Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
De esta manera se dibuja, como por puntos, la gran red del saber empírico: la de los órdenes no cuantitativos. Y quizá la unidad remota pero insistente de una
Taxinomia universalis
aparece con toda claridad en Linneo, cuando proyecta volver a encontrar en todos los dominios concretos de la naturaleza o de la sociedad, las mismas distribuciones y el mismo orden
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El límite del saber será la transparencia perfecta de las representaciones a los signos que las ordenan.
La existencia del lenguaje en la época clásica es, a la vez, soberana y discreta.
Soberana dado que sobre las palabras ha recaído la tarea y el poder de "representar el pensamiento". Pero representar no quiere decir aquí traducir, proporcionar una versión visible, fabricar un doble material que sea capaz de reproducir, sobre la vertiente externa del cuerpo el pensamiento en toda su exactitud. Representar es oír en el sentido estricto: el lenguaje representa el pensamiento, como éste se representa a sí mismo. Para constituir el lenguaje o para animarlo desde el interior, no hay un acto esencial y primitivo de significación, sino sólo, en el núcleo de la representación, este poder que le pertenece de representarse a sí misma, es decir, de analizarse, yuxtaponiéndose, parte a parte, bajo la mirada de la reflexión, y delegándose a sí misma en un sustituto que la prolonga. En la época clásica no se da nada que no se dé en la representación; pero por este hecho mismo, no surge ningún signo, no se enuncia ninguna palabra, ninguna frase ni ninguna proposición se dirige jamás a ningún contenido sino por el juego de una representación que se pone a distancia de sí misma, se desdobla y se refleja en otra representación que es equivalente a ella. Las representaciones no se enraizan en un mundo del que tomarían su sentido; se abren por sí mismas sobre un espacio propio, cuya nervadura interna da lugar al sentido. Y el lenguaje está ahí en este rodeo que la representación establece con respecto a sí misma. Así, pues, las palabras no forman la más mínima película que duplique el pensamiento por el lado de la fachada; lo recuerdan, lo indican, pero siempre desde el interior, entre todas esas representaciones que representan otras. El lenguaje clásico está mucho más cercano de lo que se cree al pensamiento que está encargado de manifestar; pero no es paralelo a él; está cogido en su red y entretejido en la trama misma que desarrolla. No es un efecto exterior del pensamiento, sino pensamiento en sí mismo.
Y, por ello, se hace invisible o casi invisible. En todo caso, se ha hecho tan transparente a la representación que su ser deja de ser un problema. El Renacimiento se detuvo ante el hecho en bruto de que hay un lenguaje: en el espesor del mundo, un grafismo mez ciado a las cosas o que corre por debajo de ellas; siglos depositados sobre los manuscritos o sobre las hojas de los libros. Y todas estas marcas insistentes apelaban a un segundo lenguaje —el del comentario, de la exégesis, de la erudición— para hacer hablar y hacer al fin móvil al lenguaje que dormía en ellas; el ser del lenguaje precedía, como una muda obstinación, a lo que se podía leer en él y a las palabras en que se le hacía resonar. A partir del siglo xvii, lo que se elide es esta existencia maciza e intrigante del lenguaje. No aparece ya oculta en el enigma de la marca: aparece más bien desplegada en la teoría de la significación. En el límite, se podría decir que el lenguaje clásico no existe, sino que funciona: toda su existencia tiene lugar en su papel representativo, se limita exactamente a él y acaba por agotarse en él. El lenguaje no tiene otro lugar que no sea la representación, ni tiene valor a no ser en ella: en este molde que ha podido arreglarse.
Por ello, el lenguaje clásico descubre una cierta relación consigo mismo que hasta entonces no había sido posible ni aun concebible. Con respecto a sí mismo, el lenguaje del siglo xvi se encontraba en una posición de comentario perpetuo: ahora bien, éste no puede hacerse a no ser que exista el lenguaje —un lenguaje que preexiste silenciosamente al discurso por medio del cual se intenta hacerlo hablar; para comentar, es necesario el antecedente absoluto del texto; y a la inversa, si el mundo es un entrelazamiento de marcas y de palabras, ¿cómo hablar a no ser en la forma de comentario? A partir de la época clásica, el lenguaje se despliega en el interior de la representación y en este desdoblamiento de sí misma que la ahueca. De ahora en adelante, el Texto primero se borra y, con él, todo el fondo inextinguible de las palabras cuyo ser mudo estaba inscrito en las cosas; lo único que permanece es la representación que se desarrolla en los signos verbales que la manifiestan y que se convierte, por ello, en
discurso
. El enigma de una palabra que debe ser interpretada por un segundo lenguaje es sustituido por la discursividad esencial de la representación: posibilidad abierta, aun neutra e indiferente, pero que el discurso se encargará de completar y fijar. Ahora bien, cuando este discurso se convierte a su vez en objeto del lenguaje, no se le interroga como si dijera algo sin decirlo, como si fuera un lenguaje retenido en sí mismo y una palabra cerrada; no se trata ya de hacer surgir el gran propósito enigmático que se oculta bajo estos signos; se le pregunta cómo funciona: qué representaciones designa, qué elementos recorta y descuenta, cómo se analiza y compone, qué juego de sustituciones le permite asegurar su papel de representación. El
comentario
deja su lugar a la
crítica
. Esta nueva relación que instaura el lenguaje con respecto a sí mismo no es simple ni unilateral. Al parecer, la crítica se opone al comentario como el análisis de una forma visible al descubrimiento de un contenido oculto. Pero, dado que esta forma es la de una representación, la crítica sólo puede analizar el lenguaje en términos de verdad, de exactitud, de propiedad o de valor expresivo. De allí, el papel mixto de la crítica y la ambigüedad de la que nunca ha podido deshacerse. Interroga al lenguaje como si fuera función pura, conjunto de mecanismos, gran juego autónomo de los signos; pero no puede a la vez dejar de plantearle la pregunta acerca de su verdad o de su mentira, de su transparencia o de su opacidad, así, pues, del modo de presencia de lo que dice en las palabras por medio de las cuales lo representa. A partir de esta doble necesidad fundamental puede ir saliendo, poco a poco, a luz la oposición entre el fondo y la forma para ocupar el lugar que se sabe. Pero, sin duda, esta oposición no se consolida sino tardíamente, cuando, en el siglo xix, la relación crítica se vuelve frágil a su vez. En la época clásica, la crítica se ejerce, sin disociación y como en bloque, sobre el papel representativo del lenguaje. Toma, pues, cuatro formas distintas, si bien solidarias y articuladas la una sobre la otra. Se despliega, desde luego, en el orden reflexivo, como una crítica de las
palabras
: imposibilidad de construir una ciencia o una filosofía con el vocabulario recibido; denuncia de los términos generales que confunden lo que es claro y distinto en la representación y de los términos abstractos que separan lo que debe permanecer solidario; necesidad de constituir el tesoro de una lengua perfectamente analítica. Se manifiesta también en el orden gramatical como un análisis de los valores representativos de la sintaxis, del orden de las palabras, de la construcción de las frases: ¿acaso es más perfecta una lengua cuando tiene declinaciones o cuando tiene un sistema de proposiciones?, ¿es preferible que el orden de las palabras sea libre o rigurosamente determinado?, ¿qué régimen de tiempos expresa mejor las relaciones de sucesión? La crítica se da también su espacio en el examen de las formas de la retórica: análisis de las
figuras
, es decir, de los tipos de discurso con el valor expresivo de cada uno, análisis de los
tropos, es
decir, de las diferentes relaciones que la palabras pueden tener con un mismo contenido representativo (designación por la parte o por el todo, lo esencial o lo accesorio, el suceso o la circunstancia, la cosa misma o sus análogos). Por último, la crítica, frente al lenguaje existente y ya escrito, se pone la tarea de definir la relación que tiene con lo que representa: de esta manera, la exégesis de los textos religiosos se ha cargado, a partir del siglo xvii, de métodos críticos: en efecto, ya no se trataba de repetir lo que ya se decía en ellos, sino de definir a través de qué figuras e imágenes, en qué orden, con qué fines expresivos y para decir qué verdad, tal discurso había sido dado por Dios o por los Profetas en la forma en que nos ha sido trasmitido.
Tal es, en su diversidad, la dimensión crítica que se instaura necesariamente cuando el lenguaje se interroga sobre sí mismo a partir de su función. Desde la época clásica, el comentario y la crítica se oponen profundamente. Al hablar del lenguaje en términos de representación y de verdad, la crítica lo juzga y lo profana. Manteniendo al lenguaje en la irrupción de su ser y preguntándole por lo que respecta a su secreto, el comentario se detiene ante el escarpe del texto anterior y se propone la tarea imposible, siempre renovada, de repetir el nacimiento en sí: lo sacraliza. Estas dos maneras del lenguaje de fundar una relación consigo mismo van a entrar de ahora en adelante en una rivalidad de la que aún no hemos salido. Y que quizá se refuerce de día en día. Pues la literatura, objeto privilegiado de la crítica, no ha dejado de aproximarse, desde Mallarmé, a lo que el lenguaje es en su ser mismo y, por ello, pide un segundo lenguaje que no tenga ya la forma de crítica sino de comentario. En efecto, todos los lenguajes críticos, desde el siglo xix, están cargados de exégesis, un poco a la manera en que, en la época clásica, las exégesis estaban cargadas de métodos críticos. Sin embargo, en tanto que no se desate la pertenencia del lenguaje a la representación en nuestra cultura o, cuando menos, se la delimite, todos los segundos lenguajes seguirán presos en la alternativa de la crítica o el comentario. Y proliferarán al infinito en su indeterminación.
Una vez elidida la existencia del lenguaje, sólo subsiste su funcionamiento en la representación: su naturaleza y sus virtudes de
discurso
. Esto no es más que la representación misma representada por medio de signos verbales. Pero ¿cuál es entonces la particularidad de estos signos y este extraño poder que les permite, mejor que a todos los demás, anotar la representación, analizarla y recomponerla? Entre todos los sistemas de signos, ¿cuál es el propio del lenguaje?
En un primer examen, es posible definir las palabras por su arbitrariedad o su carácter colectivo. En su raíz primera, el lenguaje está hecho —como dijo Hobbes— de un sistema de notas que los individuos han elegido de antemano por sí mismos: por medio de estas marcas, pueden recordar las representaciones, ligarlas, disociarlas y trabajar con ellas. Son las notas que una convención o una violencia han impuesto a la colectividad;
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pero de cualquier manera, el sentido de las palabras sólo pertenece a la representación de cada uno y por mucho que sea aceptado por todos, no tiene otra existencia que la que tiene en el pensamiento de los individuos tomados uno por uno: "Aquello, pues, de que las palabras son signos —dice Locke—, son las ideas del que habla; ni tampoco puede nadie aplicarlas, como señales, de un modo inmediato a ninguna otra cosa, salvo a las ideas que él mismo tiene".
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Lo que distingue al lenguaje de todos los demás signos y le permite desempeñar un papel decisivo en la representación no es tanto que sea individual o colectivo, natural o arbitrario, sino que analice la representación según un orden necesariamente sucesivo: los sonidos, en efecto, sólo pueden ser articulados uno a uno; un lenguaje no puede representar al pensamiento, de golpe, en su totalidad; es necesario que lo disponga parte a parte según un orden lineal. Ahora bien, éste es extraño a la representación. Es verdad que los pensamientos se suceden en el tiempo, pero cada uno forma una unidad, ya sea que se admita, con Condillac,
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que todos los elementos de una representación son dados en un instante y que sólo la reflexión puede desarrollarlos uno a uno, ya sea que se admita con Destutt de Tracy que se suceden con una rapidez tan grande que no es prácticamente posible observarla ni retener su orden.
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Son estas representaciones, así encerradas en sí mismas, las que hay que desarrollar en las proposiciones: para mi mirada, "el abrirse es interior a la rosa"; pero no puedo evitar que, en mi discurso, la preceda o la siga.
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Si el espíritu tuviera el poder de pronunciar las ideas "tal como las percibe", es indudable que "las pronunciaría todas a la vez".
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Pero es justo esto lo que no es posible, pues, si "el pensamiento es una operación simple, su enunciación es una operación sucesiva".
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Allí reside lo propio del lenguaje, lo que lo distingue a la vez de la representación (de la que no es a su vez sino representación) y de los signos (a los que pertenece sin otro privilegio particular). No se opone al pensamiento como el exterior al interior o la expresión a la reflexión; no se opone a los otros signos —gestos, pantomimas, versiones, pinturas, emblemas—
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como lo arbitrario o lo colectivo a lo natural y a lo singular, sino a todo esto como lo sucesivo a lo contemporáneo. Es, con respecto al pensamiento y a los signos, lo que el álgebra respecto a la geometría: sustituye la comparación simultánea de las partes (o de las magnitudes) por un orden cuyos grados han de recorrerse unos tras otros. En este sentido estricto, el lenguaje es el análisis del pensamiento: no un simple recorte, sino la profunda instauración del orden en el espacio.
Allí se sitúa este dominio epistemológico nuevo al que la época clásica dio el nombre de "gramática general". Sería un contrasentido ver en ella sólo la aplicación pura y simple de una lógica a la teoría del lenguaje. Pero también sería un contrasentido el quererla descifrar como prefiguración de una lingüística.
La gramática general es el estudio del orden verbal en su relación con la simultaneidad que está encargado de representar
. Así, pues, no tiene como objeto propio ni al pensamiento ni al lenguaje: sino al
discurso
, entendido como sucesión de signos verbales. Esta sucesión es artificial en relación con la simultaneidad de las representaciones y en esta medida el lenguaje se opone al pensamiento como lo reflexionado a lo inmediato. Y, sin embargo, esta sucesión no es la misma en todas las lenguas: algunas colocan la acción en la mitad de la frase; otras al final; algunas nombran desde el principio el objeto principal de la representación, otras las circunstancias accesorias: como lo señala la
Encyclopédie
, lo que hace que las lenguas extrañas sean opacas unas a otras y tan difíciles de traducir, es la incompatibilidad de su sucesión, más que la diferencia de las palabras.
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Con relación al orden evidente, necesario, universal, que la ciencia y, en especial, el álgebra, introducen en la representación, el lenguaje es espontáneo, irreflexionado; es, por así decirlo, natural. Es también y según el punto de vista desde el cual se lo mire, una representación ya analizada, más que una reflexión en estado salvaje. A decir verdad, es el lazo concreto entre la representación y la reflexión. No es tanto un instrumento de comunicación de los hombres entre sí, como el camino por el cual la representación se comunica necesariamente con la reflexión. Por ello, la
gramática general
ha adquirido tanta importancia para la filosofía en el curso del siglo xviii: era, en un solo acto, la forma espontánea de la ciencia, como una lógica incontrolada del espíritu
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y la primera descomposición reflexionada del pensamiento: una de las rupturas más primitivas con lo inmediato. Constituía una especie de filosofía inherente al espíritu —"cuánta metafísica no ha sido indispensable, dijo Adam Smith, para formar el menor de los adjetivos"
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— y lo que toda filosofía debía retomar a fin de reencontrar, a través de tantas diversas elecciones, el orden necesario y evidente de la representación. Forma inicial de toda reflexión, tema primero de toda crítica, tal es el lenguaje. Lo que la
gramática general
toma como objeto es esta cosa ambigua, tan amplia como el conocimiento, pero siempre interior a la representación.