Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
Es necesario hacer notar que, en la
episteme
clásica, las funciones de la "naturaleza" y de la "naturaleza humana" se oponían de un cabo a otro: la naturaleza hacía surgir, por el juego de una yuxtaposición real y desordenada, la diferencia en el continuo ordenado de los seres; la naturaleza humana hacía aparecer lo idéntico en la cadena desordenada de las representaciones y lo hacía por medio de un juego de exposición de las imágenes. La una implica el enturbiamiento de una historia por la constitución de paisajes actuales; la otra implica la comparación de elementos inactuales que deshacen la trama de una sucesión cronológica. A pesar de esta oposición o, más bien, a través de ella, vemos dibujarse la relación positiva entre la naturaleza y la naturaleza humana. Juegan, en efecto, con elementos idénticos (lo mismo, lo continuo, la diferencia inperceptible, la sucesión sin ruptura); ambas hacen aparecer sobre una trama ininterrumpida la posibilidad de un análisis general que permite repartir identidades aislables y diferencias visibles según un espacio en cuadro y una sucesión ordenada. Pero ellas no llegan a esto la una sin la otra y es por ello por lo que se comunican. En efecto, por el poder que detenta de duplicarse (en la imaginación y el recuerdo, y la atención múltiple que compara), la cadena de las representaciones puede reencontrar, por debajo del desorden de la tierra, la capa sin ruptura de los seres; la memoria, en principio azarosa y entregada a los caprichos de las representaciones tal como éstas se ofrecen, se fija poco a poco en un cuadro general de todo lo que existe; entonces, el hombre puede hacer entrar al mundo en la soberanía de un discurso que tiene el poder de representar su representación. En el acto de hablar o, más bien (manteniéndose lo más cerca posible de lo que hay de esencial para la experiencia clásica del lenguaje), en el acto de
nombrar
, la naturaleza humana, como pliegue de la representación sobre sí misma, transforma la sucesión lineal de los pensamientos en un cuadro constante de seres parcialmente diferentes: el discurso en el que duplica sus representaciones y las manifiesta la liga a la naturaleza. A la inversa, la cadena de los seres está ligada a la naturaleza humana por el juego de la naturaleza: dado que el mundo real, tal como se da a las miradas, no es el desarrollo puro y simple de la cadena fundamental de los seres, sino que ofrece los fragmentos enmarañados de él —repetidos y discontinuos—, la serie de las representaciones en el espíritu no está constreñida a seguir el camino continuo de las diferencias imperceptibles; los extremos se tocan allí, las mismas cosas se dan allí varias veces; los rasgos idénticos se superponen en la memoria; las diferencias estallan. Así, la gran capa indefinida y continua se imprime en caracteres distintos, en rasgos más o menos generales, en marcas de identificación. Y, como consecuencia, en palabras. La cadena de los seres se convierte en discurso, ligándose por ello a la naturaleza humana y a la serie de las representaciones.
Esta puesta en •comunicación de la naturaleza y la naturaleza humana, a partir de dos funciones opuestas pero complementarias, ya que no se puede ejercer la una sin la otra, lleva consigo grandes consecuencias teóricas. Para el pensamiento clásico, el hombre no se aloja en la naturaleza por intermedio de esta "naturaleza" regional, limitada y específica que le ha sido acordada como derecho de nacimiento al igual que a todos los demás seres. Si la naturaleza humana se enreda con la naturaleza, ello ocurre por los mecanismos del saber y por su funcionamiento; o más bien, en la gran disposición de la
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clásica, la naturaleza, la naturaleza humana y sus relaciones son momentos funcionales, definidos y previstos. Y el hombre, como realidad espesa y primera, como objeto difícil y sujeto soberano de cualquier conocimiento posible, no tiene lugar alguno en ella. Los temas modernos de un individuo que vive, habla y trabaja de acuerdo con las leyes de una economía, de una filología y de una biología, pero que, por una especie de torsión interna y de recubrimiento, habría recibido, por el juego de estas leyes mismas, el derecho de conocerlas y de sacarlas por completo a luz, todos estos temas familiares para nosotros y ligados a la existencia de las "ciencias humanas" están excluidos del pensamiento clásico: en aquel tiempo no era posible que se alzara, en el límite del mundo, esta estatura extraña de un ser cuya naturaleza (la que lo determina, lo sostiene y lo atraviesa desde el fondo de los tiempos) sería el conocer la naturaleza y a sí mismo en cuanto ser natural.
En cambio, en el punto de encuentro entre la representación y el ser, allí donde se entrecruzan la naturaleza y la naturaleza humana —en este lugar en el que en nuestros días creemos reconocer la existencia primera, irrecusable y enigmática del hombre—, lo que el pensamiento clásico hace surgir es el poder del discurso. Es decir, del lenguaje en cuanto representa —el lenguaje que nombra, que recorta, que combina, que ata y desata las cosas al hacerlas ver en la transparencia de las palabras. En este papel, el lenguaje transforma la sucesión de las percepciones en cuadro y, en cambio, recorta el continuo de los seres en caracteres. Allí donde hay discurso, las representaciones se despliegan y se yuxtaponen, las cosas se asemejan y se articulan. La vocación profunda del lenguaje clásico ha sido siempre la de hacer un "cuadro": sea como discurso natural, compilación de la verdad, descripción de las cosas,
corpus
de conocimientos exactos o diccionario enciclopédico. No existe, pues, sino para ser transparente; ha perdido esta consistencia secreta que, en el siglo XVI, lo espesaba en una palabra por descifrar y lo enmarañaba con las cosas del mundo; no había adquirido aún esta existencia múltiple sobre la cual nos interrogamos hoy en día: en la época clásica, el discurso es esta necesidad traslúcida a través de la cual pasan la representación y los seros —cuando los seres son representados en relación con el espíritu, cuando la representación hace visibles a los seres en su verdad. La posibilidad de conocer las cosas y su orden pasa, en la experiencia clásica, por la soberanía de las palabras: éstas no son justamente ni marcas por descifrar (como en la época del Renacimiento), ni instrumentos más o menos fieles y manejables (como en la época del positivismo); forman, más bien, la red incolora a partir de la cual se manifiestan los seres y se ordenan las representaciones. De allí, sin duda, el hecho de que la reflexión clásica sobre el lenguaje, si bien forma parte de una disposición general en la que entra con el mismo título que el análisis de las riquezas y la historia natural, ejerza, en relación con ellos, un papel rector.
Pero la consecuencia esencial es que el lenguaje clásico como discurso
común
de la representación y de las cosas, como lugar en el interior del cual se entrecruzan la naturaleza y la naturaleza humana, excluye en absoluto algo que sería "la ciencia del hombre". En tanto que este lenguaje habló en la cultura occidental, no era posible que se planteara el problema de la existencia humana en sí, pues lo que se anudaba en él era la representación y el ser. El discurso que, en el siglo XVII, enlazó entre sí el "pienso" y el "soy" de quien trataba con él —este discurso permanece, bajo una forma visible, como esencia misma del lenguaje clásico, pues lo que se anudaba en él, con pleno derecho, eran la representación y el ser. El paso del "pienso" al "soy" se realizaba bajo la luz de la evidencia, en el interior de un discurso cuyo dominio completo y cuyo funcionamiento completo consistían en articular una en otro lo que uno se representa y lo que es. Así, pues, no puede objetarse a este paso ni que el ser en general no está contenido en el pensamiento ni que el ser particular tal como es designado por el "soy" no ha sido interrogado ni analizado por sí mismo. O, por mejor decir, estas objeciones bien pueden nacer y hacer valer sus derechos, pero sólo a partir de un discurso que es profundamente otro y cuya razón de ser no es el enlace de la representación y del ser; sólo una problemática que deforma la representación podrá formular tales objeciones. Pero mientras duró el discurso clásico, no podía articularse una interrogación sobre el modo de ser implícito en el Cogito.
Cuando la historia natural se convierte en biología, cuando el análisis de la riqueza se convierte en economía, cuando, sobre todo, la reflexión sobre el lenguaje se hace filología y se borra este
discurso
clásico en el que el ser y la representación encontraban su lugar común, entonces, en el movimiento profundo de tal mutación arqueológica, aparece el hombre con su posición ambigua de objeto de un saber y de sujeto que conoce: soberano sumiso, espectador contemplado, surge allí, en este lugar del Rey, que le señalaba de antemano
Las meninas
, pero del cual quedó excluida durante mucho tiempo su presencia real. Como si, en este espacio vacío hacia el cual se vuelve todo el cuadro de Velázquez, pero que no refleja sino por el azar de un espejo y como por fractura, todas las figuras cuya alternancia, exclusión recíproca, rasgos y deslumbramiento suponemos (el modelo, el pintor, el rey, el espectador), cesan de pronto su imperceptible danza, se cuajan en una figura plena y exigen que, por fin, se relacione con una verdadera mirada todo el espacio de la representación. El motivo de esta presencia nueva, la modalidad que le es propia, la disposición singular de la
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que la autoriza, la nueva relación que a través de ella se establece entre las palabras, las cosas y su orden —todo esto puede sacarse ahora a luz. Cuvier y sus contemporáneos habían pedido que la vida se definiera a sí misma y, en la profundidad de su ser, definiera también las condiciones de posibilidad de lo vivo; de la misma manera, Ricardo exigió del trabajo las condiciones de posibilidad del cambio, de la ganancia y de la producción; los primeros filólogos buscaron también en la profundidad histórica de las lenguas la posibilidad del discurso y de la gramática. Por este hecho mismo, la representación dejó de tener valor, con respecto a los seres vivos, las necesidades y las palabras, como su lugar de origen y sede primera de su verdad; con relación a ellos, la representación no era ahora más que un efecto que les respondía de modo más o menos revuelto en una conciencia que los aprehendía v los restituía. La representación que uno se hace de las cosas no tiene ya que desplegar, en un espacio soberano, el cuadro de su ordenamiento; es, por parte de este individuo empírico que es el hombre, el fenómeno —menos aún quizá, la apariencia— de un orden que pertenece ahora a las cosas mismas y su ley interior. En la representación, los seres no manifiestan ya su identidad, sino la relación exterior que establecen con el ser humano. Éste, con su ser propio, con su poder de darse representaciones, surge en un hueco creado por los seres vivos, los objetos de cambio y las palabras cuando, al abandonar la representación que había sido hasta ahora su lugar natural, se retiran a la profundidad de las cosas y se vuelven sobre sí mismos de acuerdo con las leyes de la vida, de la producción y del lenguaje. En medio de todos ellos, encerrado por el círculo que forman, el hombre es designado —mejor dicho, requerido— por ellos, ya que es él el que habla, ya que se le ve vivir entre los animales (y en lugar que no es sólo privilegiado, sino ordenador del conjunto que forman: aun si no es concebido como término de la evolución, se reconoce en él el extremo de una larga serie), ya que finalmente la relación entre las necesidades y los medios que tiene para satisfacerlas es tal que necesariamente es el principio y el medio de toda producción. Pero esta designación imperiosa es ambigua. En un sentido, el hombre está dominado por el trabajo, la vida y el lenguaje: su existencia concreta encuentra en ellos sus determinaciones; no es posible tener acceso a él sino a través de sus palabras, de su organismo, de los objetos que fabrica —como si primero ellos (y quizá sólo ellos) detentaran la verdad—; y él mismo, puesto que piensa, no se revela a sus propios ojos sino bajo la forma de un ser que es ya, en un espesor necesariamente subyacente, en una irreductible anterioridad, un ser vivo, un instrumento de producción, un vehículo para palabras que existen previamente a él. Todos estos contenidos que su saber le revela como exteriores a él y más viejos que su nacimiento, lo anticipan, desploman sobre él toda su solidez y lo atraviesan como si no fuera más que un objeto natural o un rostro que ha de borrarse en la historia. La finitud del hombre se anuncia —y de manera imperiosa— en la positividad del saber; se sabe que el hombre es finito, del mismo modo que se conoce la anatomía del cerebro, el mecanismo de los costos de producción o el sistema de conjugación indoeuropeo; o mejor dicho, en la filigrana de todas estas figuras sólidas, positivas y plenas, se percibe la finitud y los límites que imponen, se adivina como en blanco todo lo que hacen imposible.
Pero, a decir verdad, este primer descubrimiento de la finitud es inestable; no hay nada que permita detenerlo en ella; y ¿acaso no podría suponerse que promete a la vez este mismo infinito que rehusa, de acuerdo con el sistema de la actualidad? La evolución de la especie quizá no está aún terminada; las formas de la producción y del trabajo no dejan de modificarse y quizá llegará el día en el que el hombre no encontrará ya en su trabajo el principio de su enajenación, ni en sus necesidades el recuerdo constante de sus límites; y nada ha probado tampoco que no descubrirá aún sistemas simbólicos lo suficientemente puros para disolver la vieja opacidad de las lenguas históricas. La finitud del hombre, anunciada en la positividad, se perfila en la forma paradójica de lo indefinido; indica, más que el rigor del límite, la monotonía de un camino que, sin duda, no tiene frontera pero que quizá no tiene esperanza. Sin embargo, todos estos contenidos, con todo lo que sustraen y todo lo que dejan también señalar hacia los confines del tiempo, no tienen positividad en el espacio del saber, no se ofrecen a la tarea de un conocimiento posible a no ser ligados por completo a la finitud. Pues no estarían allí, en esta luz que los ilumina por una cierta parte, si el hombre que se descubre a través de ellos estuviera preso en la apertura muda, nocturna, inmediata y feliz de la vida animal; pero tampoco se darían en el ángulo agudo que los disimula a partir de sí mismos, si el hombre pudiera recorrerlos por entero en el relámpago de un entendimiento infinito. Pero, para la experiencia del hombre, se da un cuerpo que es su cuerpo —fragmento de espacio ambiguo, cuya espacialidad propia e irreductible se articula, sin embargo, sobre el espacio de las cosas; para esta misma experiencia, el deseo se da como apetito primordial a partir del cual toman valor todas las cosas y un valor relativo; para esta misma experiencia, se da un lenguaje al filo del cual pueden darse todos los discursos de todos los tiempos, todas las sucesiones y todas las simultaneidades. Es decir que cada una de estas formas positivas en las que el hombre puede aprender que es finito sólo se le da sobre el fondo de su propia finitud. Ahora bien, ésta no es la esencia más purificada de la positividad, pero es aquello a partir de lo cual es posible que aparezca. El modo de ser de la vida y aquello mismo que hace que la vida no exista sin prescribirme sus formas, me son dados, fundamentalmente, por mi cuerpo; el modo de ser de la producción, la pesantez de sus determinaciones sobre mi existencia, me son dados por mi deseo; y el modo de ser del lenguaje, todo el surco de historia que las palabras hacen brillar en el instante en que se las pronuncia y quizá en un tiempo aún más imperceptible, sólo me son dados a lo largo de la tenue cadena de mi pensamiento parlante. En el fondo de todas las positividades empíricas y de aquello que puede señalarse como limitaciones concretas en la existencia del hombre, se descubre una finitud —que en cierto sentido es la misma: está marcada por la espacialidad del cuerpo, por el hueco del deseo y el tiempo del lenguaje; y, sin embargo, es radicalmente distinta: allá, el límite no se manifiesta como determinación impuesta al hombre desde el exterior (porque tiene una naturaleza o una historia), sino como finitud fundamental que no reposa más que en su propio hecho y se abre a la positividad de todo límite concreto.