Lazos de amor (2 page)

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Authors: Brian Weiss

BOOK: Lazos de amor
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El contacto que nos despierta tal vez sea el de un hijo, hermano, pariente o amigo íntimo. O

. puede tratarse de nuestro ser amado que, a través de los siglos; llega a nosotros y nos besa de nuevo para recordarnos que permaneceremos siempre juntos, hasta la eternidad.

Capítulo 2

Siempre había tenido la sensación de que mi vida, tal como la viví era una historia sin principio ni final. Me sentía como un fragmento histórico, un pasaje aislado, al que no precede ni sigue ningún texto. Podía imaginarme perfectamente que tal vez había vivido en siglos anteriores y me había hecho preguntas que todavía no era capaz de responder; que tenía que volver a nacer porque no había cumplido la tarea que se me había asignado.

CARL JUNG

Elizabeth era una chica atractiva, alta y delgada, rubia, de pelo largo y mirada triste. Cuando se sentó con aire inquieto en el sillón abatible de piel de color blanco de mi despacho, advertí que sus melancólicos ojos azules, salpicados de motas de color avellana, desmentían la impresión de severidad que causaba su estricto y holgado traje chaqueta azul marino. Elizabeth, tras haber leído
Muchas vidas, muchos maestros
e identificarse en muchos aspectos con Catherine, la heroína del libro, sintió la necesidad de visitarme en busca de aliento.

—No acabo de entender por qué has venido a verme —le comenté para romper el hielo.

Había echado un vistazo a su historial. A los pacientes nuevos les hago rellenar un impreso: nombre, edad, antecedentes familiares, principales enfermedades y síntomas. Las afecciones más importantes de Elizabeth eran la aflicción, la angustia y el insomnio—.

A medida que iba hablando, añadí mental mente a su lista las relaciones personales.

—Mi vida es un caos —declaró.

Su historia empezó a salir a borbotones, como si por fin se sintiera segura para hablar de estas cosas.

La liberación de una presión encerrada en su interior era palpable. A pesar de lo dramática que era su vida y de la profundidad de las emociones que se ocultaban detrás de lo que decía, Elizabeth trató enseguida de restarle importancia.

—Mi vida no es ni mucho menos tan dramática como la de Catherine —dijo—. Nadie escribiría un libro sobre mí.

Dramática o no, su historia seguía su curso.

Elizabeth era una mujer de negocios que dirigía una floreciente empresa de contabilidad en Miami. Tenía treinta y dos años, y se había criado en Minnesota, en un ambiente rural, rodeada de animales en una enorme granja, junto a sus padres y su hermano mayor. Su padre era un trabajador nato, de carácter estoico. Le resultaba muy difícil expresar sus sentimientos. Cuando mostraba alguna emoción, solía ser la furia y la rabia. Perdía el control y se desahogaba bruscamente con su familia; incluso había pegado alguna vez a su hijo. A Elizabeth le reprendía sólo verbalmente, pero ella se sentía muy herida.

Todavía llevaba en su corazón aquella herida de la infancia. Los reproches y críticas de su padre habían dañado la imagen que tenía de sí misma y un profundo dolor atenazaba su corazón. Estaba apocada y se sentía inferior, y le preocupaba que los demás, los hombres en particular, se dieran cuenta de sus defectos.

Afortunadamente, los arrebatos de su padre no eran frecuentes; además solía encerrarse en su caparazón con la frialdad y el estoicismo que caracterizaban su conducta y su personalidad.

La madre de Elizabeth una mujer independiente y progresista. Fomentaba la confianza de Elizabeth en sí misma y al mismo tiempo la cuidaba con afecto. La época y los hijos hicieron que permaneciera en la granja y aguantara, no sin reproches, la severidad y el retraimiento emocional de su marido.

—Mi madre era una santa —continuó explicando Elizabeth—. Siempre estaba allí, cuidándonos, sacrificándose por sus hijos.

Elizabeth, la pequeña, era la preferida de su madre. Tenía muy buenos recuerdos de su niñez. Los momentos más tiernos eran aquellos en los que se había sentido más cerca de su madre. Aquel amor tan especial las unía y no cesó con el paso de los años.

Elizabeth creció, terminó el bachillerato y se fue a Miami a estudiar en la universidad gracias a una generosa beca. Para ella Miami representaba una exótica aventura, y ejercía una gran atracción sobre ella, que provenía del frío Medio Oeste. A su madre le entusiasmaban las aventuras de Elizabeth. Eran amigas íntimas y, aunque se comunicaban principalmente por correo y por teléfono,
su
relación seguía siendo sólida. Las vacaciones eran épocas de gran felicidad, pues Elizabeth casi nunca se perdía la oportunidad de volver a casa.

En alguna de estas visitas, su madre mencionó la posibilidad de retirarse al sur de Florida en el futuro para así estar cerca de su hija. La granja era grande y cada vez resultaba más difícil mantenerla. La familia había ahorrado una buena cantidad de dinero que aumentaba gracias a la sobriedad del padre. Elizabeth estaba deseando vivir cerca de su madre otra vez; de esa forma sus conversaciones, casi diarias, ya no tendrían que ser telefónicas.

Elizabeth decidió quedarse en Miami tras terminar los estudios. Creó su propia empresa y la fue afianzando poco a poco. La competencia era feroz y el trabajo absorbía buena parte de su tiempo. Las relaciones con los hombres no hacían más que aumentar su estrés.

Entonces ocurrió la catástrofe.

Aproximadamente ocho meses antes de que viniera a verme, Elizabeth se hundió en la tristeza a causa de la muerte de su madre, provocada por un cáncer de páncreas. Sentía como si su corazón se hubiera roto en mil pedazos, como si se lo hubieran arrancado. Estaba atravesando un período de profundo dolor. N o conseguía aceptar la muerte de su madre, no entendía por qué había tenido que ocurrir. Angustiada, me explicó cuánto había luchado su madre contra aquel cáncer virulento que estaba devastando su cuerpo. Sin embargo, su espíritu y su amor permanecieron intactos. Ambas sintieron una profunda tristeza. La separación física era inevitable y se acercaba lenta pero inexorablemente. El padre de Elizabeth, quien lloraba ya la pérdida, todavía se distanció más de la familia y se encerró en su soledad. Su hermano, que vivía en California con su familia, acababa de cambiar de trabajo y estaba alejado de ellos. Elizabeth, por su parte, viajaba a Minnesota siempre que podía.

No tenía a nadie con quien compartir sus miedos y su aflicción. No quería ser una carga para su agónica madre. Se reservaba sus penas para ella y por consiguiente se sentía cada vez más apesadumbrada.

—Voy a echarte tanto de menos... Te quiero —le decía su madre—. Para mí, lo más doloroso es abandonarte. No tengo miedo a morir. No temo lo que me espera. Simplemente no quiero dejarte todavía.

A medida que su salud se iba debilitando, su firme propósito de sobrevivir perdía fuerza. Sólo la muerte podría liberada de la agonía y el sufrimiento. Finalmente llegó el día.

La madre de Elizabeth se hallaba en una pequeña habitación del hospital, rodeada de su familia y sus amigos. Empezaba a respirar con dificultad. La sonda ya no drenaba; sus riñones habían dejado de funcionar. Iba alternando entre la conciencia y la inconsciencia. En un momento en que Elizabeth se encontró a solas con su madre, ésta abrió ligeramente los ojos en un instante de conciencia. —No te abandonaré —le dijo de repente con voz firme—. ¡siempre te querré!

Aquéllas fueron las últimas palabras que Elizabeth oyó pronunciar a su madre, que enseguida entró en coma. Su respiración era cada vez más entrecortada, interrumpida por largos silencios, hasta que de pronto se iniciaron los estertores de la agonía.

No tardó en morirse. Elizabeth sintió un vacío inmenso en su corazón y en su vida. Incluso sentía un dolor físico en el pecho. Tenía la sensación de que siempre le iba a faltar algo. Lloró durante meses.

Añoraba las frecuentes conversaciones telefónicas con su madre. Intentó comunicarse con su padre más a menudo, pero él seguía tan introvertido como siempre y nunca tenía mucho que decir. Podía pasarse uno o dos minutos sin pronunciar palabra junto al auricular del teléfono. No era capaz de animar a su hija. Él también sufría, y esto le hacía aislarse todavía más. Su hermano, que vivía en California con su esposa y sus dos hijos pequeños, también se sentía muy afligido por la pérdida, pero tenía que ocuparse de su familia y su trabajo.

El sufrimiento de Elizabeth desembocó en una depresión con unos síntomas cada vez más graves. Le costaba mucho dormir. Le resultaba difícil conciliar el sueño; se despertaba demasiado temprano por la mañana y era incapaz de volver a dormirse. Perdió el apetito y empezó a adelgazar. Su energía había disminuido notablemente. Ya no tenía interés por las amistades y su capacidad de concentración era cada vez menor.

Antes de la muerte de su madre, la ansiedad de Elizabeth se relacionaba principalmente con el trabajo: plazos de entrega y decisiones de responsabilidad. A veces también la angustiaba la / relación con los hombres; no sabía cómo actuar ni cómo responderían ellos.

Sin embargo, el nivel de ansiedad de Elizabeth aumentó espectacularmente tras la muerte de su madre. Había perdido a su confidente, consejera y amiga más íntima. Ya no podía contar con su principal apoyo y punto de referencia. Se sentía desorientada, sola y perdida.

Me llamó para pedir hora de visita. Vino a verme con la intención de averiguar si en una vida anterior había estado junto a su madre o para intentar comunicarse con ella a través de alguna experiencia mística. En algunas conferencias y publicaciones yo había hablado de las personas que, en un estado de meditación, habían tenido estos encuentros místicos con seres queridos. Elizabeth había leído mi primer libro y sabía que se podía tener este tipo de experiencias.

A medida que la gente va aceptando que es posible, incluso probable, que la conciencia siga existiendo después de abandonar el cuerpo, empieza a vivir cada vez más este tipo de experiencias místicas en los sueños y en otros estados de alteración de la conciencia. Es difícil decir si estos encuentros son reales o no. Pero lo que parece evidente es que son intensos y muy emotivos. A veces la persona incluso recibe información concreta, hechos o detalles que sólo eran conocidos por los difuntos. Estas revelaciones que se producen durante los encuentros espirituales no pueden atribuirse únicamente a la imaginación. Ahora estoy convencido de que se obtienen estos nuevos conocimientos y tienen lugar estos encuentros no porque las personas deseen o necesiten que esto ocurra, sino porque simplemente así es como se establecen los contactos.

Los mensajes suelen ser muy parecidos, especialmente en los sueños: «Estoy bien. Me siento perfectamente. Cuídate. Te quiero.»

Elizabeth deseaba ponerse en contacto con su madre. Necesitaba algún tipo de bálsamo para aliviar su continuo dolor.

Durante la primera sesión descubrí nuevos aspectos de su vida.

Había estado casada por poco tiempo con un contratista local que tenía dos hijos de su primer matrimonio. Era una buena persona y, a pesar de no estar locamente enamorada de él, ella pensó que aquella unión podía proporcionar cierta estabilidad a su vida. Sin embargo, la pasión conyugal no se crea artificialmente. Puede haber respeto y compasión, pero la química entre los dos tiene que existir desde el principio. Cuando Elizabeth descubrió que su marido mantenía relaciones con otra mujer por la que sentía más pasión y entusiasmo rompió con él a regañadientes. Lamentó mucho la ruptura y el hecho de separarse de los niños, pero no sufrió por el divorcio. La pérdida de su madre fue mucho más grave para ella.

Elizabeth era guapa, y por ello le resultó fácil establecer relaciones con otros hombres después de su divorcio, pero tampoco éstas se caracterizaron por la pasión. Empezó a dudar de sí misma y a preguntarse qué había en ella que la incapacitara para establecer buenas relaciones con los hombres. «¿Qué hay de malo en mí?», se preguntaba constantemente. Las dudas iban mellando su autoestima.

Las mordaces y dolorosas críticas que su padre le había dirigido durante su infancia le habían causado unas heridas psicológicas que volvían a abrirse con cada fracaso en
sus
relaciones con los hombres.

Elizabeth empezó a salir con un profesor de una universidad cercana, pero éste no quiso comprometerse con ella debido a sus propios temores. Aunque en su relación había mucha ternura y comprensión, y a pesar de que se entendían bastante bien, la incapacidad de él para comprometerse y confiar en sus propios sentimientos condenó la relación a un final desabrido e insustancial.

Unos meses después, Elizabeth conoció a un I próspero banquero con quien inició una nueva : relación. Ella se sentía segura y protegida, aunque, una vez más, no había mucha química entre ellos. Sin embargo él, que se sentía muy atraído por Elizabeth, se enfadaba mucho y sentía celos cuando ella no le correspondía con la energía y el entusiasmo que él esperaba. Empezó a beber, y su actitud se fue volviendo cada vez más agresiva. Elizabeth también puso fin a esta relación.

Poco a poco había ido perdiendo la esperanza de encontrar un hombre con quien pudiera establecer una relación íntima y satisfactoria.

Se sumergió totalmente en su trabajo, amplió su empresa y se recluyó entre números, cálculos y papeles. Su vida social se reducía básicamente a los compañeros de trabajo. Si de vez en cuando algún hombre le proponía salir, siempre se las arreglaba para que él perdiera el interés antes de que surgiera algo importante entre ellos.

Elizabeth era consciente de que se estaba haciendo mayor, pero todavía tenía la esperanza de que algún día encontraría al hombre perfecto. De todas formas, había perdido mucha confianza.

La primera sesión, dedicada a recoger información sobre su vida, a establecer un diagnóstico y un enfoque terapéutico y a plantar las semillas de la confianza en nuestra relación, había terminado. El hielo se había roto. Por el momento, decidí no recetarle Prozac ni ninguna otra clase de antidepresivos. Mi objetivo era curarla, no enmascarar los síntomas.

En la siguiente sesión, una semana más tarde, iniciaría el arduo viaje retrospectivo hacia el pasado.

Capítulo 3

¡Hace tanto tiempo! Y todavía sigo siendo la misma Margaret. Lo único que envejecen son nuestras vidas. Donde estamos, los siglos sólo son como segundos, y después de vivir mil vidas, nuestros ojos empiezan a abrirse.

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