Read Las palabras y las cosas Online
Authors: Michel Foucault
Con la literatura, con el retorno de la exégesis y la preocupación por la formalización, con la constitución de una filología, en breve, con la reaparición del lenguaje en un aumento múltiple, puede borrarse de ahora en adelante el orden del pensamiento clásico. En esta fecha entra, con respecto a cualquier mirada ulterior, en una región de sombras. Es más, acaso no debiera hablarse de oscuridad, sino de una luz un poco turbia, falsamente evidente y que oculta más de lo que manifiesta: en efecto, nos parece que del saber clásico lo sabemos todo si comprendemos que es racionalista, que otorga, desde Galileo y Descartes, un privilegio absoluto a la Mecánica, que supone un ordenamiento general de la naturaleza, que admite una posibilidad de análisis muy radical para descubrir el elemento o el origen, pero que presiente ya, a través de todos estos conceptos del entendimiento y a pesar de ellos, el movimiento de la vida, el espesor de la historia y el desorden, tan difícil de dominar, de la naturaleza. Pero el no reconocer el pensamiento clásico sino en tales signos es equivocar la disposición fundamental; es descuidar por completo la relación entre tales manifestaciones y lo que las hizo posibles. Pero ¿cómo reencontrar después de todo (de no ser por una técnica laboriosa y lenta) la compleja relación de las representaciones, las identidades, los órdenes, las palabras, los seres naturales, los deseos y los intereses, a partir del momento en que se deshizo toda esta gran red en la que las necesidades organizaron por sí mismas su producción, en la que los vivientes se replegaron sobre las funciones esenciales de la vida, en la que las palabras se fatigan con su historia material —en breve, a partir del momento en el que las identidades de la representación han dejado de manifestar sin reticencias ni residuos el orden de los seres? Ahora queda abolido todo el sistema de las rejas que analizaba la sucesión de las representaciones (pequeña serie temporal que se desarrolla en el espíritu de los hombres) para hacerla oscilar, para detenerla, desplegarla y repartirla en un cuadro permanente, así como todas las sutilezas constituidas por las palabras y el discurso, por los caracteres y la clasificación, por las equivalencias y el cambio, a tal grado que es difícil reencontrar la manera en que pudo funcionar este conjunto. La última "pieza" que saltó —y cuya desaparición ha alejado para siempre de nosotros al pensamiento clásico— es justo la primera de estas rejas: el discurso que aseguraba el despliegue inicial, espontáneo, ingenuo de la representación en un cuadro. Desde el día en que dejó de existir y de funcionar en el interior de la representación como su primera puesta en orden, el pensamiento clásico dejó de sernos directamente accesible a la vez.
El umbral del clasicismo a la modernidad (pero poco importan las palabras mismas —digamos, de nuestra prehistoria a lo que nos es aún contemporáneo) quedó definitivamente franqueado cuando las palabras dejaron de entrecruzarse con las representaciones y de cuadricular espontáneamente el conocimiento de las cosas. A principios del siglo XIX, encontraron su viejo y enigmático espesor; pero esto no basta para reintegrar la curva del mundo que las alojaba en el Renacimiento, ni para mezclarse con las cosas en un sistema circular de signos. Separado de la representación, el lenguaje no existe de ahora en adelante y hasta llegar a nosotros más que de un modo disperso: para los filólogos las palabras son como otros tantos objetos constituidos y depositados por la historia; para quienes quieren formalizar, el lenguaje debe despojarse de su contenido concreto y no dejar aparecer más que las formas universalmente válidas del discurso; si se quiere interpretar, entonces las palabras se convierten en un texto que hay que cortar para poder ver aparecer a plena luz ese otro sentido que ocultan; por último, el lenguaje llega a surgir para sí mismo en un acto de escribir que no designa más que a sí mismo. Este desparramamiento impone al lenguaje si no un privilegio, sí cuando menos un destino que nos parece singular cuando se le compara con el del trabajo o el de la vida. Al disociarse el cuadro de la historia natural, los seres vivos no quedaron dispersos, sino agrupados, por el contrario, en tomo al enigma de la vida; al desaparecer el análisis de las riquezas, todos los procesos económicos se reagruparon en tomo a la producción y a lo que la hada posible; en cambio, al disiparse la unidad de la gramática general —el discurso—, apareció el lenguaje según múltiples modos de ser cuya unidad no puede ser restaurada sin duda alguna. Quizá por esta razón se mantuvo alejada del lenguaje durante mucho tiempo la reflexión filosófica. Mientras buscaba incansablemente por el lado de la vida o del trabajo alguna cosa que fuera su objeto, sus mójelos conceptuales o su suelo real y fundamental, no prestó sino una atención marginal al lenguaje; para ella se trataba sobre todo de alejar los obstáculos que podía oponer a su tarea; por ejemplo, era necesario liberar a las palabras de los contenidos silenciosos que las enajenaban o también de ablandar el lenguaje y hacerlo desde el interior como fluido a fin de que, libre de las espacializaciones del entendimiento, pudiera entregar el movimiento de la vida y su duración propia. El lenguaje no entró de nuevo directamente y por sí mismo en el campo del pensamiento sino a fines del siglo XIX. Se podría decir aún que en el xx, si el filólogo Nietzsche —y aun allí era tan sabio, sabía tanto y escribía tan buenos libros— no hubiera sido el primero en acercar la tarea filosófica a una reflexión radical sobre el lenguaje.
Y he aquí que en este espacio filosófico-filológico que Nietzsche abrió para nosotros, surgió el lenguaje de acuerdo con una multiplicidad enigmática que había que dominar. Aparecieron ahora, como otros tantos proyectos (quimeras ¿quién puede saberlo en ese instante?), los temas de una formalización universal de todo discurso o los de una exégesis integral del mundo que sería, a la vez, la demitificación perfecta, o los de una teoría general de los signos; o aun el tema (sin duda históricamente el primero) de una transformación sin residuo, de una reabsorción integral de todos los discursos en una sola palabra, de todos los libros en una sola página, de todo el mundo en un solo libro. La gran tarea a la que se dedicó Mallarmé, hasta el fin de su vida, es la que nos domina ahora; en su balbuceo encierra todos nuestros esfuerzos actuales por devolver a la construcción de una unidad quizá imposible el ser dividido del lenguaje. La empresa de Mallarmé por encerrar todo discurso posible en el frágil espesor de la palabra, en esta minúscula y material línea negra trazada por la tinta sobre el papel, responde en el fondo a la cuestión que Nietzsche le prescribía a la filosofía. Para Nietzsche no se trataba de saber qué eran en sí mismos el bien y el mal, sino qué era designado o, más bien,
quién hablaba
, ya que para designarse a sí mismo se decía
agathos y deilos
para designar a los otros.
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Pues aquí, en aquel que
tiene
el discurso y, más profundamente,
detenta
la palabra, se reúne todo el lenguaje. A esta pregunta nietzscheana: ¿quién habla? responde Mallarmé y no deja de retomar su respuesta al decir que quien habla, en su soledad, en su frágil vibración, en su nada, es la palabra misma —no el sentido de la palabra, sino su ser enigmático y precario. En tanto que Nietzsche mantenía hasta el extremo la interrogación sobre aquel que habla, y a fin de cuentas se libra de irrumpir en el interior de esta pregunta para fundarla en sí mismo, sujeto parlante e interrogante:
Ecce homo
, Mallarmé no cesa de borrarse a sí mismo de su propio lenguaje, a tal punto de no querer figurar en él sino a título de ejecutor en una pura ceremonia del Libro en el que el discurso se compondría de sí mismo. Es muy posible que todas estas cuestiones que atraviesan actualmente nuestra curiosidad (¿Qué es el lenguaje? ¿Qué es un signo? Lo mudo en el mundo, en nuestros gestos, en todo el blasón enigmático de nuestras conductas, en nuestros sueños y en nuestras enfermedades, todo esto ¿habla, cuál es su lenguaje, según cuál gramática? ¿Es todo significativo o qué y para quién y de acuerdo con qué reglas? ¿Qué relación hay entre el lenguaje y el ser y se dirige siempre al ser el lenguaje, cuando menos aquel que habla verdaderamente? ¿Qué es pues este lenguaje que no dice nada, que no se calla jamás y que se llama "literatura"?), es muy posible que todas estas interrogantes se planteen actualmente en la distancia nunca salvada entre la pregunta de Nietzsche y la respuesta que le dio Mallarmé.
Actualmente sabemos de dónde provienen estas preguntas. Se hicieron posibles por el hecho de que a principios del siglo XIX, habiéndose separado la ley del discurso de la representación, el ser del lenguaje se encontró como fragmentado; pero se hicieron necesarias después de que, con Nietzsche, con Mallarmé, el pensamiento fue conducido de nuevo, y en forma violenta, hacia el lenguaje mismo, hacia su ser único y difícil. Toda la curiosidad de nuestro pensamiento se aloja ahora en la pregunta: ¿Qué es el lenguaje, cómo rodearlo para hacerlo aparecer en sí mismo y en su plenitud? En cierto sentido, esta pregunta releva a aquellas que, en el siglo XIX, se referían a la vida o al trabajo. Pero el
status
de esta investigación y de todas las preguntas que la diversifican no está perfectamente claro. ¿Acaso es necesario presentir allí el nacimiento o, menos aún, el primer fulgor bajo el cielo de un día que apenas se anuncia, pero del cual adivinamos ya que el pensamiento —este pensamiento que habla desde hace miles de años sin saber lo que es hablar y ni siquiera que habla— va a recoger por entero y a iluminar de nuevo en la luz del ser? ¿Acaso no era esto lo que preparaba Nietzsche cuando, en el interior de su lenguaje, mataba a Dios y,al hombre a la vez, y prometía con ello, junto con el Retorno, el centelleo múltiple y reini- ciado de los dioses? ¿O es necesario admitir, simplemente, que todas estas preguntas sobre el lenguaje no hacen más que perseguir, que consumar, cuando más, ese acontecimiento cuya existencia y primeros efectos nos señala la arqueología desde fines del siglo XVIII? La división del lenguaje, contemporánea de su paso a la objetividad filológica, no sería, pues, más que la consecuencia más recientemente visible (por ser la más secreta y la más fundamental) de la ruptura del orden clásico; al esforzarnos por dominar esta fisura y por hacer aparecer por entero al lenguaje, llevaríamos a su término lo que pasó antes de nosotros y sin nosotros, hacía fines del siglo XVIII. Pero, ¿qué sería, pues, este logro? Al querer reconstituir la unidad perdida del lenguaje, ¿se va acaso hasta el término de un pensamiento que es el del siglo XIX o acaso se dirige uno a formas que son ya incompatibles con él? La dispersión del lenguaje está ligada, en efecto, de un modo fundamental, a este acontecimiento arqueológico que puede designarse por la desaparición del Discurso. El reencontrar en un espacio único el gran juego del lenguaje, podría formar muy bien a la vez un lazo decisivo hacia una forma de pensamiento del todo nueva o encerrar en sí mismo un modo de saber constituido en el siglo precedente.
Es verdad que no sé responder a estas preguntas, ni tampoco decir qué término convendría elegir en estas alternativas. Ni siquiera puedo adivinar si alguna vez podré responder a ellas o si algún día tendré razones para determinarme. De cualquier modo, sé ahora por qué, como todo el mundo, puedo planteármelas —y no puedo dejar de planteármelas ahora. Sólo quienes no saben leer se asombrarán de que lo haya apresado más claramente en Cuvier, en Bopp y en Ricardo que en Kant o en Hegel.
Sería necesario sin duda alguna detenernos en tanta ignorancia, en tantas interrogaciones que quedan en suspenso: allí se fija el fin del discurso y, quizá, la reiniciación del trabajo. Sin embargo, quedan aún algunas palabras por decir. Palabras cuyo
status
es sin duda difícil de justificar, pues se trata de introducir en el último instante y como por un golpe de teatro artificial, un personaje que hasta ahora no había figurado en el gran juego clásico de las representaciones. Nos gustaría reconocer la ley previa de este juego en el cuadro de
Las meninas
, en el que la representación está representada en cada uno de sus momentos: pintor, paleta, gran superficie oscura de la tela vuelta, cuadros colgados en el muro, espectadores que miran y que, a su vez, son encuadrados por los que los miran; por último, en el centro, en el corazón de la representación, lo más cerca posible de lo esencial, el espejo que muestra lo que es representado, pero como un reflejo tan lejano, tan hundido en el espacio irreal, tan extraño a todas las miradas que se vuelven hacia otra parte, que no es más que la duplicación más débil de la representación. Todas las líneas interiores del cuadro y, sobre todo, las que vienen del reflejo central, apuntan hacia aquello mismo que es representado, pero que está ausente. Es a la vez objeto —ya que es lo que el artista representado está en vías de recopiar sobre su tela— y sujeto —ya que lo que el pintor tenía ante los ojos, al representarse en su trabajo, era a él mismo, dado que las miradas figuradas sobre el cuadro se dirigen hacia este emplazamiento ficticio del personaje regio que es el lugar real del pintor, por cuanto, en última instancia, el huésped de este lugar ambiguo en el que alternan como en un parpadeo sin límite el pintor y el soberano, es el espectador, cuya mirada transforma el cuadro en un objeto, representación pura de esta carencia esencial. Además esta carencia no es una laguna, a no ser para el discurso que laboriosamente descompone el cuadro, pues no deja nunca de estar habitada y de manera real como lo prueban la atención del pintor representado, el respeto de los personajes que figuran en el cuadro, la presencia de la gran tela vista del revés y nuestra mirada, la de nosotros para quienes existe este cuadro y para la cual fue dispuesto desde el fondo de los tiempos.
En el pensamiento clásico, aquello para lo cual existe la representación y que se representa a sí mismo en ella, reconociéndose allí como imagen o reflejo, aquello que anuda todos los hilos entrecruzados de la "representación en cuadro", jamás se encuentra presente él mismo. Antes del fin del siglo XVIII, el
hombre
no existía. Como tampoco el poder de la vida, la fecundidad del trabajo o el espesor histórico del lenguaje. Es una criatura muy reciente que la demiurgia del saber ha fabricado con sus manos hace menos de doscientos años: pero ha envejecido con tanta rapidez que puede imaginarse fácilmente que había esperado en la sombra durante milenios el momento de iluminación en el que al fin sería conocido. Con toda certeza podrá decirse que la gramática general, la historia natural y el análisis de las riquezas eran, en cierto sentido, otras tantas maneras de reconocer al hombre, pero es necesario hacer una distinción. Las ciencias naturales han tratado, sin duda alguna, al hombre como una especie o un género: la discusión sobre el problema de las razas en el siglo XVIII es testimonio de ello. La gramática y la economía, por su parte, utilizaban nociones como las de necesidad, deseo o memoria e imaginación. Pero no había una conciencia epistemológica del hombre como tal. La
episteme
clásica se articula siguiendo líneas que no aislan, de modo alguno, un dominio propio y específico del hombre. Y si se insiste aún, si se objeta que sin embargo ninguna época ha acordado más a la naturaleza humana, no le ha dado un
status
más estable, más definitivo, mejor abierto al discurso, se podrá responder diciendo que el concepto mismo de la naturaleza humana y la manera en la que funcionaba excluían la existencia de una ciencia clásica del hombre.