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Authors: Michel Foucault

Las palabras y las cosas (12 page)

BOOK: Las palabras y las cosas
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Aquí es donde el saber rompe su viejo parentesco con la
divinatio
. Ésta supone signos que le son anteriores: de modo que el conocimiento entero se alojaba en el hueco de un signo descubierto, afirmado o secretamente trasmitido. Su tarea era revelar un lenguaje previo repartido por Dios en el mundo; en este sentido, y por una implicación esencial, adivinaba y adivinaba lo
divino
. A partir de ahora, el signo empezará a significar dentro del interior del conocimiento: de él tomará su certidumbre o su probabilidad. Y si Dios usa todavía signos para hablarnos a través de la naturaleza, se sirve de nuestros conocimientos y de los enlaces que se establecen entre las impresiones a fin de instaurar en nuestro espíritu una relación de significación. Tal es el papel del sentimiento en Malebranche o de la sensación en Berkeley: en el juicio natural, en el sentimiento, en las impresiones visuales, en la percepción de la tercera dimensión, hay conocimientos apresurados, confusos, pero presentes, inevitables y apremiantes, que sirven de signos a los conocimientos discursivos, que nosotros, porque no somos espíritus puros, no tenemos el ocio o el permiso de alcanzar por nosotros mismos y por la sola fuerza de nuestro espíritu. En Malebranche o en Berkeley, el signo facilitado por Dios es la superposición astuta y atractiva de dos conocimientos. Ya no hay allí
divinatio
—inserción del conocimiento en el espacio enigmático, abierto y sagrado de los signos; sino un conocimiento breve y recogido sobre sí mismo: el repliegue de una larga serie de juicios en la figura rápida del signo. Se ve también así cómo, por un movimiento de regreso, el conocimiento que ha encerrado a los signos en su espacio propio, podrá abrirse ahora a la probabilidad: la relación de una impresión con otra será de signo a significado, es decir, una relación que, a la manera de la de la sucesión, se desplegará desde la más débil probabilidad a la certidumbre mayor. "La conexión de las ideas no implica la relación de causa a efecto, sino sólo la de un indicio y un signo respecto a la cosa significada. Lo poco que se ve no es la causa del dolor que sufro si me acerco; es el indicio que me previene de este dolor."
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El conocimiento que adivinaba,
al azar
, signos absolutos y más antiguos que él ha sido sustituido por una red de signos tejida paso a paso por el conocimiento de lo probable. Hume se ha hecho posible.

2. Segunda variable del signo: la forma de su enlace con lo que significa. Por el juego de la conveniencia, de la emulación y de la simpatía sobre todo, la similitud triunfó en el siglo xvi sobre el espacio y el tiempo: pues pertenecía al signo la función de devolver y reunir. Con el clasicismo, por el contrario, el signo se caracteriza por su dispersión esencial. El mundo circular de los signos convergentes es remplazado por un despliegue al infinito. En este espacio, el signo puede tener dos posiciones: o bien forma parte, a título de elemento, de lo que sirve para designar; o bien está real y verdaderamente separado de él. A decir verdad, esta alternativa no es radical; pues el signo, para funcionar, debe estar a la vez insertado en lo que significa y ser distinto de ello. En efecto, para que el signo sea lo que es ha sido necesario que se diera al conocimiento al mismo tiempo que lo que significa. Como observa Condillac, un sonido no se convertiría jamás para un niño en el signo verbal de la cosa si no ,1o hubiera oído cuando menos una vez en el momento en que percibe dicha cosa.
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Sin embargo, para que un elemento de una percepción pueda convertirse en signo, no basta con que forme parte de ella; es necesario que se lo distinga a título de elemento y se le separe de la impresión global a la que está confusamente ligado; así, pues, es necesario que ésta sea dividida, que la atención se dirija a una de esas regiones enmarañadas que la componen y que la aisle. En consecuencia, la constitución del signo es inseparable del análisis. Es su resultado, ya que, sin él, no aparecería. Es también su instrumento, ya que, una vez definido y aislado, puede ser remitido a nuevas impresiones; y allí, desempeña con relación a ellas el papel de una reja. El signo aparece porque el espíritu analiza. El análisis prosigue porque el espíritu dispone de signos. Se comprende así por qué de Condillac a Destutt de Tracy y a Gerando, la doctrina general de los signos y la definición del poder de análisis del pensamiento se superponen con toda exactitud en una y la misma teoría del conocimiento.

Cuando la
Logique de Port-Royal
afirmó que un signo podía ser inherente a lo que designa o estar separado de ello, mostró que el signo, en la época clásica, no está ya encargado de acercar el mundo a sí mismo y hacerlo inherente a sus formas, sino por el contrario, de desplegarlo, de yuxtaponerlo según una superficie indefinidamente abierta y de proseguir, a partir de él, el despliegue infinito de sustitutos según los cuales se lo piensa. Y por ello, se ofrece a la vez al análisis y al arte combinatoria y se le hace ordenable de un cabo a otro. El signo, en el pensamiento clásico, no borraba las distancias y no abolía el tiempo: por el contrario, permitía desarrollarlos y recorrerlos paso a paso. Gracias a él, las cosas se hacen claras y distintas, conservan su identidad, se desatan y se ligan. La razón occidental entra en la edad del juicio.

3. Queda una tercera variable: la que puede tomar los dos valores de la naturaleza y de la convención. Se sabía desde hacía mucho tiempo —ya mucho antes del
Cratilo
— que los signos pueden ser dados por la naturaleza o constituidos por el hombre. Tampoco el siglo xvi ignoró esto y reconoció en las lenguas humanas los signos de la institución. Pero los signos artificiales deben su poder a su fidelidad a los naturales. Éstos, con mucho, fundamentan todos los demás. A partir del siglo xvii se da un valor inverso a la naturaleza y a la convención: si es natural, el signo no es más que un elemento descontado de las cosas y constituido en tanto signo por el conocimiento. Así, pues, es algo prescrito, rígido, incómodo y el espíritu no puede adueñarse de él. Por el contrario, cuando se establece un signo de convención, siempre se puede (y en efecto se debe) escogerlo de tal modo que sea simple, fácil de recordar, aplicable a un número indefinido de elementos, susceptible de dividirse él mismo y de recomponerse; el signo de institución es el signo en la plenitud de su funcionamiento. Es el signo el que traza la partición entre el hombre y el animal; el que transforma la imaginación en memoria voluntaria, la atención espontánea en reflexión, el instinto en conocimiento racional.
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Es también el signo cuya falla ha sido descubierta por Itard en el salvaje del Aveyron. Los signos naturales no son sino el esbozo rudimentario, el dibujo lejano que sólo quedará terminado por la instauración de lo arbitrario, frente a estos signos de convención.

Sin embargo, lo arbitrario es medido por su función y sus reglas quedan muy exactamente definidas por ella. Un sistema arbitrario de signos debe permitir el análisis de las cosas en sus elementos más simples; debe descomponer hasta llegar al origen; pero debe mostrar también cómo son posibles las combinaciones de estos elementos y permitir la génesis ideal de la complejidad de las cosas. "Arbitrario" no se opone a "natural" a no ser que se quiera designar la manera en que se establecen los signos. Pero lo arbitrario es también la reja de análisis y de espacio combinatorio a través de la cual la naturaleza va a darse en lo que es —al nivel de las impresiones originarias y en todas las formas posibles de su combinación. En su perfección, el sistema de signos es este lenguaje simple, absolutamente transparente que es capaz de nombrar lo elemental; es también este conjunto de operaciones que define todas las conjunciones posibles. A nuestro respecto, esta búsqueda del origen y este cálculo de los agru- pamientos parecen ser incompatibles y los desciframos de buena gana como una ambigüedad en el pensamiento de los siglos xvii y xviii. Lo mismo puede decirse del juego entre el sistema y la naturaleza. En efecto, para este pensamiento no hay en ello ninguna contradicción. Más precisamente, existe una disposición necesaria y única que atraviesa toda la
episteme
clásica: es la pertenencia de un cálculo universal y de una búsqueda de lo elemental en un sistema artificial y que por ello mismo puede hacer aparecer la naturaleza desde sus elementos de origen hasta la simultaneidad de todas sus posibles combinaciones. En la época clásica, el servirse de estos signos no es ya, como en los siglos precedentes, un ensayo de encontrar por debajo de ellos el texto primitivo de un discurso tenido, y retenido, para siempre; es el intento de descubrir el lenguaje arbitrario que autorizará el despliegue de la naturaleza en su espacio, los términos últimos de su análisis y las leyes de su composición. El saber no tiene ya que desencallar la vieja Palabra de los lugares desconocidos en que puede ocultarse; es necesario fabricar una lengua y que esté bien hecha —es decir, que, siendo analizadora y combinatoria, sea realmente la lengua de los cálculos.

Ahora es posible definir los instrumentos que prescribe al pensamiento clásico el sistema de los signos. Es este sistema el que introduce en el conocimiento la probabilidad, el análisis y la combinatoria, lo arbitrario que justifica el sistema. Es él el que da lugar a la vez a la búsqueda del origen y a la calculabilidad; a la construcción de cuadros que fijan las composiciones posibles y a la restitución de una génesis a partir de los elementos más simples; es él el que reconcilia todo saber de un lenguaje y trata de sustituir todas las lenguas por un sistema de símbolos artificiales y de operaciones de naturaleza lógica. En el nivel de una historia de las opiniones, todo esto parecería ser, sin duda alguna, una maraña de influencias en la que sería necesario destacar la parte individual que corresponde a Hobbes, Berkeley, Leibniz, Condillac y los Ideólogos. Pero si interrogamos al pensamiento clásico al nivel de lo que arqueológicamente lo ha hecho posible, percibiremos que la disociación del signo y de la semejanza a principios del siglo xvii ha hecho surgir estas figuras nuevas que son la probabilidad, el análisis, la combinatoria, el sistema y la lengua universal, no como temas sucesivos que se engendren o se expulsen unos a otros, sino como una red única de necesidades. Es esto lo que ha hecho posible esas individualidades que llamamos Hobbes, Berkeley, Hume o Condillac.

4. LA REPRESENTACIÓN DUPLICADA

Sin embargo, la propiedad más fundamental de los signos para la
episteme
clásica no ha sido enunciada todavía. En efecto, el que el signo pueda ser más o menos probable, estar más o menos alejado de lo que significa, que pueda ser natural o arbitrario, sin que resulte afectada su naturaleza o su valor de signo —todo esto muestra muy bien que la relación del signo con su contenido no está asegurada dentro del orden de las cosas mismas. La relación de lo significante con lo significado se aloja ahora en un espacio en el que ninguna figura intermediaria va a asegurar su encuentro: es, dentro del conocimiento, el enlace establecido entre la
idea de una cosa
y la
idea de otra
. Así lo dice la
Logique de Port-Royal
: "el signo encierra dos ideas, una la de la cosa que representa, la otra la de la cosa representada y su
1
n
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aturaleza consiste en excitar la primera por medio de la segunda".
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Teoría dual del signo que se opone sin equívoco alguno a la organización, más compleja, del Renacimiento; ahora bien, la teoría del signo implicaba tres elementos perfectamente distintos: lo marcado, lo que marcaba y lo que permitía ver en aquello la marca de esto; ahora bien, este último elemento es la semejanza: el signo marcaba en la medida en que era "casi la misma cosa" que lo que designaba. Es este sistema unitario y triple el que desaparece al mismo tiempo que el "pensamiento por semejanza" y que es remplazado por una organización estrictamente binaria.

Pero hay una condición para que el signo sea esta dualidad pura. En su ser simple de idea, de imagen o de percepción, asociada o sustituida por otra, el elemento significante no es un signo. Sólo llega a serlo a condición de manifestar además la relación que lo liga con lo que significa. Es necesario que represente, pero también que esta representación, a su vez, se encuentre representada en él. Condición indispensable para la organización binaria del signo, que la
Logique de Port' Royal
enuncia antes de decir qué es un signo: "cuando no vemos un cierto objeto sino como representación de otro, la idea que de él se tiene es una idea de signo y este primer objeto es llamado signo".
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La idea significante se desdobla, ya que a la idea que remplaza a otra se superpone la idea de su poder representativo. ¿Acaso no se tiene así tres términos: la idea significada, la idea significante y, en el interior de esta última, la idea de su papel de representación? Sin embargo, no se trata de una vuelta subrepticia a un sistema ternario, sino más bien de un desplazamiento inevitable de la figura hacia dos términos, que retrocede con relación a sí misma y viene a alojarse por entero en el interior del elemento significante. En efecto, el significante no tiene más contenido, más función y más determinación que lo que representa: le está totalmente ordenado y le es transparente; pero este contenido sólo se indica en una representación que se da como tal y lo significado se aloja sin residuo alguno ni opacidad en el interior de la representación del signo. Es característico que el primer ejemplo de signo que da la
Logique de Port-Royal
no sea la palabra, ni el grito, ni el símbolo, sino la representación espacial y gráfica —el dibujo: mapa o cuadro. En efecto, el cuadro no tiene otro contenido que lo que representa y, sin embargo, este contenido sólo aparece representado por una representación. La disposición binaria del signo, tal como aparece en el siglo xvii, sustituye a una organización que, a partir de modos diferentes, fue siempre ternaria desde los estoicos y aun desde los primeros gramáticos griegos; ahora bien, esta disposición supone que el signo es una representación desdoblada y duplicada sobre sí misma. Una idea puede ser signo de otra no sólo porque se puede establecer entre ellas un lazo de representación, sino porque esta representación puede representarse siempre en el interior de la idea que representa. Y también porque, en su esencia propia, la representación es siempre perpendicular a sí misma: es a la vez
indicación y aparecer
, relación con un objeto y manifestación de sí. A partir de la época clásica, el signo es la
representatividad
de la representación en la medida en que ésta es
representadle.

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