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Authors: Michel Foucault

Las palabras y las cosas (53 page)

BOOK: Las palabras y las cosas
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En la experiencia moderna, la posibilidad de instaurar al hombre en un saber, la simple aparición de esta nueva figura en el campo de la
episteme
, implicaron un imperativo que obsesiona al pensamiento desde su interior; poco importa que esté amonedado bajo las formas de una moral, de una política, de un humanismo, de un deber de tomar por su cuenta el destino occidental o de la pura y simple conciencia de cumplir una tarea de funcionario en la historia; lo esencial es que el pensamiento es para sí mismo y en el espesor de su trabajo a la vez saber y modificación de aquello que sabe, reflexión y transformación del modo de ser de aquello sobre lo cual reflexiona. Hace también moverse lo que toca: no puede descubrir lo impensado o, cuando menos, ir en su dirección, sin aproximarlo en seguida de suyo —o quizá también sin alejárselo, sin que el ser del hombre, en todo caso, ya que se despliega en esta distancia, no se altere por ese hecho mismo. Hay allí algo profundamente ligado a nuestra modernidad: fuera de las morales religiosas, el Occidente no ha conocido, sin duda alguna, más que dos formas de ética: la antigua (en la forma del estoicismo o del epicureismo) se articulaba en el orden del mundo y, al descubrir la ley de éste, podía deducir de allí el principio de una sabiduría o una concepción de la ciudad; aun el pensamiento político del siglo XVIII pertenece todavía a esta forma general; en cambio, la moderna no formula ninguna moral en la medida en que todo imperativo está alojado en el interior del pensamiento y de su movimiento para retomar lo impensado;
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es la reflexión, es la toma de conciencia, es la elucidación de lo silencioso, la palabra restituida a lo mudo, el surgimiento a luz de aquella parte de sombra que retira al hombre de sí mismo, es la reanimación de lo inerte, es todo lo que constituye por sí solo el contenido y la forma de la ética. A decir verdad, el pensamiento moderno no ha podido nunca proponer una moral: pero la razón de ello no es que sea pura especulación; todo lo contrario, es desde su inicio y en su propio espesor un cierto modo de acción. Dejemos hablar a aquellos que incitan al pensamiento a salir de su retiro y a hacer su elección; dejemos obrar a los que quieren, más allá de toda promesa y en la ausencia de virtud, constituir una moral. Para el pensamiento moderno no hay moral posible; pues, a partir del siglo XIX, el pensamiento "salió" ya de sí mismo en su propio ser, ya no es teoría; desde el momento en que piensa, bendice o reconcilia, acerca o aleja, rompe, disocia, anuda o reanuda, no puede abstenerse de liberar y de sojuzgar. Antes aun de prescribir, de esbozar un futuro, de decir lo que hay que hacer, antes aun de exhortar o sólo de dar la alerta, el pensamiento, al ras de su existencia, de su forma más matinal, es en sí mismo una acción —un acto peligroso. Sade, Nietzsche, Artaud y Bataille lo han sabido por todos aquellos que han querido ignorarlo; pero también es cierto que Hegel, Marx y Freud lo sabían. ¿Puede decirse que lo ignoraban, en su profunda simpleza, aquellos que afirmaron que no hay filosofía sin elección política, que todo pensamiento es "progresista" o "reaccionario"? Su necedad es creer que todo pensamiento "expresa" la ideología de una clase; su involuntaria profundidad es mostrar con el dedo el moderno modo de ser del pensamiento. Superficialmente, podría decirse que el conocimiento del hombre, a diferencia de las ciencias de la naturaleza, está siempre ligado, aun en su forma más indecisa, a la ética o a la política; más fundamentalmente, el pensamiento moderno avanza en esta dirección en la que lo Otro del hombre debe convertirse en lo Mismo que él.

6. EL RETROCESO Y EL RETORNO AL ORIGEN

El último rasgo que caracteriza a la vez al modo de ser del hombre y la reflexión que se dirige a él, es la relación con el origen. Relación muy diferente a la que el pensamiento clásico trató de establecer en sus génesis ideales. En el siglo XVIII, reencontrar el origen era volverse a colocar lo más cerca posible de la pura y simple duplicación de la representación: se pensaba la economía a partir del trueque, porque en él las dos representaciones que cada uno de los participantes se hacia de su propiedad y de aquella del otro eran equivalentes; al ofrecer la satisfacción de dos deseos casi idénticos, eran, en suma, "parejas". Se pensaba el orden de la naturaleza, antes de cualquier catástrofe, como un cuadro en el que los seres se seguían en un orden tan estrecho y sobre una trama tan continua que, de un punto a otro de esta sucesión, se desplazaría uno en el interior de una casi identidad, y de un extremo al otro habría sido conducido uno por la capa lisa de lo "parejo". Se pensaba el origen del lenguaje como la transparencia entre la representación de una cosa y la representación del grito, del sonido, de la mímica (del lenguaje de acción) que la acompañaba. Por último, el origen del conocimiento se buscaba por el lado de una serie pura de representaciones —serie tan perfecta y lineal que la segunda había remplazado a la primera sin que se tomara conciencia de ello, ya que no le era simultánea, no era posible establecer una diferencia entre ellas y no podía experimentarse la siguiente sino como "pareja" de la primera; sólo cuando aparecía una sensación más "pareja" a una precedente que todas las demás, podía jugar la reminiscencia, podía la imaginación representarse de nuevo una representación y afianzarse el conocimiento en esta duplicación. Poco importaba que este nacimiento fuera considerado como ficticio o real, que tuviera valor de hipótesis explicativa o de acontecimiento histórico: a decir verdad, estas distinciones sólo existen para nosotros; en un pensamiento para el cual el desarrollo cronológico se aloja en el interior de un cuadro, sobre el cual no constituye más que un recorrido, el punto de partida está a la vez fuera del tiempo real y en él: es este primer pliegue por el cual pueden tener lugar todos los acontecimientos históricos.

En el pensamiento moderno no es ya concebible tal origen: se ha visto cómo el trabajo, la vida y el lenguaje adquirieron su propia historicidad, en la cual están hundidos: así, pues, no podían enunciar jamás verdaderamente su origen, si bien toda su historia como que apunta, desde el interior, hacia él. Ya no es el origen el que da lugar a la historicidad; es la historicidad la que deja perfilarse, en su trama misma, la necesidad de un origen que le sería a la vez interno y extraño: como la cima virtual de un cono en la cual todas las diferencias, todas las dispersiones, todas las discontinuidades estarían reducidas para no formar más que un punto de identidad, la impalpable figura de lo Mismo, con poder de estallar, sin embargo, y convertirse en otro.

El hombre se constituyó a principios del siglo XIX en correlación con estas historicidades, con todas estas cosas implicadas en sí mismas y que indican, a través de su exposición, pero por sus propias leyes, la identidad inaccesible de su origen. Sin embargo, el hombre no tiene relación con su origen del mismo modo. En efecto, el hombre sólo se descubre ligado a una historicidad ya hecha: nunca es contemporáneo de este origen que se esboza a través del tiempo de las cosas sustrayéndose a él; cuando trata de definirse como ser vivo, sólo descubre su propio comienzo sobre el fondo de una vida que se inició mucho antes que él cuando trata de retomarse como ser que trabaja, sólo saca a luz lar, formas más rudimentarias en el interior de un tiempo y de un espacio humanos ya institucionalizados, ya dominados por la sociedad; y cuando trata de definir su esencia de sujeto parlante, más acá de cualquier lengua efectivamente constituida, no encuentra jamás sino la posibilidad ya desplegada del lenguaje y no el balbuceo, la primera palabra a partir de la cual se hicieron posibles todas las lenguas y el lenguaje mismo. El hombre siempre puede pensar lo que para él es válido como origen sólo sobre un fondo de algo ya iniciado. Éste no es para él el comienzo —una especie de primera mañana de la historia a partir de la cual se habrían acumulado las adquisiciones ulteriores. El origen es más bien la manera en la que el hombre en general, todo hombre sea el que fuere, se articula sobre lo ya iniciado del trabajo, de la vida y del lenguaje; debe buscarse en este pliegue en el que el hombre trabaja con toda ingenuidad un mundo laborado desde hace milenios, vive en la frescura de su existencia única, reciente y precaria, una vida que se hunde hasta las primeras formaciones orgánicas, compone en frases todavía no dichas (aun si las generaciones las han repetido) palabras más viejas que cualquier memoria. En este sentido, el nivel original es para el hombre, sin duda, aquello que le está más cercano: esta superficie que recorre inocentemente, siempre por primera vez y sobre la cual sus ojos, apenas abiertos, descubren figuras tan jóvenes como su mirada —figuras que no pueden tener edad, como no la tiene él, pero por una razón inversa: no se debe a que siempre sean tan jóvenes, sino a que pertenecen a un tiempo que no tiene ni las mismas medidas ni los mismos fundamentos que él. Pero esta pequeña superficie de lo originario que aloja toda nuestra existencia y nunca le hace falta (ni siquiera en el instante de la muerte en el que se descubre por el contrario como desnuda) no es lo inmediato de un nacimiento; está poblada de estas meditaciones complejas que han formado y depositado en su propia historia el trabajo, la vida y el lenguaje; de tal suerte que en este simple contacto, desde el primer objeto manipulado, desde la manifestación de la necesidad más simple, desde el vuelo de la palabra más neutra, son todos los intermediarios de un tiempo que lo domina casi hasta el infinito, que el hombre reanima sin saberlo. Sin saberlo, si bien es necesario saberlo de cierta manera, pues es por ello por lo que los hombres entran en comunicación y se encuentran en la red ya anudada de la comprensión. Y, sin embargo, este saber es limitado, diagonal, parcial, ya que está rodeado por todas partes por una inmensa región de sombras en la que el trabajo, la vida y el lenguaje esconden su verdad (y su propio origen) a aquellos mismos que hablan, que existen y que hacen la obra.

Lo originario, tal como no ha dejado de describirlo el pensamiento moderno a partir de la
Fenomenología del Espíritu
, es pues algo muy diferente de esta génesis ideal que había intentado reconstituir la época clásica; pero también es diferente (aunque esté ligado a él por una correlación fundamental) al origen que se dibuja, en una especie de más allá retrospectivo, a través de la historicidad de los seres. Lo originario en el hombre, no ha jugado aún; lejos de reconducir o aun solamente de señalar hacia una cima, real o virtual, de identidad, lejos de indicar el momento de lo Mismo o la dispersión de lo Otro, es aquello que desde el principio del juego lo articula sobre otra cosa que no es él mismo; es aquello que introduce en su experiencia contenidos y formas más antiguas que él y que no domina; es aquello que, al ligarlo a múltiples cronologías, entrecruzadas, irreductibles con frecuencia unas a otras, lo dispersa a través del tiempo y lo llena de estrellas en medio de la duración de las cosas. Paradójicamente, lo originario, en el hombre, no anuncia el tiempo de su nacimiento, ni el núcleo más antiguo de su experiencia: lo liga a aquello que no tiene el mismo tiempo que él; y libera en él todo aquello que no le es contemporáneo; indica sin cesar y en una proliferación siempre renovada que las cosas comenzaron mucho antes que él y que, por esta misma razón, nadie sabría, pues toda su experiencia está constituida y limitada por estas cosas, asignarle un origen. Ahora bien, esta imposibilidad misma tiene dos aspectos: por una parte, significa que el origen de las cosas retrocede siempre, ya que se remonta a un calendario en el que el hombre no figura; pero, por otra parte, significa que el hombre, en oposición a estas cosas cuyo tiempo permite percibir el nacimiento centelleante en su espesor, es el ser sin origen, aquel "que no tiene patria ni fecha", aquel cuyo nacimiento jamás es accesible porque nunca ha tenido "lugar". Lo que se anuncia en lo inmediato de lo originario es, pues, que el hombre está separado del origen que lo haría contemporáneo de su propia existencia: entre todas las cosas que nacen en el tiempo y mueren sin duda en él, el hombre, separado de cualquier origen, está más allá. Tanto que es en él donde las cosas (aun aquellas que lo sobrepasan) encuentran su comienzo: más que cicatriz señalada en un instante cualquiera de la duración, es la apertura a partir de la cual puede reconstituirse el tiempo en general, deformarse la duración y hacer su aparición las cosas en el momento que les es propio. Si en el orden empírico las cosas retroceden siempre para él, son inasibles en su punto cero, el hombre se encuentra fundamentalmente en retroceso en relación con este retroceso de las cosas y a ello se debe que ellas puedan hacer pesar su sólida anterioridad sobre lo inmediato de la experiencia originaria.

Se ofrece así una tarea al pensamiento: la de impugnar el origen de las cosas, pero impugnarlo para fundamentarlo, reencontrando el modo de acuerdo con el cual se constituye la posibilidad del tiempo —este origen sin origen ni comienzo a partir del cual todo puede nacer. Tal tarea implica el poner en duda todo aquello que pertenece al tiempo, todo aquello que se forma en él, todo aquello que se aloja en su elemento móvil, de manera que aparezca el desgarrón sin cronología y sin historia del cual proviene el tiempo. Así, éste quedaría suspendido en este pensamiento que sin embargo no se íe escapa, ya que nunca es contemporáneo del origen; pero esta suspensión tendría el poder de hacer oscilar esta relación recíproca entre el origen y el pensamiento; giraría en torno a sí mismo y el origen, convirtiéndose en aquello que el pensamiento tiene aún que pensar y siempre de nuevo, le estaría prometido en una inminencia siempre más cercana, nunca cumplida. El origen es, pues, aquello que está en vías de volver, la repetición hacia la cual va el pensamiento, el retorno de aquello que siempre ha comenzado ya, la proximidad de una luz que ha iluminado desde siempre. Así, por tercera vez, el origen se perfila a través del tiempo; pero esta vez es el retroceso en el porvenir, la prescripción que recibe el pensamiento y que se da a sí mismo de avanzar a paso de paloma hacia aquello que no ha cesado de hacerlo posible, de acechar ante sí, sobre la línea, siempre en retirada, de su horizonte, el día del que vino y del que viene en profusión.

En el momento mismo en que le fue posible el denunciar como quimeras las génesis descritas en el siglo XVIII, el pensamiento moderno instauró una problemática del origen muy compleja y muy enmarañada; esta problemática ha servido de fundamento a nuestra experiencia del tiempo y, desde el siglo XIX, han nacido a partir de ella todas las tentativas de reaprehender aquello que en el orden humano podía ser el comienzo y el recomienzo, el alejamiento y la presencia del inicio, el retorno y el fin. El pensamiento moderno ha establecido, en efecto, una relación con el origen que es la inversa para el hombre y para las cosas: autoriza así —pero frustra de antemano y mantiene frente a ellos todo su poder de impugnación— los esfuerzos positivistas por insertar la cronología del hombre en el interior de la de las cosas, de manera que la unidad del tiempo se restaure y que el origen del hombre no sea más que una fecha, un pliegue, en la serie sucesiva de los seres (colocar este origen y con él la aparición de la cultura, la aurora de las civilizaciones en el movimiento de la evolución biológica); autoriza también el esfuerzo inverso y complementario por alinear de acuerdo con la cronología del hombre la experiencia que él tiene de las cosas, el conocimiento que ha tomado de ellas, las ciencias que ha podido constituir (de tal suerte que si todos los comienzos del hombre tienen su lugar en el tiempo de las cosas, el tiempo individual o cultural del hombre permite, en una génesis psicológica o histórica, definir el momento en el que las cosas reencontraron por primera vez el rostro de su verdad); en cada uno de estos dos alineamientos, el origen de las cosas y el del hombre se subordinan uno a otro; pero el hecho mismo de que haya dos alineamientos posibles e irreconciliables indica la asimetría fundamental que caracteriza al pensamiento moderno sobre el origen. Es más, este pensamiento hace llegar en una última luz y como en un día esencialmente reticente, una cierta capa de lo originario en la que, a decir verdad, ningún origen está presente, pero en la que el tiempo, sin comienzo, del hombre manifestaría para una memoria posible el tiempo sin recuerdo de las cosas; de allí una doble tentación: psicologizar todo conocimiento, sea el que fuere, y hacer de la psicología una especie de ciencia general de todas las ciencias; o a la inversa, describir esta capa originaria en un estilo que escapa a todo positivismo, de manera que a partir de allí se pueda inquietar la positividad de cualquier ciencia y reivindicar contra ella el carácter fundamental, inasible de esta experiencia. Pero, al darse como tarea el restituir el dominio de lo originario, el pensamiento moderno descubre allí al instante el retroceso del origen; y se propone en forma paradójica avanzar en la dirección en la que se realiza este retroceso y no cesa de profundizarse; trata de hacer aparecer del otro lado de la experiencia, como aquello que la sostiene por su retirada misma, como aquello que está más cerca de su posibilidad más visible, como aquello que es inminente en él; y si el retroceso del origen se da así en su mayor claridad ¿acaso no es el origen mismo el que se libera y se remonta hasta sí mismo en la dinastía de su arcaísmo? Por ello el pensamiento moderno está consagrado, de un cabo a otro, a la gran preocupación del retorno, al cuidado de recomenzar, a esta extraña inquietud que lo hace sentirse obligado a repetir la repetición. Así, desde Hegel a Marx y a Spengler se ha desplegado el tema de un pensamiento que, por el movimiento en que se realiza —totalidad reunida, reaprehensión violenta en el extremo del desenlace, ocaso solar— se curva sobre sí mismo, ilumina su propia plenitud, cierra su círculo, se reencuentra en todas las figuras extrañas de su odisea y acepta desaparecer en este mismo océano del que había surgido; al contrario de este retorno que aun si no es feliz sí es perfecto, se dibuja la experiencia de Hölderlin, de Nietzsche y de Heidegger, en la que el retorno sólo se da en el retroceso extremo del origen —allí donde los dioses se devuelven, donde crece el desierto, donde la τεχνή ha instalado el dominio de su voluntad; de tal suerte que no se trata de un acabamiento ni de una curva, sino más bien de este desgarrón incesante que libera el origen en la medida misma de su retirada; el extremo es, pues, lo más próximo. Pero el que esta capa de lo originario, descubierta por el pensamiento moderno en el movimiento mismo por el que inventó al hombre, prometa el vencimiento del acabamiento y de las plenitudes logradas, o restituya lo varío del origen —el procurado por su retroceso y el que profundiza su acercamiento— de cualquier manera, lo que prescribe pensar es algo así como lo "Mismo": a través del dominio de lo originario que articula la experiencia humana, sobre el tiempo de la naturaleza y de la vida, sobre la historia, sobre el pasado sedimentado de las culturas, el pensamiento moderno se esfuerza por reencontrar al hombre en su identidad —en esta plenitud o en esta nada que es él mismo—, la historia y el tiempo en esta repetición que hacen imposible pero que fuerzan a pensar y serla en aquello mismo que es.

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