Las palabras y las cosas (18 page)

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Authors: Michel Foucault

BOOK: Las palabras y las cosas
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4. LA ARTICULACIÓN

El verbo
ser
, mezcla de atribución y de afirmación, encrucijada del discurso sobre la posibilidad primera y radical de hablar, define el primer invariable de la proposición, que es el más fundamental. Al lado de él, de una parte y de otra, elementos: partes del discurso o de la "oración". Estos terrenos son indiferentes aún y sólo están determinados por la figura pequeña, casi imperceptible y central, que designa el ser; funcionan en torno a este "judicator" como la cosa que ha de ser juzgada —el
judicando
y la cosa juzgada— el
judicado
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¿Cómo puede transformarse este dibujo puro de la proposición en frases distintas? ¿Cómo puede el discurso enunciar todo el contenido de una representación?

Porque está hecho de palabras que
nombran
, parte por parte, a lo que se da a la representación.

La palabra designa, es decir, que en su naturaleza misma es nombre. Nombre propio ya que está dirigido hacia tal representación y hacia ninguna otra. Tanto que, frente a la uniformidad del verbo —que nunca es más que el enunciado universal de la atribución— los nombres pululan al infinito. Debería haber tantos como cosas por nombrar. Pero cada nombre estaría así tan fuertemente enlazado con la única representación que designa, que no se podría formular la más mínima atribución; y el lenguaje recaería por debajo de sí mismo: "si no tuviéramos más sustantivos que los nombres propios, habría que multiplicarlos sin fin. Estas palabras, cuya multitud sobrecargaría la memoria, no pondrían ningún orden en los objetos de nuestro conocimiento ni, en consecuencia, en nuestras ideas, y todos nuestros discursos quedarían en la mayor confusión".
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Los nombres no pueden funcionar en la frase y permitir la atribución a no ser que uno de los dos (el atributo, por lo menos) designe cualquier elemento común a varias representaciones. La generalidad del nombre es tan necesaria para las partes del discurso como la designación del ser para la forma de la proposición.

Esta generalidad puede adquirirse de dos maneras. O bien por una articulación horizontal, que agrupa a los individuos que tienen entre sí cierta identidad y separa a los que son diferentes; forma así una generalización sucesiva de grupos cada vez más grandes (y cada vez menos numerosos); puede también subdividirlos casi al infinito por nuevas distinciones y volver así al nombre propio del que forma parte;
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todo el orden de las coordinaciones y de las subordinaciones está recubierto por el lenguaje y cada uno de estos puntos figura allí con su nombre: del individuo a la especie, después de ésta al género y a la clase, el lenguaje se articula exactamente sobre el dominio de las generalidades crecientes; esta función taxinómica es manifestada, en el lenguaje, por los sustantivos: se dice, un animal, un cuadrúpedo, un perro, un perro de aguas.
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O bien por una articulación vertical —ligada a la primera, pues son indispensables una a otra—; esta segunda articulación distingue las cosas que subsisten por sí mismas de aquellas —modificaciones, rasgos, accidentes o caracteres— que nunca pueden encontrarse en estado independiente: en la profundidad, las sustancias; en la superficie, las cualidades; este corte —esta metafísica, como decía Adam Smith
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— se manifiesta en el discurso por la presencia de adjetivos que designan, en la representación, todo aquello que no puede subsistir por sí. La primera articulación del lenguaje (si ponemos aparte el verbo ser que es condición lo mismo que parte del discurso) se hace, pues, según dos ejes ortogonales: uno va del individuo singular al general; el otro va de la sustancia a la cualidad. En su entrecruzamiento reside el nombre común; en un extremo el nombre propio y en el otro el adjetivo.

Sin embargo, estos dos tipos de representación no distinguen las palabras entre sí más que en la medida exacta en que la representación es analizada a partir de este mismo modelo. Como dicen los autores de
Port-Royal
: las palabras "que significan las cosas se llaman nombres
sustantivos
, como
tierra, sol
. Los que significan las maneras, señalando al mismo tiempo al sujeto al que convienen, se llaman nombres
adjetivos
, como
bueno, justo, redondo".
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Entre la articulación del lenguaje y la de la representación hay, no obstante, un juego. Cuando hablamos de "blancura", designamos desde luego una cualidad, pero la designamos por medio de un sustantivo: cuando hablamos de los "humanos", utilizamos un adjetivo para designar a individuos que subsisten por sí mismos. Este deslizamiento no indica que el lenguaje obedezca leyes distintas a las de la representación: sino, por el contrario, que tiene consigo mismo, y en su espesor propio, relaciones idénticas a las de la representación. ¿Acaso no es, en efecto, una representación desdoblada y no tiene el poder de combinar con los elementos de la representación distinta de la primera, si bien no tiene otra función y sentido que representarla? Si el discurso se apodera del adjetivo que designa una modificación y le da valor en el interior de la frase como la
sustancia
misma de la proposición, entonces el adjetivo se convierte en sustantivo; por el contrarío, el nombre que se comporta como un accidente dentro de la frase se convierte, a su vez, en adjetivo, aunque designe, como de pasada, sustancias. "Porque la sustancia es lo que subaste por sí mismo, se ha llamado sustantivos a todas las palabras que subsisten por sí mismas en el discurso, aun cuando signifiquen accidentes. Y, por el contrario, se llama adjetivos a aquellas que significan sustancias, cuando, por su manera de significar, deben unirse a otros nombres en el discurso".
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Los elementos de la proposición tienen entre sí relaciones idénticas a las de la representación; pero esta identidad no está asegurada punto por punto de suerte que toda sustancia sería designada por un sustantivo y todo accidente por un adjetivo. Se trata de una identidad global y de naturaleza: la proposición
es
una representación; se articula según los mismos modos que ella; pero le pertenece el poder de articular de una manera u otra la representación que ella transforma en discurso. Es, en sí misma, una representación que articula otra, con una posibilidad de desplazamiento que constituye, a la vez, la libertad del discurso y la diferencia de las lenguas.

Tal es la primera capa de articulación: la más superficial, en todo caso, la más aparente. A partir de ahora, todo puede convertirse en discurso. Pero en un lenguaje poco diferenciado no se dispone todavía, para destacar los nombres, sino de la monotonía del verbo ser y de su función atributiva. Ahora bien, los elementos de la representación se articulan de acuerdo con una red de relaciones complejas (sucesión, subordinación, consecuencia) que es necesario hacer pasar a través del lenguaje a fin de que éste se haga realmente representativo. De allí, todas las palabras, sílabas y aun letras que, circulando entre los nombres y los verbos, deben designar esas ideas que Port-Royal llamaba "accesorias";
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son necesarias las preposiciones y las conjunciones; son necesarios los signos de sintaxis que indican las relaciones de identidad o de concordancia, y los de dependencia o de régimen:
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marcas de plural o de género, casos de las declinaciones; hacen falta, por último, palabras que relacionen los nombres comunes con los individuos que designan —esos artículos o esos demostrativos que Lemercier llamaba "concretores" o "desabstractores".
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Tal multitud de palabras constituye una articulación inferior a la unidad del nombre (sustantivo o adjetivo) tal como es requerida por la forma desnuda de la proposición: ninguna de ellas tiene, para sí y en estado de aislamiento, un contenido representativo que esté fijo y determinado; no recubren una idea —ni siquiera accesoria— sino una vez que se ha ligado a otras palabras; en tanto que los nombres y los verbos son "significados absolutos", ellas no tienen significación a no ser de un modo relativo.
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Sin duda alguna, se dirigen a la representación; no existen sino en la medida en que ésta, al analizarse, deja ver la red interior de esas relaciones; pero ellas mismas no tienen más valor que el que les da el conjunto gramatical del que forman parte. Establecen una articulación nueva y de naturaleza mixta en el lenguaje, articulación que es, a la vez, representativa y gramatical, sin que ninguno de estos dos órdenes pueda dominar exactamente al otro.

He aquí que la frase se puebla de elementos sintácticos que tienen un corte más fino que las grandes figuras de la proposición. Este nuevo corte pone a la gramática general ante la necesidad de una elección: o bien proseguir el análisis por debajo de la unidad nominal y hacer aparecer, antes de la significación, los elementos insignificantes de los que está construida, o bien reducir por una marcha regresiva esta unidad nominal, reconocerle medidas más restringidas y volver a encontrar la eficacia representativa por debajo de las palabras plenas, en las partículas, en las sílabas y hasta en las letras mismas. Estas posibilidades se abren —más bien, son prescritas— desde el momento en que la teoría de las lenguas se da por objeto al discurso y al análisis de sus valores representativos. Definen el
punto de herejía
que comparte la gramática del siglo xviii.

"¿Supondremos —dice Harris— que toda definición es, lo mismo que el cuerpo, divisible en una infinidad de significaciones distintas, divisibles ellas mismas al infinito? Esto sería un absurdo; es completamente necesario admitir que hay sonidos significativos, ninguna de cuyas partes puede tener significación por sí misma."
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La significación desaparece desde el momento en que los valores representativos de las palabras son disociados o suspendidos: en su independencia, aparecen materiales que no son articulados por el pensamiento y cuyos lazos no pueden remitirse a los del discurso. Hay una "mecánica" propia de las concordancias, de los regímenes, de las flexiones, de las sílabas y de los sonidos, y ningún valor representativo puede dar cuenta de esta mecánica. Es necesario tratar el idioma como a esas máquinas que se perfeccionan poco a poco:
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en su forma más simple la frase sólo está compuesta por un sujeto, un verbo y un atributo; y toda adición de sentido exige una proposición nueva y completa; así las máquinas más rudimentarias suponen principios de movimiento que son diferentes para cada uno de sus órganos. Pero al perfeccionarse, someten a un único y mismo principio todos sus órganos, que no son ya más que intermediarios, medios de transformación, puntos de aplicación; asimismo, al perfeccionarse, las lenguas hacen pasar el sentido de una proposición por órganos gramaticales que, en sí mismos, no tienen valor representativo y cuyo papel es precisar, enlazar los elementos, indicar sus determinaciones actuales. En una frase y de un solo golpe se pueden marcar las relaciones de tiempo, de consecuencia, de posesión, de localización que entran en la serie sujeto-verbo-atributo, pero no pueden ser cercados por una distinción tan vasta. De allí la importancia que tomaron, con Bauzée,
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las teorías del complemento, de la subordinación. De allí también el papel cada vez mayor de la sintaxis; en la época de Port-Royal, ésta era identificada con la construcción y el orden de las palabras, así, pues, con el desarrollo interior de la proposición;
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con Sicard se hizo independiente: es ella la "que ordena su forma propia a cada palabra".
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Así se esboza la autonomía de lo gramatical, tal como será definida, al terminar el siglo, por Sylvestre de Saci, que, junto con Sicard, es el primero en distinguir el análisis lógico de la proposición y el gramatical de la frase.
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Comprendemos por qué los análisis de este género quedaron suspendidos en tanto que el discurso se convirtió en el objeto de la gramática; desde que se llegó a una capa de la articulación en la que los valores representativos se deshacían en polvo, se pasó al otro lado de la gramática, aquel en el que no tenía presa, en un dominio que era el del uso y de la historia —la sintaxis, en el siglo xviii, era considerada como el lugar arbitrario en el que desplegaban sus fantasías los hábitos de cada pueblo.
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En todo caso, en el siglo xviii, no podían ser más que posibilidades abstractas y no prefiguraciones de lo que llegaría a ser la filología, solo eran la rama no privilegiada de una elección. Frente a esto, a partir del mismo punto de herejía, vemos desarrollarse una reflexión que, para nosotros y para la ciencia del lenguaje que hemos construido desde el siglo xix, está desprovista de valor, pero que, sin embargo, permite mantener todo el análisis de los signos verbales en el interior del discurso. Y que, por este recubrimiento exacto, formaba parte de las figuras positivas del saber. Se buscaba la oscura función nominal que se creía investida y oculta en estas palabras, en estas sílabas, en estas flexiones, en estas letras que el análisis de la proposición, demasiado laxo, dejaba pasar a través de su criba. Después de todo, como señalaban los autores de Port-Royal, todas las partículas del enlace tienen un cierto contenido ya que representan la manera en que se enlazan los objetos y aquella en que se encadenan en nuestras represen- taciones.
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¿Acaso no es de suponerse que tengan nombres lo mismo que todas las demás? Pero en vez de sustituir objetos, han tomado el lugar de los gestos por medio de los cuales los hombres los indican o simulan sus lazos y su sucesión.
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Son estas palabras las que o bien han perdido poco a poco su sentido propio (en efecto, éste no siempre era visible, ya que estaba ligado a los gestos, al cuerpo y a la situación del locutor) o bien se han incorporado a otras palabras en las que encuentran un apoyo estable y a las que, en cambio, ellas proporcionan todo un sistema de modificaciones.
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Tanto que todas las palabras, sean las que fueren, son nombres adormecidos: los verbos han añadido nombres adjetivos al verbo ser; las conjunciones y las preposiciones son los nombres de gestos inmóviles de ahí en adelante; las declinaciones y las conjugaciones no son otra cosa que nombres absorbidos. Ahora, las palabras pueden abrirse y liberar el vuelo de todos los nombres depositados en ellas. Como dice Le Bel a título de principio fundamental del análisis, "no hay ensamblaje en el que las partes no hayan existido por separado antes de ser ensambladas",
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lo que le permitía reducir todas las palabras a elementos silábicos en los que reaparecen al fin. los viejos nombres olvidados —los únicos vocablos que tuvieron posibilidad de existir al lado del verbo ser:
Romulus
, por ejemplo,
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viene de Roma y de
moliri
(construir); y Roma viene de Ro, que designaba la fuerza (
Robur
) y de
Ma
, que indicaba grandeza (
magnus
). De la misma manera, Thiébault descubre en "abandonar" tres significaciones latentes: a, que "presenta la idea de la tendencia o del destino de una cosa hacia otra";
ban
, que "da la idea de la totalidad del cuerpo social", y
do
, que indica "el acto por el cual uno se desliga de una cosa".
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