Las palabras y las cosas (46 page)

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Authors: Michel Foucault

BOOK: Las palabras y las cosas
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¿Cómo se formó esta positividad filológica? Cuatro segmentos teóricos nos señalan su constitución a principios del siglo XIX — por la época del ensayo de Schlegel Von
der Sprache und Weisheit der Indier
(1808), de la
Deutsche Grammatik
de Grimm (1818) y del libro de Bopp
Über das Konjugationssystem der Sanskritsprache
(1816).

1. El primero de estos segmentos concierne a la manera en que una lengua puede caracterizarse desde el interior y distinguirse de las otras. En la época clásica se podía definir la individualidad de una lengua a partir de varios criterios: proporción entre los diferentes sonidos utilizados para formar las palabras (hay lenguas con una mayoría vocálica y otras con una mayoría consonantica), el privilegio concedido a ciertas categorías de palabras (lenguas de sustantivos concretos, lenguas de sustantivos abstractos, etc.), manera de representar las relaciones (por medio de proposiciones o por declinaciones), disposición elegida para ordenar las palabras (sea que coloque delante, como lo hacen los franceses, el sujeto lógico o que se dé precedencia a las palabras más importantes como en latín); así se distinguía entre las lenguas del Norte y las del Mediodía, las del sentimiento y las de la necesidad, las de la libertad y las de la esclavitud, las de la barbarie y las de la civilización, las del razonamiento lógico y las de la argumentación retórica: todas estas distinciones entre las lenguas no concernían jamás sino a la manera en que podían analizar la representación y después componer los elementos. Pero, a partir de Schlegel, las lenguas se definen, cuando menos en su tipología más general, por la manera en que enlazan unos con otros los elementos propiamente verbales que la componen; entre estos elementos hay algunos, con toda certeza, que son representativos; poseen en todo caso un valor de representación que es visible, pero otros no tienen ningún sentido y sólo sirven por una cierta composición para determinar el sentido de otro elemento en la unidad del discurso. Es este material —hecho de nombres, de verbos, de palabras en general, pero también de silabas, de sonidos— el que las lenguas unen entre sí para formar las proposiciones y las frases. Pero la unidad material constituida por el arreglo de los sonidos, las sílabas y las palabras no está regido por la pura y simple arte combinatoria de los elementos de la representación. Tiene sus principios propios, que difieren en las distintas lenguas: la composición gramatical tiene regularidades que no son transparentes a la significación del discurso. Ahora bien, como la significación puede pasar, casi integramente, de una lengua a otra, son estas regularidades las que permitirán definir la individualidad de una lengua. Cada una tiene un espacio gramatical autónomo; se puede comparar lateralmente estos espacios, es decir, de una lengua a otra, sin tener que pasar por un "medio" común que sería el campo de la representación con todas sus posibles subdivisiones.

Es fácil distinguir en seguida dos grandes modos de combinación entre los elementos gramaticales. Uno consiste en yuxtaponerlos de manera que se determinan los unos a los otros; en este caso, la lengua está hecha de una multiplicidad de elementos —en general brevísimos— que pueden combinarse de diferentes maneras, pero guardando cada una de estas unidades su autonomía y, con ello, la posibilidad de romper el lazo transitorio que, en el interior de una frase o de una proposición, acaba de instaurar con otro. Así, pues, la lengua se define por el número de sus unidades y por todas las combinaciones posibles que pueden establecerse entre ellas en el discurso; se trata, pues, de un "ensamblaje de átomos", de un "agregado mecánico operado por un acercamiento exterior".
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Existe otro modo de enlace entre los elementos de una lengua: el sistema de flexiones que altera desde el interior las sílabas o las palabras esenciales —las formas radicales. Cada una de estas formas lleva consigo un cierto número de variaciones posibles, determinadas de antemano; y se usará esta variable o aquella otra de acuerdo con las otras palabras de la frase, de acuerdo con las relaciones de dependencia o de correlación entre estas palabras, de acuerdo con las vecindades y las asociaciones. En apariencia, este modo de enlace es menos rico que el primero, ya que el número de posibilidades combinatorias es mucho más restringido; pero, en realidad, el sistema de la flexión no existe nunca en su forma pura y más descarnada; la modificación interna de la radical le permite recibir, por adición, elementos modificables por sí mismos desde el interior, a tal grado que "cada raíz es en verdad una especie de germen vivo; ya que las relaciones se indican por una modificación interna y se da un campo libre al desarrollo de la palabra, ésta puede extenderse de manera ilimitada".
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A estos dos grandes tipos de organización lingüística corresponden, por una parte el chino, en el que "las partículas que designan las ideas sucesivas son monosílabos que tienen existencia aparte" y, por la otra, el sánscrito, cuya "estructura es por completo orgánica y se ramifica, por así decirlo, con ayuda de las flexiones, de las modificaciones interiores y de los entrelazamientos variados de la radical".
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Entre estos dos modelos mayores y extremos pueden repartirse todas las demás lenguas, sean las que fueren; cada una tendrá necesariamente una organización que la acercará a cualquiera de los modelos o que la mantendrá a igual distancia de ellos, a la mitad del campo así definido. Muy cerca del chino encontramos el vascuence, el copto, las lenguas americanas; ligan entre sí elementos separables; pero éstos, en vez de permanecer siempre en estado libre y como otros tantos átomos verbales irreductibles, "comienzan a fundirse ya en la palabra"; el árabe se define por una mezcla entre el sistema de afijos y el de flexiones; el celta es casi exclusivamente una lengua de flexión, pero se encuentran en él "vestigios de lenguas de afijos". Se dirá quizá que esta oposición era conocida ya en el siglo XVIII y que se sabía distinguir desde hacía mucho tiempo la combinatoria de las palabras chinas de las declinaciones y conjugaciones de lenguas como el latín y el griego. Se objetará también que la oposición absoluta establecida por Schlegel fue muy pronto criticada por Bopp: donde Schlegel veía dos tipos de lenguas radicalmente inasimilables una a otra, Bopp buscó un origen común; trató de establecer
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que las flexiones no son una especie de desarrollo interior y espontáneo del elemento primitivo, sino partículas que se aglomeraron a la sílaba radical: la
m
de la primera persona en sánscrito (
bhavami
) o la t de la tercera (
bhavati
) son el efecto de la adjunción de la radical del verbo al pronombre
mam
(yo) y
tam
(él). Pero lo importante para la constitución de la filología no es saber si los elementos de la conjugación han tenido el beneficio, en un pasado más o menos lejano, de una existencia aislada con un valor autónomo. Lo esencial y lo que distingue los análisis de Schlegel y de Bopp de los del siglo XVIII, que aparentemente los anticipan,
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es que las sílabas primitivas no crecen (por adjunción o proliferación internas) sin un cierto número de modificaciones reguladas en la radical. En una lengua como el chino no hay más que leyes de yuxtaposición; pero en las lenguas en las que las radicales están sometidas al crecimiento (sean monosilábicas como en el sánscrito o polisilábicas como en el hebreo), se encuentran siempre formas regulares de variaciones internas. Se comprende que la nueva filología que tiene ahora para caracterizar las lenguas criterios de organización interna, haya abandonado las clasificaciones jerárquicas que se usaban en el siglo XVIII: se admitía, entonces, que había lenguas más importantes que otras, porque el análisis de las representaciones era en ellas más preciso o más fino. De ahora en adelante, las lenguas se equivalen: sólo tienen organizaciones internas diferentes. De allí esa curiosidad por las lenguas raras, poco habladas, mal "civilizadas", de la que da testimonio Rask en su gran investigación a través de Escandinava, Rusia, el Caucaso, Persia y la India.

2. El estudio de estas
variaciones internas
constituye el segundo segmento teórico importante. En sus investigaciones etimológicas, la gramática general estudiaba ya las transformaciones de las palabras y las sílabas a través del tiempo. Pero este estudio era limitado por tres causas. Trataba más bien de la metamorfosis de las letras del alfabeto que de la manera en que los sonidos efectivamente pronunciados podían modificarse. Es más, estas transformaciones eran consideradas como efecto, siempre posible, en cualquier tiempo y en todas las condiciones, de una cierta afinidad de las letras entre sí; se admitía que la
p
y la
b
, la
m
y la
n
estaban tan cercanas que la una podía sustituir a la otra; tales cambios no eran provocados o determinados sino por la dudosa proximidad y la confusión que podía producirse en la pronunciación o en la audición Por último, las vocales eran tratadas como el elemento más fluido y más inestable del lenguaje, en tanto que las consonantes pasaban por ser su sólida arquitectura (¿acaso no omite el hebreo, por ejemplo, la escritura de las vocales?).

Por primera vez, con Rask, Grimm y Bopp, el lenguaje (aunque no se trate ya de remitirlo a sus gritos originales) es tratado como un conjunto de elementos fonéticos. En tanto que, para la gramática general, el lenguaje nació cuando el ruido de la boca o de los labios se convirtió en
letra
, ahora se admite que hubo lenguaje desde el momento en que estos ruidos se articularon y dividieron en una serie de sonidos distintos. Ahora todo el ser del lenguaje es sonoro. Lo que explica el nuevo interés manifestado por los hermanos Grimm y por Raynouard con respecto a la literatura no escrita, los relatos populares y los dialectos hablados. Se busca la lengua lo más cerca de lo que ella es: en la palabra —esta palabra que la escritura deseca y congela en un lugar. Está a punto de nacer toda una mística: la del verbo, del puro estallido poético que pasa sin huella y no deja tras de sí sino una vibración suspendida por un instante. En su sonoridad pasajera y profunda, la palabra se convierte en soberana. Y sus poderes secretos, reanimados por el soplo de los profetas, se oponen fundamentalmente (aun si toleran algunos entrecruzamientos) al esoterismo de la escritura que supone la permanencia retorcida de un secreto en el centro de visibles laberintos. El lenguaje no es sólo este signo —más o menos lejano, parecido y arbitrario— al que la
Logique de Port-Royal
proponía como modelo inmediato y evidente el retrato de un hombre o un mapa geográfico. Ha adquirido una naturaleza vibratoria que lo separa del signo visible para acercarlo a la nota musical. Y ha sido menester justo que Saussure dé la vuelta a ese momento de la palabra que fue el mayor para toda la filología del siglo XIX, a fin de restaurar, más allá de las formas históricas, la dimensión de la lengua en general, y reabrir por encima de tanto olvido el viejo problema del signo que había animado sin interrupción todo el pensamiento desde Port-Royal hasta los últimos Ideólogos.

En el siglo XIX comienza, pues, un análisis del lenguaje tratado como un conjunto de sonidos liberados de las letras que pueden transcribirlos.
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Este análisis siguió tres direcciones. Primero la tipología de las diversas sonoridades utilizadas en una lengua: con respecto a las vocales, por ejemplo, oposición entre las simples y las dobles (alargadas como en
â, ô
; o diptongadas como en
ae, ai
); entre las vocales simples, oposición entre las puras (
a, i, o, u
) y las dobles (
e, ö
, ü); entre las puras hay algunas que pueden tener varias pronunciaciones (como la o) y las que no tienen más que una (
a, i, u
); por último, entre éstas, unas están sujetas al cambio y pueden recibir el
Umlaut (a
y u); la i permanece siempre fija.
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La segunda forma de análisis recae sobre las condiciones que pueden determinar un cambio en una sonoridad: su lugar en la palabra es por sí mismo un factor importante: una sílaba, cuando es terminal, protege menos fácilmente su permanencia que si constituye la raíz; las letras de la radical, dice Grimm, tienen una larga vida; las sonoridades de la desinencia tienen una vida más breve. Pero hay además determinaciones positivas, ya que "el mantenimiento o el cambio" de una sonoridad cualquiera "nunca es arbitrario".
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Esta ausencia de arbitrariedad era para Crimm la determinación de un sentido (en la radical de un gran número de verbos alemanes la
a se
opone a la
i
como el pretérito al presente). Para Bopp, es el efecto de un cierto número de leyes. Las unas definirían las reglas de cambio cuando dos consonantes se encuentran en contacto: "Así, cuando se dice en sánscrito
at-ti
(él come) en vez de
ad-ti
(de la raíz
ad
, comer), el cambio de la
d
y la
t
se debe a una ley física". Otros definen el modo de acción de una terminación sobre las sonoridades de la radical: "Por leyes mecánicas, que yo considero principalmente las leyes de la pesantez y en particular la influencia que el peso de las desinencias personales ejerce sobre la sílaba precedente".
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Por último, la forma de análisis trata de la constancia de las transferencias a través de la historia. Así, Grimm estableció un cuadro de correspondencias para las labiales, las dentales y las guturales, entre el griego, el "gótico" y el alto alemán: la
p
, la
b
y la
f
de los griegos se convierten respectivamente en
f, p, b
, en gótico,
en b o v, f y p en
alto alemán;
t, d, th
, en griego se convier ten en gótico en
th, t, d
, y en alto alemán en
d, z, t
. Los caminos de la histeria están prescritos por este conjunto de relaciones; y en vez de que las lenguas estén sometidas a esta medida extema, a estas cosas de la historia humana que deberían explicar sus cambios de acuerdo con el pensamiento clásico, llevan en sí mismas un principio de evolución. Allí como en lo demás, lo que fija el destino es la "anatomía".
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3. Esta definición de una ley de las modificaciones consonánticas o vocálicas permite establecer una
teoría nueva de la radical
. En la época clásica, las raíces se localizaban por un doble sistema de constantes: las constantes alfabéticas que descansaban sobre un número arbitrario de letras (llegado el caso, podía ser sólo una) y las constantes significativas que reagrupaban bajo un tema general una cantidad indefinidamente extensible de sentidos vecinos; en el entrecruzamiento de estas dos constantes, allí donde salía a luz un mismo sentido por una misma letra o una misma sílaba, se individualizaba una raíz. La raíz era un núcleo expresivo transformable al infinito a partir de una sonoridad primera. Pero si vocales y consonantes no se transforman más que de acuerdo con ciertas leyes y bajo ciertas condiciones, entonces la radical debe ser una individualidad lingüística estable (dentro de ciertos límites), que puede ser aislada con sus variaciones eventuales y que constituye, con sus diversas formas posibles, un elemento de lenguaje. Para determinar cuáles son los elementos primeros y absolutamente simples de una lengua, la gramática general debía remontarse hasta el punto de contacto imaginario en el que el sonido, aún no verbal, tocaba de alguna manera la vivacidad misma de la representación. De ahora en adelante los elementos de una lengua le son interiores (aun cuando pertenezcan también a otras); existen medios puramente lingüísticos de establecer su composición constante y la tabla de sus posibles modificaciones. La etimología va a dejar de ser, pues, un paso indefinidamente regresivo hacia una lengua primitiva poblada por los primeros gritos de la naturaleza; se convierte en un método de análisis cierto y limitado para reencontrar en una palabra la radical a partir de la cual se ha formado: "Las raíces de las palabras sólo surgieron a la evidencia tras el éxito del análisis de las flexiones y las derivaciones".
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