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Authors: Michel Foucault

Las palabras y las cosas (56 page)

BOOK: Las palabras y las cosas
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Las ciencias humanas están excluidas de este triedro epistemológico, cuando menos en el sentido de que no se las puede encontrar en ninguna de las dimensiones ni en la superficie de ninguno de los planes así dibujados. Pero de igual manera puede decirse que están incluidas en él, ya que es en el intersticio de esos saberes, más exactamente en el volumen definido por sus tres dimensiones donde encuentran su lugar. Esta situación (en un sentido menor, en otro, privilegiada) las pone en relación con todas las otras formas de saber: tienen el proyecto, más o menos diferido pero constante, de darse o en todo caso de utilizar, en uno u otro nivel, una formaliza- ción matemática; proceden según los modelos o los conceptos tomados de la biología, de la economía y de las ciencias del lenguaje; se dirigen en última instancia a ese modo de ser del hombre que la filosofía trata de pensar en el nivel de la finitud radical, en tanto que ellas mismas quieren recorrer sus manifestaciones empíricas. Quizá es esta repartición nebulosa en un espacio de tres dimensiones lo que hace que las ciencias humanas sean tan difíciles de situar, lo que da su irreductible precariedad a su localización en el dominio epistemológico y lo que las hace aparecer a la vez como peligrosas y en peligro. Peligrosas ya que representan algo así como una amenaza permanente para todos los otros saberes; ciertamente, ni las ciencias deductivas, ni las ciencias empíricas, ni la reflexión filosófica se arriesgan, siempre y cuando permanezcan en su dimensión propia, a "pasar" a las ciencias humanas o a contagiarse de sus impurezas; pero se sabe con cuántas dificultades tropieza, a veces, el establecimiento de esos planes intermedios que unen unas con otras las tres dimensiones del espacio epistemológico; la menor desviación en relación con esos planes rigurosos hace caer al pensamiento en el dominio investido por las ciencias humanas: de ahí el peligro del "psicologismo", del "sociologismo" —de eso que en una palabra podría llamarse el "antropologismo"— que se convierte en una amenaza desde el momento en que, por ejemplo, no se reflexionan correctamente las relaciones del pensamiento y de la formalización o desde que no se analiza como es debido los modos de ser de la vida, del trabajo y del lenguaje. La "antropologización" es en nuestros días el gran peligro interior del saber. Se cree con facilidad que el hombre se ha liberado de sí mismo desde que descubrió que no estaba ni en el centro de la creación, ni en el punto medio del espacio, ni aun quizá en la cima y el fin último de la vida; pero si el hombre no es ya soberano en el reino del mundo, si no reina ya en el centro del ser, las "ciencias humanas" son intermediarios peligrosos en el espacio del saber. Pero a decir verdad, esta postura misma las entrega a una inestabilidad esencial. Lo que explica la dificultad de las "ciencias humanas", su precariedad, su incertidumbre como ciencias, su peligrosa familiaridad con la filosofía, su mal definido apoyo en otros dominios del saber, su carácter siempre secundario y derivado, pero también su pretensión a lo universal, no es, como se dice con frecuencia, la extrema densidad de su objeto; no es el estatuto metafísico o la imborrable trascendencia del hombre del que hablan, sino más bien la complejidad de la configuración epistemológica en la que se encuentran colocadas, su relación constante a las tres dimensiones, que les da su espacio.

2. LA FORMA DE LAS CIENCIAS HUMANAS

Es necesario esbozar la forma de esta positividad. Por lo común, se trata de definirla en función de las matemáticas: sea que se trate de acercarla lo más posible a ellas, haciendo el inventario de todo lo matematizable en las ciencias del hombre y suponiendo que todo lo que no es susceptible de semejante formalización no ha recibido aún su positividad científica; sea que, por el contrario, se intente distinguir con cuidado el dominio de lo matematizable y aquello que le sería irreductible, porque sería el lugar de la interpretación, porque allí se aplicarían sobre todo los métodos de la comprensión, porque se encontraría reducido en torno al polo clínico del saber. Semejantes análisis no son sólo aburridos por ser usados, sino ante todo porque les falta pertinencia. Ciertamente, no hay duda alguna de que esta forma de saber empírico que se aplica al hombre (y que, por obedecer a la convención, puede llamarse aún "ciencias humanas" antes de saber en qué sentido y dentro de cuáles límites se les puede llamar "ciencias") tiene relación con las matemáticas: como cualquier otro dominio del saber, pueden servirse, en ciertas condiciones, del instrumento matemático; algunos de sus adelantos, muchos de sus resultados han podido ser formalizados. Con certeza tiene una importancia básica el conocer estos instrumentos, el poder practicar estas formalizaciones, el definir los niveles en los que pueden realizarse; resulta sin duda interesante para la historia el saber cómo Condorcet pudo aplicar el cálculo de las probabilidades a la política, cómo Fechner definió la relación logarítmica entre el aumento de la sensación y el de la excitación, cómo se han servido los psicólogos contemporáneos de la teoría de la información para comprender los fenómenos del aprendizaje. Sin embargo, a pesar de la especificidad de los problemas planteados, es poco probable que la relación con las matemáticas (las posibilidades de matematización o la resistencia a todo esfuerzo de formalización) sea constitutivo de las ciencias humanas en su singular positividad. Y esto se debe a dos razones: ya que, en cuanto a lo esencial, estos problemas le son comunes con muchas otras disciplinas (como la biología, la genética), aun cuando no sean aquí y allá idénticamente los mismos; y sobre todo porque el análisis arqueológico ha descubierto en el
apriori
histórico de las ciencias del hombre una forma nueva de las matemáticas o una brusca irrupción de éstas en el dominio de lo humano, sino más bien una especie de retiro de la
mathesis
, una disociación de su campo unitario y la liberación, en relación con el orden lineal de las menores diferencias posibles, de organizaciones empíricas como la vida, el lenguaje y el trabajo. En este sentido, la aparición del hombre y la constitución de las ciencias humanas (aunque no fuera más que bajo la forma de un proyecto) serían correlativas de una especie de "desmatematización". Se dirá, sin duda, que esta disociación de un saber concebido en su integridad como
mathesis
no fue un retroceso de las matemáticas, por la convincente razón de que este saber jamás llevó (a no ser en la astronomía y en ciertos puntos de la física) a una matematización efectiva; al desaparecer, más bien liberó la naturaleza y todo el campo de las empiricidades para una aplicación, siempre limitada y controlada, de las matemáticas; ¿acaso no datan los primeros grandes progresos de la física matemática, las primeras utilizaciones en gran escala del cálculo de las probabilidades, del momento en que se renunció a constituir de inmediato una ciencia general de los órdenes no cuantificables? En efecto, es imposible negar que la renuncia a una
mathesis
(cuando menos provisionalmente) permitió, en ciertos dominios del saber, salvar el obstáculo de la cualidad y aplicar el instrumento matemático en lugares a los que no había penetrado todavía. Sin embargo, si, en el nivel de la física, la disociación del proyecto de la
mathesis
no forma sino una y la misma cosa con el descubrimiento de nuevas aplicaciones de las matemáticas, no sucedió así en todos los dominios: la biología, por ejemplo, se constituyó, más allá de una ciencia de los órdenes cualitativos, como un análisis de las relaciones entre los órganos y las funciones, estudio de las estructuras y de los equilibrios, investigaciones sobre su formación y su desarrollo en la historia de los individuos o de las especies; todo esto no impidió que la biología utilizara las matemáticas y que éstas pudieran aplicarse de modo mucho más amplio que en el pasado a la biología. Pero ésta no alcanzó su autonomía ni definió su positividad en su relación con las matemáticas. Lo mismo sucedió con las ciencias humanas: es el retiro de la
mathesis
y no el avance de las matemáticas lo que permitió al hombre constituirse como objeto del saber; es el enrollamiento sobre sí mismos del trabajo, de la vida y del lenguaje lo que prescribió, desde el exterior, la aparición de este nuevo dominio; y es la aparición de este ser empírico-trascendental, de este ser cuyo pensamiento está indefinidamente tramado con lo impensado, de este ser siempre separado de un origen que le ha sido prometido en lo inmediato del retorno —es esta aparición la que da a las ciencias humanas su sesgo peculiar. Allí, lo mismo que en otras disciplinas, es muy probable que la aplicación de las matemáticas haya sido facilitada (y lo sea siempre por lo demás) por todas las modificaciones que se produjeron, a principios del siglo XIX, en el saber occidental. Pero imaginar que las ciencias humanas definieron su proyecto más radical e inauguraron su historia positiva el día en que se quiso aplicar el cálculo de las probabilidades a los fenómenos de la opinión política y utilizar los logaritmos para medir la intensidad creciente de las sensaciones, equivale a tomar un contraefecto superficial por el acontecimiento fundamental.

En otros términos, entre las tres dimensiones que abren a las ciencias humanas su espacio propio y les procuran el volumen del que forman parte, la de las matemáticas es quizá la menos problemática; en todo caso, las ciencias humanas mantienen con ellas sus relaciones más claras, más serenas y, en cierta forma, más transparentes; tanto que el recurrir a las matemáticas, en una u otra forma, ha sido siempre la manera más simple de prestar al saber positivo acerca del hombre un estilo, una forma, una justificación científica. En cambio, las dificultades más fundamentales, aquellas que permiten definir mejor lo que son, en su esencia, las ciencias humanas, se alojan por el lado de las otras dos dimensiones del saber: aquella en que se despliega la analítica de la finitud y aquella a lo largo de la cual se reparten las ciencias empíricas que tienen por objeto al lenguaje, a la vida y al trabajo.

En efecto, las ciencias humanas se dirigen al hombre en la medida en que vive, en que habla y en que produce. En cuanto ser vivo crece, tiene funciones y necesidades, ve abrirse un espacio en el que anuda en sí mismo las coordenadas móviles; de manera general, su existencia corporal lo entrecruza de un cabo a otro con lo vivo; al producir los objetos y los útiles, al cambiar aquello de lo que necesita, al organizar toda una red de circulación a lo largo de la cual corre aquello que puede consumir y en la que él mismo está definido como un relevo, aparece en su existencia inmediatamente enmarañada con otras; por último, dado que tiene un lenguaje, puede constituirse todo un universo simbólico en el interior del cual tiene relación con su pasado, con las cosas, con otro, a partir del cual puede construir también algo así como un saber (en forma singular, ese saber que tiene de sí mismo y del cual las ciencias humanas dibujan una de las formas posibles). Así, pues, es posible fijar el sitio de las ciencias del hombre en la vecindad, en las fronteras inmediatas y todo a lo largo de esas ciencias en las que se trata de la vida, del trabajo y del lenguaje. ¿Acaso éstas no se formaron precisamente en la época en que, por vez primera, se ofrece el hombre a la posibilidad de un saber positivo? Sin embargo, ni la biología, ni la economía, ni la filología debían ser consideradas como las primeras ciencias humanas ni como las más fundamentales. Se lo reconoce sin más en el caso de la biología que trata de muchos otros vivientes además del hombre; se tienen más dificultades para admitirlo en el caso de la economía y de la filología cuyo dominio propio y exclusivo es una actividad específica del hombre. Pero no se pregunta por qué la biología o la fisiología humanas, por qué la anatomía de los centros corticales del lenguaje no pueden ser consideradas, en modo alguno, como ciencias del hombre. Es porque el objeto de éstas no se da nunca según el modo de ser de un funcionamiento biológico (ni aun de su forma singular y como de su prolongación en el hombre); es más bien su envés, la marca en hueco; comienza allí donde se detiene, no la acción o los efectos, sino el ser propio de este funcionamiento —allí donde se liberan las representaciones, verdaderas o falsas, claras u oscuras, perfectamente conscientes o comprometidas en la profundidad de alguna somnolencia, directa o indirectamente observables, ofrecidas en aquello que el hombre enuncia sobre sí mismo o referibles sólo desde el exterior; la investigación de los lazos intracorticales entre los diferentes centros de integración del lenguaje (auditivos, visuales, motores) no dispensa de las ciencias humanas; pero éstas encontrarán su espacio de juego desde el momento en que alguien se interrogue acerca de este espacio de palabras, esta presencia o este olvido de su sentido, este rodeo entre lo que se quiere decir y la articulación de la que se inviste esta finalidad, de la que quizá no tiene conciencia el sujeto, pero que no tendrían ningún modo asignable de ser si este mismo sujeto no tuviera representaciones.

De modo más general, el hombre no es, para las ciencias humanas, este ser vivo que tiene una forma muy particular (una fisiología muy especial y una autonomía casi única); es ese ser vivo que, desde el interior de la vida a la cual pertenece por completo y por la cual está atravesado todo su ser, constituye representaciones gracias a las cuales vive y a partir de las cuales posee esta extraña capacidad de poder representarse precisamente la vida. De igual modo, el hombre es quizá en el mundo si no la única especie que trabaja, sí cuando menos aquella en la que la producción, la distribución y el consumo de los bienes han tomado tanta importancia y han recibido tantas formas y tan diferenciadas, pero la economía no es por ello una ciencia humana. Se dirá, quizá, que tiene recurso para definir las leyes que son, sin embargo, interiores a los mecanismos de la producción (como la acumulación del capital o las relaciones entre la tasa de salarios y el precio de costo), a los comportamientos humanos y una representación que los funda (el interés, la búsqueda de la ganancia máxima, la tendencia al ahorro); pero al hacerlo, utiliza las representaciones como requisito de un funcionamiento (que pasa, en efecto, por una actividad humana explícita); en cambio, sólo habrá una ciencia del hombre si nos dirigimos a la manera en que los individuos o los grupos se representan a sus compañeros, en la producción o en el cambio, el modo en que se aclaran, ignoran o disfrazan este funcionamiento y la posición que ocupan en él, la forma en que se representan a la sociedad en que se lleva a cabo, la manera en que se sienten integrados en ella o aislados, dependientes, sometidos o libres; el objeto de las ciencias humanas no es este hombre que, desde la aurora del mundo o el primer grito de su edad de oro, estaba consagrado al trabajo; es ese ser que, desde el interior de las formas de producción que dirigen toda su existencia, forma la representación de esas necesidades, de la sociedad por la cual, con la cual o contra la cual las satisface en tal medida que, a partir de allí, puede finalmente darse la representación de la economía misma. En cuanto al lenguaje es lo mismo: aunque el hombre sea en el mundo el único ser que habla no por ello es una ciencia humana el conocer las mutaciones fonéticas, el parentesco de las lenguas, la ley de los deslizamientos semánticos; en cambio, se podrá hablar de ciencia humana una vez que se intente definir la manera en que los individuos o los grupos se representan las palabras, utilizan su forma y su sentido, componen sus discursos reales, muestran y ocultan en ellos lo que piensan, dicen, quizá sin saberlo, más o menos lo que no quieren, y en todo caso dejan una gran cantidad de huellas verbales de estos pensamientos, huellas que hay que descifrar y restituir en la medida de lo posible a su vivacidad representativa. El objeto de las ciencias humanas no es, pues, el lenguaje (hablado sin embargo por ellos solos), es ese ser que, desde el interior del lenguaje por el que está rodeado, se representa, al hablar, el sentido de las palabras o de las proposiciones que enuncia y se da, por último, la representación del lenguaje mismo.

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