Authors: Christopher Paolini
Cuando ya se habían internado un buen trecho por el túnel, Eragon se detuvo para mirar hacia la entrada, que ya no era visible en esa oscuridad. Era una negrura casi palpable, como si un pesado manto hubiera cubierto el mundo. La opresión de esa negrura sumada a las apretadas paredes y el techo bajo lo hacían sentir preso.
Normalmente no le molestaba encontrarse en espacios cerrados, pero ese túnel le hacía recordar el laberinto de toscos pasajes del interior de Helgrind, donde él y Roran habían luchado contra los Ra’zac. Y ese no era un recuerdo agradable.
Eragon inhaló profundamente y soltó todo el aire.
Justo cuando se disponía a continuar avanzando vio dos grandes ojos brillar en la oscuridad, como un par de lunas de color cobrizo.
Llevó la mano hasta la empuñadura de
Brisingr
y ya la había sacado unos centímetros de su funda cuando Solembum apareció entre las tinieblas con paso silencioso. El hombre gato se detuvo antes de entrar en el círculo de luz que rodeaba a Eragon y a los demás. Movió las orejas y abrió la boca con una expresión que parecía divertida.
Eragon se relajó y saludó al hombre gato con un gesto de cabeza.
«Debería haberlo adivinado. —Allí dónde iba Angela, Solembum la seguía. Volvió a preguntarse acerca del pasado de la herbolaria—. ¿Cómo se ganará su lealtad?» El grupo se iba alejando, y las sombras volvieron a ocultar a Solembum y Eragon dejó de verlo.
Confortado al saber que el hombre gato iba detrás de él, se apresuró para alcanzar a los demás.
Antes de abandonar el campamento, Nasuada los había informado acerca del número exacto de soldados que había en la ciudad, así como de dónde se encontraban apostados y cuáles eran sus deberes y sus costumbres. También les había dado detalles sobre los aposentos de Murtagh, sobre qué comía y sobre de qué humor se había sentido la noche anterior. Su información había sido increíblemente detallada. Cuando le preguntaron, Nasuada sonrió y explicó que, desde que los vardenos habían llegado a Dras-Leona, los hombres gato espiaban para ellos en la ciudad. Les dijo que cuando consiguieran salir al interior de la ciudad, los hombres gato los acompañarían hasta las puertas del sur, pero que no revelarían su presencia al Imperio si era posible, porque, si no, ya no podrían continuar ofreciendo a Nasuada esa información de forma tan eficiente. Después de todo, ¿quién podría sospechar que ese gato tan grande era, en verdad, un espía enemigo?
Entonces, mientras recordaba lo que Nasuada les había contado, Eragon recordó que una de las mayores debilidades de Murtagh era que todavía necesitaba dormir. «Si no lo capturamos o lo matamos hoy, la próxima vez que nos encontremos quizá nos resulte de ayuda despertarlo en mitad de la noche, y durante más de una noche si es posible. Si conseguimos que pase tres o cuatro días sin dormir bien, no estará en forma para luchar.»
Continuaron avanzando por el túnel, que corría recto como una flecha sin desviarse ni girar en ningún momento. A Eragon le parecía que el suelo tenía una suave pendiente —lo cual tendría sentido, si había sido diseñado para evacuar los residuos de la ciudad—, pero no estaba del todo seguro.
Al cabo de un buen rato, la tierra se hizo más blanda y se le empezó a pegar a la suela de las botas, como si fuera barro húmedo.
El agua se filtraba por el techo y, de vez en cuando, alguna gota le caía en el cuello y le bajaba por la espalda, como un dedo frío que le hiciera cosquillas. Eragon se resbaló, y, al alargar la mano hasta la pared para apoyarse en ella, notó que esta estaba cubierta de lodo.
Pasó un tiempo, aunque era imposible saber cuánto. Quizá llevaban una hora en el túnel. O tal vez llevaban diez. O quizá, solo diez minutos. Fuera como fuera, a Eragon le dolían los hombros y la espalda de avanzar agachado, y ya se había cansado de mirar las mismas piedras todo el rato.
Finalmente pareció que los ecos se iban desvaneciendo, y cada vez se oían más lejanos. Al poco rato, salieron a una gran sala rectangular de techo alto y abovedado que debía de tener cuatro metros y medio de altura en el punto más alto. La sala estaba vacía, excepto por un tonel oxidado que descansaba en una esquina. En el muro del otro extremo de la sala se abrían tres arcos iguales que daban a tres salas idénticas: pequeñas y oscuras. Pero Eragon no vio adónde conducían.
El grupo se detuvo. Eragon se incorporó despacio con una mueca de dolor.
—Esto no debía de formar parte de los planes de Erst Barbagris —dijo Arya.
—¿Qué camino debemos tomar? —peguntó Wyrden.
—¿Es que no es evidente? —dijo la herbolaria—. El de la izquierda.
Siempre es el de la izquierda —aseguró, dirigiéndose al arco de la izquierda mientras hablaba.
Pero Eragon no se pudo contener.
—¿El de la izquierda visto desde dónde? Si uno se pone al otro lado, la izquierda…
—La izquierda sería la derecha, y la derecha sería la izquierda, sí, sí —asintió Angela achicando los ojos—. A veces eres demasiado listo para tu propio bien,
Asesino de Sombra
… Muy bien, lo intentaremos a tu manera. Pero no digas que no te avisé si acabamos dando vueltas por aquí sin fin.
La verdad era que Eragon hubiera preferido seguir el camino del centro, pues le parecía que era el que tenía más probabilidades de llevarles hasta las calles de la ciudad, pero no quería empezar una discusión con la herbolaria. «Sea como sea, pronto encontraremos algunas escaleras —pensó—. No pueden haber tantas salas bajo Dras-Leona.»
Angela sostuvo la esfera de luz en alto y tomó la iniciativa. Wyrden y Arya la siguieron, mientras que Eragon continuó avanzando en la retaguardia.
La habitación que había al otro lado del arco era más grande de lo que había parecido en un principio, pues se extendía unos seis metros hacia un lado y luego continuaba hacia delante un tramo más hasta que terminaba en un pasillo lleno de candelabros vacíos que colgaban de las paredes. Al final de ese pasillo había otra pequeña habitación en el interior de la cual encontraron tres arcos más, cada uno de los cuales conducía a otras tantas habitaciones con más arcos.
«¿Quién construyó esto y por qué?», se preguntó Eragon, asombrado. Todas las habitaciones que encontraban estaban vacías y no tenían ningún mueble. Lo único que encontraron fue un taburete de dos patas que se desmoronó en cuanto Eragon lo tocó con la punta de la bota y un montón de platos de cerámica rotos en un rincón, debajo de unas cuantas telas de araña.
Angela se detuvo cuando llegaron a una habitación circular que tenía siete arcos distribuidos a lo largo de las paredes. De ellos salían otros tantos pasillos, entre los cuales se encontraba el que los había conducido hasta allí.
—Haz una señal por donde hemos entrado, o nos perderemos —dijo Arya.
Eragon se acercó a la entrada del pasillo e hizo una marca en la pared de piedra con la punta de
Brisingr
. Mientras lo hacía, escudriñó en la oscuridad buscando a Solembum, pero no le vio ni los bigotes.
Deseó que el hombre gato no se hubiera perdido en ese laberinto de habitaciones. Estuvo a punto de intentar comunicarse mentalmente con él, pero se contuvo, pues si alguien percibía su conciencia, el Imperio se enteraría de que se encontraba allí.
—¡Ah! —exclamó Angela.
De repente, la oscuridad de su alrededor se disipó. La herbolaria se había puesto de puntillas y sostenía la esfera todo lo alto que podía.
Eragon corrió al centro de la habitación, al lado de Arya y de Wyrden.
—¿Qué sucede? —preguntó en un susurro.
—El techo, Eragon —murmuró Arya—. Mira el techo.
Él solo vio unos viejos bloques de piedra llenos de grietas y le pareció increíble que ese techo no se hubiera derrumbado.
Pero entonces lo vio. Esas líneas no eran grietas, sino runas grabadas en la roca, hileras e hileras de runas. Eran pequeñas y pulcras, de trazos esbeltos y curvas sinuosas. El moho y el paso de los siglos habían oscurecido algunas partes del texto, pero en general era legible. Eragon se esforzó un rato en descifrar los signos, pero apenas fue capaz de reconocer unas cuantas palabras, y además estaban escritas de forma diferente a como él las conocía.
—¿Qué dice? —preguntó—. ¿Es el idioma de los enanos?
—No —respondió Wyrden—. Es el idioma de tu gente, pero tal como se hablaba y se escribía hace mucho tiempo, y en un dialecto muy concreto: el del zelote Tosk.
A Eragon ese nombre le resultaba familiar.
—Cuando Roran y yo rescatamos a Katrina, oímos que los sacerdotes de Helgrind hablaban de un libro de Tosk.
Wyrden asintió con la cabeza.
—Es el libro fundacional de su fe. Tosk no fue el primero en ofrecer sus plegarias a Helgrind, pero sí fue el primero en codificar sus creencias y sus prácticas, y muchos otros lo imitaron a partir de entonces. Quienes veneran a Helgrind lo ven como un profeta de la divinidad. Y esta —el elfo abrió los brazos en alto, abarcando todo el texto grabado en la roca— es la historia de Tosk, desde su nacimiento hasta su muerte: la historia real, la que sus discípulos no contaron a nadie fuera de su secta.
—Podríamos aprender mucho de esto —dijo Angela, sin apartar los ojos del techo—. Si tuviéramos tiempo…
Eragon se sorprendió al verla tan maravillada.
—Un momento, pero leed deprisa —interrumpió Arya, vigilando los siete pasillos.
Mientras Angela y Wyrden descifraban las runas con atenta avidez, la elfa se acercó a uno de los arcos, y allí, en voz muy baja, empezó a entonar un conjuro para encontrar y localizar. Cuando terminó, esperó un momento con la cabeza ladeada. Luego se fue al siguiente arco.
Eragon se quedó mirando las runas unos momentos y luego regresó al pasillo por el que habían llegado. Se apoyó en la pared y se puso a esperar notando el frío de la piedra en la espalda.
Arya se detuvo delante del cuarto arco. La melodía de su canto se elevaba y descendía como una suave brisa. De nuevo, nada.
De repente, Eragon sintió un cosquilleo en el dorso de la mano derecha y bajó la mirada. Un enorme grillo negro le había trepado hasta el guante. Era un insecto horrible: enorme y como hinchado, con púas en las patas y una cabeza grande que parecía un cráneo. El caparazón le brillaba como si lo tuviera untado con aceite. El chico se estremeció. Sacudió el brazo y el grillo desapareció en la oscuridad.
Cuando aterrizó en el suelo, se oyó un desagradable sonido sordo.
El quinto pasillo tampoco le ofreció ningún resultado a Arya. La elfa pasó de largo por delante de Eragon y se detuvo al llegar al séptimo.
Pero antes de que empezara a pronunciar el hechizo, se oyó el eco de un aullido gutural que parecía proceder de todas partes al mismo tiempo. Luego oyeron un bufido, un ronquido y un chirrido que le pusieron los pelos de punta a Eragon. De inmediato, Angela dio media vuelta y exclamó:
—¡Solembum!
Los cuatro desenvainaron las espadas al mismo tiempo.
Eragon retrocedió hasta el centro de la habitación sin dejar de mirar de un arco a otro. Su gedwëy ignasia le escocía y le picaba, pero era un aviso inútil, pues no le indicaba cuál era el peligro ni de dónde procedía.
—Por aquí —dijo Arya, dirigiéndose hacia el séptimo arco.
Pero Angela no quiso moverse.
—No —susurró con vehemencia—. Tenemos que ayudarlo.
Eragon se dio cuenta de que la herbolaria llevaba una espada corta con una hoja que no parecía tener ningún color, pero que brillaba como una joya en la oscuridad.
Arya frunció el ceño.
—Si Murtagh se entera de que estamos aquí…
Todo sucedió tan deprisa y con tanto silencio que Eragon no se hubiera dado cuenta si no hubiera estado mirando en la dirección adecuada: seis puertas ocultas en las paredes de tres de los pasillos se habían abierto, y unos treinta hombres vestidos de negro corrían hacia ellos con las espadas en alto.
—
¡Letta!
—gritó Wyrden, y los hombres de uno de los grupos chocaron entre ellos, como si se hubieran tropezado con una pared invisible.
Pero el resto se lanzó al ataque, y ya no había tiempo para hacer ningún conjuro. Eragon paró una cuchillada y, dibujando un arco con la espada, cortó la cabeza de su atacante. Al igual que los demás, ese hombre llevaba la cara cubierta con un pañuelo; solo se les veían los ojos. El pañuelo ondeó al viento cuando la cabeza voló dando vueltas por el aire hasta caer al suelo. Eragon sintió un gran alivio al ver que
Brisingr
encontraba músculo y hueso, pues, por un momento, había temido que sus atacantes estuvieran protegidos por conjuros o que llevaran armadura…, o, peor, que no fueran humanos. Clavó la espada entre las costillas de otro hombre y, justo cuando se había dado la vuelta para enfrentarse a dos atacantes más, vio una espada que no debería haber estado allí y que volaba por el aire en dirección a su garganta. Las protecciones mágicas que llevaba le salvaron de una muerte segura, pero la hoja de la espada quedó a menos de tres centímetros de su cuello y Eragon retrocedió, tropezando.
Asombrado, se dio cuenta de que el hombre al que le acababa de clavar la espada seguía de pie. Tenía el costado derecho del cuerpo cubierto de sangre, pero él parecía ajeno a la herida que Eragon le había provocado.
—No sienten el dolor —gritó, aterrorizado, sin dejar de parar con la espada los golpes que le caían encima por tres lados distintos.
Si alguien lo oyó, no contestó. Eragon no gastó más energías en hablar. Se concentró en combatir a los hombres que tenía delante, confiando en que sus compañeros le cubrían la espalda.
El chico atacó, paró y esquivó, haciendo silbar a
Brisingr
en el aire como si la espada no pesara más que una vara. En condiciones normales, hubiera podido matar a cualquiera de esos hombres al instante, pero el hecho de que fueran inmunes al dolor significaba que debía cortarles la cabeza, atravesarles el corazón o hacerles varios cortes y sujetarlos hasta que se desangraran. Si no lo hacía así, esos hombres no dejarían de atacar por muchas heridas que tuvieran en el cuerpo. Y eran tantos que resultaba difícil esquivarlos o parar todos sus golpes y contraatacar al mismo tiempo. Eragon hubiera podido dejar de luchar y permitir que sus escudos mágicos lo protegieran, pero hacer eso le hubiera resultado igual de agotador que blandir la espada. Y puesto que no sabía en qué momento sus escudos fallarían
—pues, en cierto momento, lo harían, por que, si no, lo matarían—, y como los iba a necesitar después, prefirió luchar como si las espadas de esos hombres pudieran matarlo o herirlo de un solo golpe.