Legado (39 page)

Read Legado Online

Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
10.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Qué expresión tan extraña —dijo la herbolaria—. ¿Quién se compararía con un hígado triturado? Si hubiera que elegir un órgano, ¿por qué no decidirse por la vesícula o el timo? Cualquiera de ellos es más interesante que el hígado. ¿O qué tal la b…? —Sonrió—. Bueno, supongo que eso no es importante. —Se detuvo delante de Arya y la miró a los ojos—. ¿Pondrías algún reparo en que yo os acompañara, Älfa? No soy un miembro de los vardenos, estrictamente hablando, pero estoy dispuesta a formar cuarteto con vosotros.

Para sorpresa de Eragon, Arya le dirigió un cortés saludo con un gesto de la cabeza y dijo:

—Por supuesto, sabia. No quería ofender. Sería un honor tenerte con nosotros.

—¡Bien! —exclamó Angela—. Es decir, si a ti no te importa —añadió dirigiéndose a Nasuada.

Nasuada, divertida, negó con la cabeza.

—Si lo deseas, y si ni Eragon ni Arya tienen nada que objetar, creo que no hay motivo para que no vayas. Aunque no soy capaz de imaginar por qué quieres hacerlo.

Angela se arregló los rizos con gesto coqueto.

—¿Es que esperas que explique cada decisión que tomo?… Oh, de acuerdo, satisfaré tu curiosidad: digamos que tengo una rencilla con los sacerdotes de Helgrind, y me gustaría tener la oportunidad de jugarles una mala pasada. Y, además, si Murtagh adopta algún disfraz, yo dispongo de algún que otro truco que le dará un buen susto.

—Deberíamos pedirle a Elva que viniera con nosotros —dijo Eragon—. Si alguien es capaz de ayudarnos a evitar el peligro…

Nasuada frunció el ceño.

—La última vez que hablamos, ella dejó bien clara su postura. No pienso bajar la cabeza y suplicar para convencerla de lo contrario.

—Yo hablaré con ella —se ofreció Eragon—. Es conmigo con quien está enojada, y soy yo quien debería pedírselo.

Nasuada tiró de los hilos de los flecos de su vestido dorado, jugueteó con ellos entre los dedos un momento y, finalmente, dijo en tono brusco:

—Elva es impredecible. Si decide ir contigo, ten cuidado, Eragon.

—Lo tendré —prometió él.

A partir de ese momento, Nasuada empezó a discutir algunos temas de logística con Orrin y con Orik, así que Eragon, que no podía aportar nada a aquello, se distanció un poco de la conversación y contactó con Saphira. La dragona había estado siguiendo la conversación a través de él.

¿Y bien?
—preguntó—.
¿Qué piensas de todo esto? Has estado increíblemente callada. Pensaba que dirías algo cuando Nasuada ha propuesto que entráramos en Dras-Leona.

No he dicho nada porque no tenía nada que decir. Es un buen plan.

¿Estás de acuerdo con ella?

Ya no somos torpes jovencitos, Eragon. Nuestros enemigos pueden ser temibles, pero nosotros también lo somos. Es hora de que se lo recordemos.

¿No te preocupa que nos separemos?

Por supuesto que sí
—gruñó la dragona—.
Allí donde vayas, los enemigos te acosarán como las moscas. Pero ya no estás tan desvalido como antes.

A Eragon le pareció que la dragona decía esto último como con un ronroneo.

¿Yo, desvalido?
—preguntó él, fingiendo un tono de ofensa.

Solo un poquito. Pero ahora tu mordedura es más peligrosa que antes.

La tuya también.

Mmm… Voy a cazar
. Se está avecinando una tormenta, y no podré volver a comer nada hasta después del ataque.

Ten cuidado
—dijo Eragon.

Cuando sintió que la presencia de la dragona se había alejado, volvió a dirigir su atención hacia la conversación que se desarrollaba en el interior del pabellón. Sabía que su vida y la de Saphira dependían de las decisiones que Nasuada, Orik y Orrin tomaran en ese momento.

Bajo tierra y piedra

Eragon movió los hombros para que la cota de malla que llevaba oculta debajo de la túnica se le colocara en su sitio. La oscuridad los envolvía como un manto pesado y asfixiante. Unas nubes tupidas bloqueaban la luz de la luna y de las estrellas. De no haber sido por la roja esfera de luz que Angela sostenía en la palma de la mano, ni Eragon ni los elfos hubieran sido capaces de ver nada.

El aire era húmedo y Eragon notó una o dos gotas de lluvia sobre las mejillas.

Elva se había reído de él, negándose a prestarle ayuda, cuando él se lo había pedido. Eragon había estado intentando razonar con ella durante mucho rato, pero sin conseguir nada. Saphira había intervenido en la discusión: había aterrizado ante la tienda donde se encontraba la niña bruja y había colocado su descomunal cabeza a su lado, obligando a que la cría mirara uno de sus brillantes ojos que no parpadeaban. Eragon no se había atrevido a reír al verlo, pero Elva se mantuvo firme en su negativa. Su testarudez frustró a Eragon, aunque no podía dejar de admirar su fuerte carácter: decir que no a un Jinete y a un dragón no era cualquier cosa. Pero estaba claro que la niña había soportado un profundo dolor durante su corta vida, y esa vivencia la había endurecido hasta un extremo que ni siquiera el más experimentado guerrero había experimentado.

A su lado, Arya se ataba la larga capa sobre los hombros. Eragon también llevaba una, al igual que Angela y que Wyrden, el elfo de cabello negro que Blödhgarm había elegido para que los acompañara.

Las capas los protegerían del frío nocturno y, además, ocultarían las armas que llevaban en caso de que se encontraran con alguien dentro de la ciudad, si es que llegaban tan lejos.

Nasuada, Jörmundur y Saphira los habían acompañado hasta el extremo del campamento, y se quedaron allí. Entre las tiendas, los vardenos, los enanos y los úrgalos se estaban preparando para iniciar la marcha.

—No lo olvides —dijo Nasuada, despidiendo nubes de vaho por la boca al hablar—. Si no podéis llegar a las puertas al amanecer, encontrad la manera de esperar hasta mañana por la mañana, y lo volveremos a intentar entonces.

—Quizá no dispongamos del lujo de poder esperar —repuso Arya.

Nasuada se frotó los brazos y asintió con la cabeza. Parecía preocupada hasta un extremo que no era habitual en ella.

—Lo sé. En cualquier caso, nosotros estaremos preparados para atacar en cuanto os pongáis en contacto con nosotros, sea la hora del día que sea. Vuestra seguridad es más importante que someter Dras-Leona. Recordadlo. —Mientras hablaba, miró a Eragon.

—Deberíamos partir —interrumpió Wyrden—. La noche avanza.

Eragon apoyó la frente en Saphira un instante.

Buena caza
—le dijo la dragona en tono cariñoso.

Lo mismo digo.

Se separaron, y Eragon se apresuró detrás de Arya y de Wyrden, que ya habían empezado a caminar siguiendo a Angela en dirección al extremo este de la ciudad. Nasuada y Jörmundur se despidieron de ellos con un susurro y luego todo quedó en silencio. Solo se oía el ruido sordo de sus botas al pisar la tierra.

Angela bajó la intensidad de la esfera de luz que llevaba en la mano hasta que Eragon solamente pudo verse los pies. Tenía que esforzarse por localizar cualquier piedra o rama que pudiera haber en el camino. Estuvieron caminando en silencio durante casi una hora y, entonces, Angela dijo en un susurro:

—Ya hemos llegado, me parece. Tengo bastante habilidad para calcular distancias, y debemos de encontrarnos a más de treinta metros. Aunque es difícil saberlo en esta oscuridad.

La única señal de Dras-Leona eran seis diminutas lucecitas que flotaban a su izquierda, por encima del nivel del horizonte, y que parecían poder cogerse con la mano. Eragon y las dos mujeres se acercaron a Wyrden, que acababa de arrodillarse en el suelo y se estaba quitando el guante de la mano derecha. El elfo colocó la palma de la mano encima del suelo y empezó a canturrear las palabras de un hechizo que había aprendido de los magos enanos, a quienes Orik —antes de que partieran en esa misión— había ordenado que les enseñaran la manera de detectar cámaras subterráneas.

Mientras el elfo cantaba, Eragon miró hacia la oscuridad, a su alrededor, y escuchó con atención, por si detectaba la presencia de algún enemigo. Las gotas de lluvia se habían hecho más numerosas, y deseó que el tiempo hubiera mejorado cuando la batalla empezara, si es que había alguna batalla.

Se oyó el ulular de una lechuza y Eragon, sobresaltado, se llevó la mano hasta la empuñadura de
Brisingr
. «
Barzûl
», dijo para sus adentros. Ese era el juramento favorito de Orik. Se dio cuenta de que estaba demasiado inquieto. La posibilidad de tener que enfrentarse a Murtagh y a Thorn otra vez —con uno de ellos o con los dos— lo había puesto nervioso. «Si continúo así, seguro que no venceré», pensó. Así que empezó a respirar más despacio e inició el primero de los ejercicios mentales que Glaedr le había enseñado para controlar sus emociones.

El viejo dragón no se había mostrado muy entusiasmado con la misión, pero tampoco se había opuesto a ella. Después de discutir varias posibilidades, Glaedr le había dicho: «Ten cuidado con las sombras, Eragon. En los espacios oscuros se esconden cosas extrañas».

A Eragon le había parecido un consejo muy poco animoso. Se secó las gotas de lluvia del rostro sin apartar la mano de la empuñadura de la espada. Notó el cuero del guante caliente y suave sobre la piel. Luego bajó la mano y apoyó el dedo pulgar en el cinturón, el cinturón de Beloth
el Sabio
, consciente del peso de las siete piedras que llevaba escondidas dentro.

Aquella mañana había ido al corral y, mientras los cocineros mataban a los animales que necesitaban para preparar el desayuno del ejército, Eragon transfirió toda la energía de los animales moribundos a sus piedras. No le gustaba hacerlo, pues cada vez que contactaba con la mente de un animal —si todavía tenía la cabeza y el cuerpo unidos— sentía el dolor y el miedo de ese animal como si fueran suyos. Y cuando ellos desaparecían en el vacío, a Eragon le parecía que también él moría. Era una experiencia terrible y que causaba pánico. Cuando le era posible, susurraba unas palabras en el idioma antiguo para consolar a los animales. A veces funcionaba; otras no. Aunque los animales hubieran muerto igualmente, y a pesar de que necesitaba esa energía, detestaba hacerlo, pues le hacía sentir como si él fuera el responsable de sus muertes. Se sentía sucio.

Ahora le parecía que el cinturón pesaba un poco más que antes, pues contenía toda la energía de esos animales. Aunque las piedras que guardaba dentro no hubieran valido nada, para Eragon hubieran tenido un valor superior al del oro a causa de las muchas vidas que las habían cargado.

Wyrden terminó su canción. Arya preguntó:

—¿Lo has encontrado?

—Por aquí —dijo Wyrden poniéndose en pie.

Eragon se sintió aliviado y lleno de emoción. «¡Jeod tenía razón!»

Wyrden los condujo por un camino que pasaba por entre unas pequeñas lomas. Luego penetraron en un pequeño arroyo que se escondía por entre los desniveles de la tierra.

—La entrada del túnel debería estar por aquí —dijo el elfo, haciendo un gesto en dirección a la pendiente oeste.

La herbolaria aumentó la luminosidad de la esfera de luz para que pudieran buscar la entrada. Entonces Eragon, Arya y Wyrden empezaron a batir los matorrales que había al lado del arroyo y a tantear el suelo con varas. Eragon se golpeó las espinillas dos veces en los troncos de unos abedules caídos y tuvo que aguantar la respiración a causa del dolor. Deseó llevar puestas las grebas, pero no se las había colocado —como tampoco se había llevado el escudo—, pues hubieran llamado demasiado la atención.

Estuvieron buscando durante veinte minutos, arriba y abajo de la pendiente, resiguiendo el río. Por fin, Eragon oyó un sonido metálico y Arya dijo en voz baja:

—¡Aquí!

Todos corrieron hasta ella, que se encontraba ante un agujero lleno de maleza en la misma pendiente. Arya apartó la maleza y vieron un túnel de piedra que debía tener un metro y medio de altura por uno de ancho. Una reja de hierro lo cubría.

—Mirad —dijo Arya, señalando el suelo.

Eragon miró hacia el suelo y vio que un sendero salía del túnel.

Incluso a la tenue luz rojiza de la esfera de luz de la herbolaria, Eragon se dio cuenta de que ese sendero se había formado por el paso de personas. Alguien había estado entrando y saliendo secretamente de Dras-Leona.

—Tenemos que ir con cuidado —susurró Wyrden.

Angela emitió un gruñido burlón.

—¿De qué otra manera pensabas ir? ¿Tocando trompetas y soplando cuernos? En serio…

El elfo no respondió, pero se mostró claramente incómodo.

Arya y Wyrden abrieron la reja y, despacio, entraron en el túnel mientras conjuraban unas esferas de luz. Los pequeños círculos de luz flotaron sobre sus cabezas como pequeños soles rojos, aunque no emitían más brillo que un puñado de ascuas. Antes de entrar, Eragon le preguntó a Angela:

—¿Por qué los elfos te tratan con tanto respeto? Parece que casi te tengan miedo.

—¿Es que no merezco respeto?

Eragon dudó unos instantes.

—Un día de estos tendrás que contarme muchas cosas sobre ti, ya lo sabes.

—¿Qué te hace pensar eso? —repuso Angela, empujándolo a un lado para entrar en el túnel. A su paso, su capa flotó en el aire como las alas de un Lethrblaka.

Eragon meneó la cabeza y la siguió.

La herbolaria era bajita, así que no tuvo que agacharse mucho para no darse un golpe en la cabeza. Sin embargo, Eragon tendría que caminar como si fuera un viejo reumático, al igual que los dos elfos. El pasadizo estaba vacío casi por completo; solo una fina capa de tierra apisonada cubría el suelo. Al lado de la entrada había unos cuantos palos y piedras, e incluso una piel de serpiente. El túnel olía a paja húmeda y a alas de polilla.

El grupo avanzaba tan silenciosamente como era posible, pero todos los sonidos resonaban allí dentro. Cada golpe en el suelo o roce contra la pared parecía cobrar vida propia, y al final todos esos susurros hicieron que Eragon se sintiera rodeado por un ejército de espíritus que juzgara cada uno de sus movimientos.

«Vaya manera de entrar sigilosamente», pensó, y dio una patada contra una piedra, haciéndola rebotar contra una de las paredes. El golpe resonó, amplificado, por todo el túnel. Todos se giraron para mirarlo y Eragon pidió disculpas moviendo los labios pero sin emitir ningún sonido. «Por lo menos, ya sabemos qué era lo que provocaba todos esos sonidos bajo el suelo de Dras-Leona.» Tendría que contárselo a Jeod al regresar.

Other books

Bennett (Bourbon & Blood #1) by Seraphina Donavan
Good Chemistry by George Stephenson
Midnight by Dean Koontz
The Red House by Emily Winslow
Don't Go Home by Carolyn Hart
The Sacrifice by Higson, Charlie
Rash by Hautman, Pete