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Authors: Michel Foucault

Las palabras y las cosas (52 page)

BOOK: Las palabras y las cosas
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Por ello es por lo que el pensamiento moderno no ha podido evitar —y justo a partir de este discurso ingenuo— el buscar el lugar de un discurso que no sería ni del orden de la reducción ni del orden de la promesa: un discurso cuya tensión mantendría separados lo empírico y lo trascendental, y permitiría, sin embargo, señalar uno y otro a la vez; un discurso que permitiría analizar al hombre como sujeto, es decir, como lugar de conocimientos empíricos pero remitidos muy de cerca a lo que los hace posibles y como forma pura inmediatamente presente a estos contenidos; en suma, un discurso que desempeñaría, en relación con la casi estética y la casi dialéctica, el papel de una analítica que las fundamentaría a la vez en una teoría del sujeto y les permitiría quizá articularse en este tercer término, intermediario, en el que se enraizan a la vez la experiencia del cuerpo y la de la cultura. Un papel tan complejo, tan sobre- determinado y tan necesario le fue otorgado en el pensamiento moderno al análisis de lo vivido. En efecto, lo vivido es a la vez el espacio en el que se dan todos los contenidos empíricos a la experiencia y también la forma originaria que los hace posibles en general y designa su enraizamiento primero; permite comunicar el espacio del cuerpo con el tiempo de la cultura, las determinaciones de la naturaleza con la pesantez de la historia, a condición, empero, de que el cuerpo y, a través de él, la naturaleza, sean dados primero en la experiencia de una espacialidad irreductible y de que la cultura, portadora de la historia, sea experimentada primero en lo inmediato de las significaciones sedimentadas. Puede comprenderse muy bien que el análisis de lo vivido se haya instaurado, en la reflexión moderna, como una disputa radical entre el positivismo y la escatología; que haya intentado restaurar la dimensión olvidada de lo trascendental; que haya querido conjurar el discurso ingenuo de una verdad reducida a lo empírico y el discurso profético que al fin promete ingenuamente la venida a la experiencia de un hombre. Ello no quita que el análisis de lo vivido sea un discurso de naturaleza mixta: se dirige a una capa específica pero ambigua, demasiado concreta para que pueda aplicársele un lenguaje meticuloso y descriptivo, demasiado retirada sin embargo Sobre la positividad de las cosas para que se pueda escapar, a partir de allí, de esta ingenuidad, discutirla y buscar sus fundamentos. Trata de articular la objetividad posible de un conocimiento de la naturaleza sobre la experiencia originaria que se esboza a través del cuerpo; y de articular la historia posible de una cultura sobre el espesor semántico que a la vez se oculta y se muestra en la experiencia vivida. No hace, pues, más que satisfacer, con mucho cuidado, las exigencias prematuras que se plantearon desde que se quiso hacer valer, en el hombre, lo empírico por lo trascendental. Vemos qué red apretada liga, a pesar de las apariencias, los pensamientos de tipo positivista o escatológico (el marxismo está en el primer rango) y las reflexiones inspiradas de la fenomenología. El acercamiento reciente no pertenece al orden de la conciliación tardía: en el nivel de las configuraciones arqueológicas, eran necesarios unos y otros —y los unos a los otros— a partir de la constitución del postulado antropológico, es decir, desde el momento en que el hombre apareció como duplicado empírico-trascendental.

La verdadera impugnación del positivismo y de la escatología no está, pues, en un retorno a lo vivido (que, a decir verdad, los confirma antes bien al enraizados); pero si pudiera llevarse a cabo, sería a partir de una cuestión que, sin duda, parece aberrante, por lo muy en discordia que está con lo que ha hecho históricamente posible nuestro pensamiento. Esta cuestión consistiría en preguntarse verdaderamente si el hombre existe. Se cree que es un juego de paradojas el suponer, aunque sea por un solo instante, lo que podrían ser el mundo, el pensamiento y la verdad si el hombre no existiera. Es porque estamos tan cegados por la reciente evidencia del hombre que ya ni siquiera guardamos el recuerdo del tiempo, poco lejano sin embargo, en que existían el mundo, su orden y los seres humanos, pero no el hombre. Se comprende el poder de sacudida que pudo tener, y que tiene aún para nosotros, el pensamiento de Nietzsche, cuando anunció, bajo la forma de un acontecimiento inmediato, de Promesa-Amenaza, que el hombre dejaría de ser muy pronto —y habría un superhombre—; esto en una filosofía del Retomo quería decir que el hombre, desde hacía mucho, había desaparecido y no cesaba de desaparecer y que nuestro pensamiento moderno del hombre, nuestra solicitud por él, nuestro humanismo dormían serenamente sobre su refunfuñona inexistencia. ¿Acaso no es necesario recordarnos, a nosotros, que nos creemos ligados a una finitud que sólo a nosotros pertenece y que nos abre, por el conocer, la verdad del mundo, que estamos atados a las espaldas de un tigre?

5. EL COGITO Y LO IMPENSADO

Si el hombre es, en el mundo, el lugar de una duplicación empírico- trascendental, si ha de ser esta figura paradójica en la que los contenidos empíricos del conocimiento entregan, si bien a partir de sí, las condiciones que los han hecho posibles, el hombre no puede darse en la transparencia inmediata y soberana de un
cogito
; pero tampoco puede residir en la inercia objetiva de lo que, rectamente, no llega, y no llegará nunca, a la conciencia de sí. El hombre es un modo de ser tal que en él se funda esta dimensión siempre abierta, jamás delimitada de una vez por todas, sino indefinidamente recorrida, que va desde una parte de sí mismo que no reflexiona en un cogito al acto de pensar por medio del cual la recobra; y que, a la inversa, va de esta pura aprehensión a la obstrucción empírica, al amontonamiento desordenado de los contenidos, al desplome de las experiencias que escapan a ellas mismas, a todo el horizonte silencioso de lo que se da en la extensión arenosa de lo no pensado. Por ser un duplicado empírico- trascendental, el hombre es también el lugar del desconocimiento —de este desconocimiento que expone siempre a su pensamiento a ser desbordado por su ser propio y que le permite, al mismo tiempo, recordar a partir de aquello que se le escapa. Ésta es la razón por la que la reflexión trascendental, en su forma moderna, no encuentra su punto de necesidad, como en Kant, en la existencia de una ciencia de la naturaleza (a la cual se oponen el combate perpetuo y la incertidumbre de los filósofos), sino en la existencia muda, dispuesta sin embargo a hablar y como todo atravesada secretamente por un discurso virtual, de ese no-conocido a partir del cual el hombre es llamado sin cesar al conocimiento de sí. La pregunta no es ya ¿cómo hacer que la experiencia de la naturaleza dé lugar a juicios necesarios? Sino: ¿cómo hacer que el hombre piense lo que no piensa, habite aquello que se le escapa en el modo de una ocupación muda, anime, por una especie de movimiento congelado, esta figura de sí mismo que se le presenta bajo la forma de una exterioridad testaruda? ¿Cómo puede ser el hombre esta vida cuya red, cuyas pulsaciones, cuya fuerza entenada desbordan infinitamente la experiencia que de ellas le es dada de inmediato? ¿Cómo puede ser este trabajo cuyas exigencias y leyes se le imponen como un rigor extraño? ¿Cómo puede ser el sujeto de un lenguaje que desde hace millares de años se ha formado sin él, cuyo sistema se le escapa, cuyo sentido duerme un sueño casi invencible en las palabras que hace centellear un instante por su discurso y en el interior del cual está constreñido, desde el principio del juego, a alojar su palabra y su pensamiento, como si éstos no hicieran más que animar por algún tiempo un segmento sobre esta trama de posibilidades innumerables? Desplazamiento cuádruple en relación con la pregunta kantiana, ya que se trata no de la verdad sino del ser; no de la naturaleza, sino del hombre; no de la posibilidad de un conocimiento, sino de un primer desconocimiento; no del carácter no fundado de las teorías filosóficas frente a la ciencia, sino de la retoma en una conciencia filosófica clara de todo ese dominio de experiencias no fundadas en el que el hombre no se reconoce.

A partir de este desplazamiento de la cuestión trascendental, el pensamiento contemporáneo no pudo evitar el reanimar el tema del cogito. ¿Acaso Descartes no descubrió la imposibilidad de que no fueran pensadas a partir del error, de la ilusión, del sueño y de la locura, de todas las experiencias del pensamiento no fundadas —tanto que el pensamiento de lo mal pensado, de lo no verdadero, de lo quimérico, de lo puramente imaginario aparecían como lugar de posibilidad de todas estas experiencias y primera evidencia irrecusable? Pero el
cogito
moderno es tan diferente del de Descartes como nuestra reflexión trascendental está alejada del análisis kantiano. Para Descartes se trataba de sacar a luz al pensamiento como forma más general de todos estos pensamientos que son el error o la ilusión, de manera que se conjurara su peligro, con el riesgo de volverlos a encontrar, al fin de su camino, de explicarlos y dar, pues, el método para prevenirse de ellos. En el
cogito
moderno, se trata, por el contrario, de dejar valer, según su dimensión mayor, la distancia que a la vez separa y liga el pensamiento presente a sí mismo y aquello que, perteneciente al pensamiento, está enraizado en el no-pensado; le es necesario (y esto se debe a que es menos una evidencia descubierta que una tarea incesante que debe ser siempre retomada) recorrer, duplicar y reactivar en una forma explícita la articulación del pensamiento sobre aquello que, en torno a él y por debajo de él, no es pensado, pero no le es a pesar de todo extraño, según una exterioridad irreductible e infranqueable. En esta forma el
cogito
no será pues el súbito descubrimiento iluminador de que todo pensamiento es pensado, sino la interrogación siempre replanteada para saber cómo habita el pensamiento fuera de aquí y, sin embargo, muy cerca de sí mismo, cómo puede
ser
bajo las especies de lo no-pensante. Pero no remite todo el ser de las cosas al pensamiento sin ramificar el ser del pensamiento justo hasta la nervadura inerte de aquello que no se piensa.

Este doble movimiento propio del
cogito
moderno explica por qué el "pienso" no conduce a la evidencia del "soy"; en efecto, tan luego como se muestra el "pienso" comprometido en todo un espesor en el que está casi presente, que anima, si bien en el modo ambiguo de una duermevela, no es posible hacerlo seguir por la afirmación de que "soy": ¿acaso puede decir, en efecto, que soy este lenguaje que hablo y en el queimi pensamiento se desliza al grado de encontrar en él el sistema de todas sus posibilidades propias, pero que, sin embargo, no existe más que en la pesantez de sedimentaciones que no será capaz de actualizar por completo? ¿Puedo decir que soy este trabajo que hago con mis manos, pero que se me escapa no sólo cuando lo he terminado, sino aun antes mismo de que lo haya iniciado? ¿Puedo decir que soy esta vida que siento en el fondo de mí, pero que me envuelve a la vez por el tiempo formidable que desarrolla consigo y que me levanta por un instante en su cumbre, pero también por el tiempo inminente que me prescribe mi muerte? Puedo decir con igual justeza que soy y que no soy todo esto; el
cogito
no conduce a una afirmación del ser, sino que se abre justamente a toda una serie de interrogaciones en las que se pregunta por el ser: ¿qué debo ser, yo que pienso y que soy mi pensamiento, para que sea aquello que no pienso, para que mi pensamiento sea aquello que no soy? ¿Qué es, pues, ese ser que centellea y, por así decirlo, parpadea en la abertura del cogito pero que ni está dado soberanamente en él y por él? ¿Cuál es, pues, la relación y la difícil pertenencia entre el ser y el pensamiento? ¿Qué es este ser del hombre y cómo puede hacerse que este ser, que podría caracterizarse tan fácilmente por el hecho de que "posee pensamiento" y que quizá sea el único que lo tenga, tenga una relación imborrable y fundamental con lo impensado? Se instaura una forma de reflexión muy alejada del cartesianismo y del análisis kantiano, en la que se plantea por primera vez la interrogación acerca del ser del hombre en esta dimensión de acuerdo con la cual el pensamiento se dirige a lo impensado y se articula en él.

Esto tiene dos consecuencias. La primera es negativa y de orden puramente histórico. Puede parecemos que la fenomenología ha juntado el tema cartesiano del cogito y el motivo trascendental que Kant desprendió de la crítica de Hume; Husserl habría reanimado así la vocación más profunda de la ratio occidental, curvándola sobre sí misma en una reflexión que sería una radicalización de la filosofía pura y fundamento de la posibilidad de su propia historia. A decir verdad, Husserl no pudo efectuar esta conjunción sino en la medida en que el análisis trascendental había cambiado su punto de aplicación (éste fue transportado de la posibilidad de una ciencia de la naturaleza a la posibilidad de que el hombre se piense) y en que el cogito había modificado su función (ésta no es ya el conducir a una existencia apodíctica a partir de un pensamiento que se afirma por todo lo que piensa, sino el mostrar cómo el pensamiento puede escaparse a sí mismo y conducir de este modo a una interrogación múltiple y proliferadora sobre el ser). La fenomenología es, pues, mucho menos la retoma de un viejo destino racional del Occidente, cuanto la verificación, muy sensible y ajustada, de la gran ruptura que se produjo en la
episteme
moderna a fines del siglo XVIII y principios del XIX. Si tiene alguna liga es con el descubrimiento de la vida, del trabajo y del lenguaje; es también con esta figura nueva que, bajo el viejo nombre de hombre, surgió hace menos aún de dos siglos; es con la interrogación sobre el modo de ser del hombre y sobre su relación con lo impensado. Por ello, la fenomenología —aun si se esbozó primero a través del antipsicologismo o, más bien, en la medida misma en que hizo resurgir,
frente a él
, el problema del
apriori
y el motivo trascendental— no pudo conjurar jamás el insidioso parentesco, la vecindad a la vez prometedora y amenazante, con los análisis empíricos del hombre; y por ello también, al inaugurarse por una reducción al cogito, condujo siempre a cuestiones, a
la
cuestión ontológica. Bajo nuestra mirada, el proyecto fenomenología) no cesa de desanudarse en una descripción de lo vivido, empírica a pesar suyo, y una ontología de lo impensado que pone fuera de juego la primacía del "pienso".

La otra consecuencia es positiva. Concierne a la relación entre el hombre y lo impensado o, más exactamente, a su aparición gemela en la cultura occidental. Se tiene fácilmente la impresión de que, a partir del momento en que el hombre se constituyó como una figura positiva en el campo del saber, el viejo privilegio del conocimiento reflexivo, del pensamiento que se piensa a sí mismo, no podía menos que desaparecer; pero que por ese hecho mismo era dado a un pensamiento objetivo el recorrer al hombre por entero —a riesgo de descubrir allí precisamente aquello que jamás puede darse a su reflexión y ni aun a su conciencia: mecanismos oscuros, determinaciones sin figura, todo un paisaje de sombras que directa o indirectamente ha sido llamado el inconsciente. ¿Acaso no es el inconsciente aquello que se da necesariamente al pensamiento científico que el hombre se aplica a sí mismo cuando deja de pensar en la forma de la reflexión? De hecho, lo inconsciente y, de una manera general, las formas de lo impensado no han sido la recompensa ofrecida a un saber positivo del hombre. El hombre y lo impensado son, en el nivel arqueológico, contemporáneos. El hombre no se pudo dibujar a sí mismo como una configuración en la
episteme
, sin que el pensamiento descubriera, al mismo tiempo, a la vez en sí y fuera de sí, en sus márgenes, pero también entrecruzados con su propia trama, una parte de noche, un espesor aparentemente inerte en el que está comprometido, un impensado contenido en él de un cabo a otro, pero en el cual se encuentra también preso. Lo impensado (sea cual fuere el nombre que se le dé) no está alojado en el hombre como una naturaleza retorcida o una historia que se hubiera estratificado allí; es, en relación con el hombre, lo Otro: lo Otro fraternal y gemelo, nacido no de él ni en él, sino a su lado y al mismo tiempo, en una novedad idéntica, en una dualidad sin recurso. Esta playa oscura que se interpreta de buen grado como una región abismal en la naturaleza del hombre, o como una fortaleza singularmente encerrada de su historia, le está ligada de otro modo; le es, a la vez, exterior e indispensable: un poco la sombra contenida del hombre surgiendo en el saber; un poco la tarea ciega a partir de la cual es posible conocerlo. En todo caso, lo impensado ha servido al hombre de acompañamiento sordo e ininterrumpido desde el siglo XIX. Dado que en suma no era más que un insistente doble, jamás había sido reflexionado por sí mismo de modo autónomo; de aquello de lo que era lo Otro y la sombra recibió la forma complementaria y el nombre invertido; fue el
An sich
frente al Für
sich
, de la fenomenología hegeliana; fue el
Unbewusstes
para Schopenhauer; fue el hombre enajenado para Marx; en los análisis de Husserl, lo implícito, lo inactual, el sedimento, lo no efectuado: de cualquier manera, la inagotable compañía que se ofrece al saber reflexivo como la proyección mezclada de lo que el hombre es en su verdad, pero que desempeña también el papel de fondo anterior a partir del cual el hombre debe recogerse y remontarse hasta su verdad. En vano trató de aproximarse este doble: es extraño y el papel del pensamiento, su iniciativa propia, será acercarlo más a sí mismo; todo el pensamiento moderno está atravesado por la ley de pensar lo impensado —de reflexionar en la forma del Para sí los contenidos del En sí, de desenajenar al hombre reconciliándolo con su propia esencia, de explicitar el horizonte que da su trasfondo de evidencia inmediata y moderada a las experiencias, de levantar el velo de lo Inconsciente, de absorberse en su silencio o de prestar oído a su murmullo indefinido.

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