se esforzó por salir de la cama.

—¿Dónde estamos?

—En nuestra casa.

—¿Qué casa?

—La tuya. Eres uno de nosotros, Nomad. Tendrás que casarte cada mes y procrear muchos hijos. Esto será científico. Pero yo soy la primera.

Foyle la ignoró y comenzó una exploración. Estaba en el camarote principal de un pequeño cohete de principios de los años 2300... que en otro tiempo había sido un yate privado. El camarote principal había sido transformado en dormitorio.

Trastabilló hasta los portillos y miró a su través. El yate estaba unido a la masa del asteroide, conectado por pasajes al cuerpo principal. Fue a popa. Dos camarotes más pequeños estaban repletos de plantas productoras de oxígeno. La sala de máquinas había sido transformada en cocina. Aún había Alto-Empuje en los tanques de combustible, pero tan sólo alimentaba los quemadores de una pequeña cocina situada sobre las cámaras de combustión de los cohetes. Foyle fue hacia popa. La cabina de control era ahora un saloncito, pero los controles seguían operando.

Pensó.

Regresó a popa y desmanteló la cocina. Volvió a conectar los tanques de combustible a las cámaras de combustión originales. Moira lo seguía curiosa.

—¿Qué estás haciendo, Nomad?

—Tengo que salir de aquí, muchacha —murmuró Foyle—. Tengo un asunto pendiente, yo, con una nave llamada Vorga. ¿Me entiendes, muchacha? Voy a salir pitando con este bote, yo; eso es todo.

Moira retrocedió alarmada. Foyle vio la mirada de sus ojos y saltó hacia ella. Estaba tan débil que ella lo evitó con facilidad. Abrió la boca y lanzó un grito penetrante. En aquel momento, un tremendo clamor llenó la lancha; eran Jóseph y su demoníaco Pueblo Científico, golpeando el casco metálico, en el ritual de la cencerrada científica dedicada a los recién casados.

Moira chilló y fintó mientras Foyle la perseguía pacientemente. La atrapó en un rincón, le desgarró el camisón y la ató y la amordazó con él. Moira hacía el suficiente ruido como para partir en dos el asteroide, pero la cencerrada científica era aún más atronadora.

Foyle terminó la reparación chapucera de la sala de máquinas; ahora ya casi era un experto. Asió a la muchacha, que se debatía, y la llevó hasta la compuerta principal.

—Parto —gritó en el oído de Moira—. Despego. Vuelo con el cohete lejos del asteroide. Será un infernal golpe, muchacha. Tal vez todos muráis, vosotros. Todo saltará en pedazos. Cualquiera sabe lo que va a pasar. Ya no habrá aire.

Ya no habrá asteroide. Ve a decírselo. Estoy calentando los motores. Ve, muchacha.

Abrió la compuerta, echó a Moira fuera, la cerró y la aseguró. La cencerrada finalizó repentinamente.

En los controles, Foyle apretó el botón de ignición. La sirena automática de despegue comenzó un alarido que no había sonado en décadas. Las cámaras de los cohetes se encendieron con apagadas concusiones. Foyle esperó a que la temperatura alcanzara el nivel de disparo. Mientras esperaba, sufría. La lancha estaba cementada al asteroide. Estaba rodeada por piedra y hierro. Sus cohetes de popa estaban al nivel del casco de otra nave unida a la masa. No sabía lo que pasaría cuando los cohetes iniciaran su empuje, pero el Vorga lo obligaba a arriesgarse.

Encendió los cohetes. Se oyó una explosión hueca cuando el Alto-Empuje surgió llameando de la popa de la nave. La lancha se estremeció, cabeceó, se calentó. Empezó a oírse un chirrido metálico. Luego la lancha raspó hacia adelante. El metal, la piedra y el cristal se despedazaron, y la nave escapó del asteroide hacia el espacio.

La Armada de los Planetas Interiores lo recogió a ciento cincuenta mil kilómetros de la órbita de Marte. Tras siete meses de guerra efectiva, las patrullas de los P.I. estaban alerta, pero eran temerarias. Cuando la lancha no contestó ni dio señales de reconocimiento, debería haber sido destruida y las preguntas hechas luego a los restos. Pero la lancha era pequeña, y la tripulación del crucero ambicionaba el dinero de la presa. Se acercaron y la abordaron.

Encontraron a Foyle dentro, arrastrándose como un gusano sin cabeza por entre un montón de desperdicios de la nave y del mobiliario hogareño. Estaba sangrando de nuevo, hinchado por una gangrena maloliente, y un lado de su cabeza estaba en carne viva. Lo llevaron a la enfermería del crucero y cerraron cuidadosamente con cortinas su tanque: Foyle no era una visión agradable ni siquiera para los duros estómagos de la marinería espacial.

Parchearon sus restos dentro del tanque amniótico mientras completaban su turno de vigilancia. Cuando regresaron a la Tierra, Foyle recobró el conocimiento y burbujeó palabras que comenzaban con V. Sabía que estaba salvado. Sabía que sólo el tiempo se alzaba entre él y su venganza. El enfermero de la nave lo oyó exultar en su tanque y apartó las cortinas. Los ojos peliculados de Foyle miraron hacia arriba. El enfermero no pudo contener su curiosidad.

—¿Me escucha? —murmuró.

Foyle gruñó. El enfermero se inclinó más.

—¿Qué pasó? ¿Quién demonios le hizo eso?

—¿Qué? —graznó Foyle.

—¿No lo sabe?

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Espere un minuto, eso es todo.

El enfermero desapareció cuando jaunteó a un almacén, y reapareció al lado del tanque cinco segundos más tarde. Foyle se alzó saliendo del fluido. Sus ojos ardían.

—Me vuelve la memoria. Parte de ella. Jauntear. Yo no podía jauntear en el Nomad.

—¿Qué?

—Tenía la cabeza loca.

—Muchacho, no te quedó cabeza.

—No podía jauntear. Olvidé cómo hacerlo. Lo olvidé todo. Todavía no puedo recordar demasiado. Yo...

Retrocedió aterrorizado cuando el enfermero le presentó la imagen de una terrible cara tatuada frente a él. Era una máscara maorí. Las mejillas, la barbilla, la nariz y los párpados estaban decorados con bandas y fiorituras. A lo ancho de la frente se extendía la palabra Nomad. Foyle miró, y entonces emitió un alarido agónico. La imagen estaba en un espejo. El rostro era el suyo.

Tres

—¡Bravo, señor Harris! L-E-S, señores. Nunca lo olviden. Localización. Elevación. Situación. Ésa es la única manera de recordar sus coordenadas de jaunteo.
Être entre le marteau et l'enclume
. Francés. No jauntee aún, señor Peters. Aguarde su turno. Sea paciente, todos serán clase C uno por uno. ¿Alguien ha visto al señor Foyle? Ha desaparecido. Oh, miren a ese glorioso trasto marrón. Escúchenlo. Oh, perdón, estoy emitiendo pensamientos por toda el área... ¿o he estado hablando, caballeros?

—Mitad y mitad, señora.

—Me parece injusto. La telepatía en un solo sentido es un estorbo. Les ruego me disculpen por ametrallarles con mis pensamientos.

—Nos gusta, señora. Sus pensamientos son agradables.

—Muy amable, señor Gorgas. Está bien, estudiantes; volvamos hacia la escuela y empecemos de nuevo. ¿Ha jaunteado ya el señor Foyle? Siempre lo pierdo de vista.

Robin Wednesbury estaba dirigiendo su clase de reeducación en jaunteo en su periplo a través de la ciudad de New York, y era un aprendizaje tan excitante para los casos cerebrales como lo era para los niños de su clase primaria. Trataba a los adultos como a niños y eso les complacía. Durante los últimos meses habían estado memorizando las plataformas de jaunteo en las intersecciones de las calles, cantando: «L-E-S, señora. Localización. Elevación. Situación».

Robin era una alta y bella muchacha negra, brillante y educada, pero coartada por el hecho de ser una telemisora, un telépata en un solo sentido. Podía emitir sus pensamientos a todo el mundo, pero no podía recibir ninguno. Ésta era una desventaja que le cerraba el paso a otras profesiones más atractivas, pero que le servía para enseñar. A pesar de su temperamento volátil, Robin Wednesbury era una perfecta y metódica instructora de jaunteo.

Los hombres fueron llevados del Hospital General de Guerra a la escuela de jaunteo, que ocupaba un edificio completo en el Hudson Bridge, en la calle 42. Partieron de la escuela y marcharon formando un cocodrilo perezoso hasta la vasta plataforma de jaunteo de Times Square, que memorizaron seriamente. Entonces jauntearon todos hasta la escuela y otra vez a Times Square. El cocodrilo se formó otra vez y marcharon hasta Columbus Circle y memorizaron sus coordenadas. Entonces jauntearon hacia la escuela a través de Times Square y volvieron por la misma ruta a Columbus Circle. Una vez más se formó el cocodrilo y caminaron hasta la Grand Army Plaza para repetir la memorización y el jaunteo.

Robin estaba reeducando a los pacientes (todos habían perdido el poder de jauntear debido a lesiones en la cabeza) para que aprendieran las paradas exprés, por decirlo así, de las plataformas de jaunteo públicas. Más tarde memorizarían las paradas locales en las intersecciones de las calles. Mientras se expandían sus horizontes (y retornaban sus poderes) memorizarían estaciones de jaunteo en círculos cada vez más amplios, limitados tanto por sus presupuestos como por su habilidad; pues una cosa era cierta: uno tenía necesariamente que ver un lugar para memorizarlo, lo que quería decir que uno tenía primero que pagar el transporte que lo llevase allí. Ni siquiera servían las fotos tridimensionales. Los viajes de placer habían tomado un nuevo significado para los ricos.

—Localización. Elevación. Situación —enseñaba Robin Wednesbury, y la clase jaunteaba por estaciones exprés desde Washington Heights hasta el Puente del Hudson, y de regreso en saltos de entrenamiento de medio kilómetro cada uno, siguiendo atentamente a su adorable profesora negra.

El pequeño sargento especialista con el cráneo de platino habló de pronto en el idioma de los bajos fondos:

—Pero no es elevación, compañera. Estamos en el suelo, nosotros.

—No hay, sargento Logan. No hay estaría mejor dicho. Les ruego que me perdonen. El enseñar se convierte en un hábito y hoy estoy teniendo problemas con el control de mis pensamientos. Las noticias de la guerra han sido tan malas... Usaremos la Elevación cuando comencemos a estudiar las estaciones en lo alto de los rascacielos, sargento Logan.

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