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Authors: Camilla Läckberg

Las huellas imborrables (31 page)

BOOK: Las huellas imborrables
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–Me pregunto qué era lo que tenía Erik que pudiese interesarle a Kjell –observó Paula al fin–. ¿Sería algo relacionado con su padre?

Martin se encogió de hombros.

–No tengo ni idea, pero pensé que debíamos hablar con él y averiguarlo. Tenemos que ir a Uddevalla para interrogar a algunos de los caballeros de los Amigos de Suecia, y el diario
Bohusläningen
tiene allí su cuartel general. Y, de camino, podemos hablar con Axel.

–Dicho y hecho –declaró Paula poniéndose de pie.

Veinte minutos más tarde, se encontraban de nuevo ante la casa de Axel y Erik. El hombre parecía haber envejecido, se dijo Paula. Más gris, más enjuto, transparente, en cierto modo. Les sonrió con amabilidad y los invitó a entrar sin preguntar qué querían, sino que los condujo directamente a la terraza.

–¿Habéis llegado a algún sitio? –preguntó una vez se hubieron sentado–. Me refiero a la investigación –añadió, aunque no era necesario.

Martin miró a Paula, antes de tomar la palabra:

–Tenemos algunas pistas cuyo seguimiento vamos haciendo. Lo más importante, diría yo, es que hemos averiguado entre qué días debió de morir su hermano.

–Pero ese es un gran paso –repuso Axel sonriendo, aunque la sonrisa no borró ni la tristeza ni el cansancio de sus ojos–. ¿Cuándo creéis que sucedió? –preguntó mirando a Martin y a Paula.

–Se vio con la… señora Viola Ellmander el 15 de junio, de modo que sabemos que entonces vivía. La otra fecha es algo menos segura, pero de todos modos, creemos que ya estaba muerto el 17 de junio, cuando la señora de la limpieza…

–Laila –intervino Axel al ver que Martin intentaba recordar el nombre.

–Eso es, Laila. Vino el día 17 de junio para limpiar como de costumbre, pero nadie le abrió la puerta, y la llave tampoco estaba donde solía estar cuando no había nadie en casa.

–Sí, Erik no se olvidaba nunca de dejar la llave para Laila y, que yo sepa, nunca se le olvidó. De modo que, si no abrió la puerta y si la llave no estaba en su lugar… –Axel calló y se pasó la mano rápidamente por los ojos, como si estuviese viendo una visión de su hermano que quisiera borrar enseguida.

–Lo siento mucho –comenzó Paula en tono amable–, pero es nuestro deber preguntarle dónde se encontraba entre el 15 y el 17 de junio. Es una pura formalidad, se lo aseguro.

Axel le indicó con un gesto que no tenía por qué excusarse.

–No hay motivo para disculparse, comprendo que es parte de vuestro trabajo y, además, sé que, según las estadísticas, la mayoría de los asesinatos se cometen en el seno de la familia, ¿no es cierto?

Martin asintió.

–Sí, nos gustaría que nos confirmara las fechas, para excluirlo cuanto antes de la investigación.

–Por supuesto. Iré a buscar mi agenda.

Axel tardó unos minutos en volver con una agenda bastante gruesa. Se sentó de nuevo y empezó a hojearla.

–Veamos… Me fui de Suecia directamente a París el tres de junio y no volví hasta que vosotros… tuvisteis la amabilidad de ir a buscarme al aeropuerto. Pero del 15 al 17 de junio… Veamos… El 15 tenía una reunión en Bruselas, viajé a Frankfurt el 16 y luego regresé a la oficina principal de París el 17. Puedo hacerme con unas copias de los billetes, si queréis. –Le entregó la agenda a Paula.

La agente la estudió con detenimiento y, tras un gesto inquisitivo a Martin, que negó con la cabeza, volvió a dejarla en la mesa.

–No, no creo que sea necesario. Pero ¿no recuerda nada relacionado con Erik en esos días? ¿Nada de particular? ¿Alguna llamada? ¿Algo que él mencionara?

Axel meneó la cabeza.

–No, lo siento. Como ya dije, mi hermano y yo no teníamos por costumbre llamarnos por teléfono muy a menudo cuando yo estaba fuera. Erik me habría llamado si la casa hubiese sido pasto de las llamas –dijo con una risita, aunque calló enseguida y volvió a pasarse la mano por los ojos.

»¿Eso es todo? ¿No hay nada más en lo que pueda seros útil? –añadió cerrando la agenda, que estaba en la mesa, con mucho cuidado.

–Sí –intervino Martin mirándolo fijamente–. La verdad es que hay algo más. Hemos interrogado a Per Ringholm a raíz de una agresión ocurrida hoy. Y nos contó que había intentado robar en vuestra casa a primeros de junio. Y que Erik lo sorprendió, lo encerró en la biblioteca y llamó a su padre, Kjell Ringholm.

–El hijo de Frans –declaró Axel.

Martin asintió.

–Exacto. Y Per oyó parte de una conversación entre Erik y Kjell, en la que acordaron que volverían a verse más adelante, ya que Erik poseía cierta información en la que sospechaba que Kjell estaría interesado. ¿Sabe algo de eso?

–No tengo ni idea –respondió Axel negando con vehemencia.

–¿Y lo que Erik quería contarle a Kjell? ¿No se le ocurre qué podría ser?

Axel guardó silencio unos instantes, parecía estar reflexionando. Luego, volvió a negar con un gesto.

–No, no me imagino qué podría ser. Aunque Erik invirtió mucho tiempo en esclarecer la época de la Segunda Guerra Mundial y, claro está, tuvo que abordar el nazismo de ese período, y Kjell se ha dedicado al nazismo en la Suecia actual. Así que me figuro que halló algún tipo de conexión, algo de interés histórico que le proporcionase a Kjell algún material de utilidad. Pero no tenéis más que preguntarle a él, podrá contaros de qué se trataba…

–Sí, precisamente vamos camino de Uddevalla para tener una conversación con él. Pero si recordara algo más… aquí tiene mi número de móvil. –Martin le anotó el número en un trozo de papel y se lo entregó a Axel, que lo guardó en la agenda.

Tanto Paula como Martin recorrieron en silencio el trayecto a la comisaría. Pero sus mentes se movían en la misma línea. ¿Qué era lo que se les estaba escapando? ¿Cuáles eran las preguntas que deberían haber formulado? A ambos les gustaría saberlo.

–No podemos retrasarlo más. No puede seguir en casa. –Herman miraba a sus hijas con una desesperación tan abismal que ellas apenas podían mirarlo a la cara.

–Ya lo sabemos, papá. Haces lo correcto, no existe otra alternativa. Has estado cuidando de mamá todo el tiempo que has podido, pero ahora son otros los que han de tomar el relevo. Y le encontraremos a mamá un lugar precioso. –Anna-Greta se puso detrás de su padre y le rodeó los hombros con los brazos. Se estremeció al notar lo escuálido que estaba. La enfermedad de su madre lo había consumido. Quizá más de lo que ellas habían advertido. O de lo que habían querido advertir. Se inclinó y apoyó la mejilla contra la de su padre.

–Estamos aquí, papá. Birgitta, Maggan y yo. Y nuestras familias. Estamos aquí contigo, ya lo sabes. No tendrás que sentirte solo nunca.

–Sin vuestra madre, me siento solo. Y eso nadie lo puede cambiar –repuso Herman con voz sorda al tiempo que, con mano rápida, se enjugaba una lágrima en la manga de la camisa–. Pero sé que es lo mejor para Britta. Lo sé.

Sus hijas intercambiaron una mirada elocuente. Herman y Britta habían sido el núcleo de sus vidas, algo sólido, algo seguro en lo que todos podían hallar sostén. Y ahora la base de sus vidas se tambaleaba, y se tendían los brazos para tratar de recuperar el punto de apoyo de su existencia. Era aterrador ver a tus padres encogerse, reducirse, volverse más pequeños que uno mismo. Tener que intervenir y comportarse como adultos con aquellos a quienes, de pequeños, veíamos como infalibles, inquebrantables. Aunque, en la edad adulta, ya no ve uno a sus padres como seres divinos con respuesta para todo, pero resulta doloroso verlos perder la fuerza que un día poseyeron.

Anna-Greta abrazó a su padre unas cuantas veces más y se sentó de nuevo a la mesa de la cocina.

–¿Estará bien ahora que tú estás aquí? –preguntó Maggan inquieta–. ¿No será mejor que vaya a verla?

–Se había dormido cuando me fui –respondió Herman–. Pero no suele dormir más de una hora seguida, así que creo que me voy a ir a casa ya –añadió levantándose despacio para marcharse.

–¿Y no podemos ir nosotras y estar con ella un par de horas? Así tú podrás descansar un rato en el cuarto de invitados, ¿no? –le dijo Maggan, puesto que se habían reunido en su casa para tomar café y hablar de su madre.

–Pues es una idea estupenda, ¿no? –convino Maggan asintiendo y mirando a su padre ansiosa–. Échate un rato y vamos nosotras.

–Gracias, hijas –dijo Herman dirigiéndose al vestíbulo–. Pero vuestra madre y yo llevamos cincuenta años cuidándonos mutuamente, y quiero aprovechar para seguir haciéndolo los ratos que nos queden. Una vez que ingrese en la residencia… –No concluyó la frase, sino que se apresuró a salir antes de que sus hijas alcanzaran a ver las lágrimas.

Britta sonreía en sueños. La claridad que el cerebro le negaba en estado de vigilia acudía a ella en el sueño. Entonces lo veía todo tan claro… Parte de los recuerdos no eran bien recibidos, pero se le presentaban de todos modos. Como el silbido del cinturón de su padre al azotar los traseros infantiles. O las mejillas siempre anegadas en llanto de su madre. O la angostura de la pequeña casa de la loma, donde el llanto de los niños resonaba en las habitaciones de tal modo que ella sentía deseos de llevarse las manos a los oídos y ponerse a gritar. Sin embargo, también existían recuerdos más agradables. Como los veranos, cuando corrían por las cálidas rocas jugando despreocupados. Elsy, con aquellos vestidos estampados de flores que su madre, tan mañosa, le cosía en casa. Erik, con los pantalones cortos y el semblante grave. Frans, con el cabello rubio y rizado que ella siempre deseaba acariciar, incluso cuando eran tan pequeños que la diferencia entre niño y niña apenas tenía el menor significado.

Una voz se abrió paso por entre los recuerdos de sus ensoñaciones. Una voz que Britta reconocía perfectamente. La misma que se dirigía a ella cada vez con más frecuencia, ya estuviese despierta o dormida o inmersa en la niebla. La voz que lo penetraba todo y todo lo quería, exigiendo con insistencia existir en su mundo. Aquella voz que no le permitía la reconciliación, el olvido. Aquella voz que ella creía no tener que volver a oír jamás. Y pese a todo, allí estaba. Era tan extraña… Y tan aterradora…

Britta agitaba la cabeza de un lado a otro sobre el almohadón. Trataba de zafarse de la voz en sueños. Y lo consiguió al final. Una serie de recuerdos felices se le fueron imponiendo. La primera vez que vio a Herman. El instante en que supo que él y ella compartirían sus vidas. Una boda. Ella misma, ataviada con un vestido blanco precioso y ebria de felicidad. Los dolores y, después, el amor, cuando nació Anna-Greta. Y luego Birgitta y Margareta, a las que quería con igual intensidad. Herman, que se dedicaba a cuidarlas y a cambiarles los pañales, pese a las indignadas protestas de su madre. Lo hacía por amor, no por obligación, no porque alguien se lo exigiese. Allí, en aquellos recuerdos. Si la obligasen a elegir entre uno solo con el que llenar su cabeza el resto de su vida, optaría por el de Herman lavando a la más pequeña de las niñas en la bañerita. Lo hacía tarareando una cancioncilla sin dejar de sujetar con mimo la cabecita inestable. Y, extremando la precaución, iba pasando la manopla por el tierno cuerpecillo. Mirando a los ojos a su hija, que seguía perpleja todos sus movimientos, Britta se veía a sí misma en el umbral, adonde había ido de puntillas para poder observarlos. Aunque olvidase todo lo demás, lucharía por conservar aquella remembranza en la memoria. Herman y Margareta, la mano bajo la cabecita, la ternura, la calidez.

Un ruido la arrancó del sueño. Intentó volver a la ensoñación. Al sonido del chapoteo del agua cada vez que Herman humedecía la manopla. Al sonido del gorjeo complacido de Margareta al sentirse envuelta en el agua caliente. Pero un nuevo sonido la obligó a acercarse más aún a la superficie. Más aún a la niebla que ella quería esquivar a toda costa. Despertarse era arriesgarse a que la engullera lo gris, lo borroso que tomaba el mando sobre su cabeza y que ocupaba una porción cada vez mayor de su tiempo.

Al final y a su pesar, abrió los ojos. Entrevió una figura inclinada sobre ella que la miraba. Britta sonrió. Quizá no estuviese despierta, después de todo. Quizá aún se las arreglase para mantener a raya la neblina con los recuerdos del sueño.

–¿Eres tú? –preguntó observando a quien ahora se inclinaba aún más cerca. Britta sentía el cuerpo exánime y pesado por el sueño, del que aún no había salido por completo, y no era capaz de moverse. Durante un minuto, ninguno de los dos dijo nada. No había mucho que decir. Luego una certeza empezó a penetrar el cerebro maltrecho de Britta. Los recuerdos emergieron a la superficie de la conciencia. Unos sentimientos que habían caído en el olvido, pero que ahora chisporroteaban despertando a la vida de nuevo. Y sintió que arraigaba en ella el miedo. El mismo miedo del que la había liberado el olvido progresivo. En aquel momento vio a la muerte junto al lecho, y todo su ser protestaba ante la perpectiva de tener que abandonar ahora la vida y cuanto tenía. Se agarró a las sábanas con fuerza, sin que los labios resecos pudiesen emitir más sonido que un murmullo gutural. El terror se apoderó de todo su cuerpo y la hizo mover la cabeza violentamente de un lado a otro. Desesperada, intentó comunicarse mentalmente con Herman, hacerle llegar su grito de auxilio, como si pudiera oírla a través de las ondas de pensamiento que ella enviaba al aire. Aunque ya sabía que era en vano. La muerte había acudido para llevársela, pronto caería la guadaña y no había nadie que pudiera ayudarle. Sola, moriría sola, en la cama. Sin Herman. Sin las niñas. Sin una despedida. Y en ese momento la niebla se había esfumado por completo y hacía mucho que no tenía la mente tan despejada. Con el miedo zumbándole en el pecho como un animal desbocado, logró por fin exhalar un hondo suspiro y emitir un grito. La muerte no se movió. Sólo la observaba allí tumbada en la cama, la miraba y sonreía. No era una sonrisa inusual y, precisamente por eso, resultaba tanto más aterradora.

Luego, la muerte se agachó y cogió entre sus manos el almohadón del lado de Herman. Britta vio espantada cómo se acercaba lo blanco. La niebla definitiva.

El cuerpo se rebeló un instante, atosigado por la falta de aire. Intentó tomar aliento, hacer llegar otra vez el oxígeno a los pulmones. Las manos de Britta soltaron la sábana, manotearon frenéticas en el aire. Hallaron resistencia, tocaron piel. Arañaron y tiraron y lucharon para poder vivir un rato más.

Luego todo se volvió negro.

Grini, en las inmediaciones de Oslo, 1944
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