Legado (43 page)

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Authors: Christopher Paolini

BOOK: Legado
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—No puedo hacer otra cosa —dijo, como si hablara consigo mismo—. Solo esto… —Sorbió por la nariz y se acercó a Eragon—. Es lo mejor.

Al ver que el joven se le aproximaba, Eragon tiró de las manos intentando sacarlas de las argollas. Pero estas eran demasiado pequeñas, y lo único que consiguió fue arrancarse un trozo mayor de piel de las muñecas.

—Lo siento —susurró el novicio, deteniéndose delante de Eragon y levantando la daga por encima de su cabeza.

«¡No!», gritó Eragon mentalmente.

Entonces, un bloque de amatista entró volando en la sala desde el pasillo por donde Eragon y Arya habían entrado. La amatista golpeó al joven en la cabeza, y este se precipitó encima de Eragon, que sintió el filo de la daga deslizarse sobre sus costillas. El novicio cayó al suelo, inconsciente.

De las profundidades de ese pasillo apareció una pequeña figura que avanzaba cojeando. Eragon forzó la vista y, cuando la figura entró en el círculo de luz, vio que no era otro que Solembum.

Sintió un profundo alivio.

El hombre gato apareció en forma humana, e iba desnudo excepto por un taparrabos que parecía haber improvisado con las ropas de sus atacantes. Se le veía todo el pelo hirsuto, y su rostro había adoptado una mueca de gran fiereza. Tenía los brazos llenos de cortes, la oreja izquierda le colgaba a un lado y había perdido un trozo de piel de la cabeza. En la mano llevaba un cuchillo lleno de sangre.

Y, unos pasos por detrás del hombre gato, apareció Angela, la herbolaria.

Los infieles andan sueltos

—¡Vaya un idiota! —exclamó Angela mientras se apresuraba en dirección al círculo de mosaico.

La herbolaria tenía unos cuantos cortes y rasguños que sangraban, y sus ropas también estaban empapadas de sangre, pero Eragon sospechó que no era suya. A parte de eso, no había sufrido mayor daño.

—Lo único que tenía que hacer era… ¡esto!

Angela levantó la espada de hoja transparente por encima de su cabeza y descargó un golpe sobre una de las amatistas con la empuñadura. La piedra se rompió con un extraño chasquido parecido al ruido blanco, y la luz que emitía parpadeó y se apagó. Las demás piedras mantenían su brillo. Sin perder tiempo, la herbolaria se acercó a la siguiente amatista y también la rompió. Y así siguió, una tras otra.

Eragon nunca se había sentido tan agradecido de encontrar a alguien. Mientras observaba a Angela, no dejaba de vigilar el huevo, cuyas fisuras se hacían cada vez más grandes. El Ra’zac se había abierto camino casi por completo, y, como si lo supiera, emitía chillidos mientras golpeaba la cáscara desde el interior. Debajo de las grietas de la cáscara se veía una gruesa membrana blanca y el pico y la cabeza del Ra’zac, que empujaba con una fuerza ciega, horrible y monstruosa. «Deprisa, deprisa», pensó Eragon, al ver que un fragmento de cáscara grande como su mano se desprendía del huevo y caía al suelo, emitiendo un sonido como el de la loza al romperse.

Entonces la membrana se rompió y el Ra’zac sacó la cabeza fuera del huevo, abrió el pico, sacó una lengua de color púrpura y emitió un chillido de triunfo. Una baba le goteaba desde el caparazón, y la habitación se llenó de un hedor a moho. El Ra’zac emitió un segundo chillido mientras se esforzaba por librarse de lo que quedaba de la cáscara. Sacó una de las garras, pero al hacerlo, el huevo se desequilibró, inclinándose hacia un lado y vertiendo un fluido denso y amarillento sobre el mosaico del suelo. La grotesca cría se quedó tumbada de lado un instante, aturdida. Luego reaccionó y se puso en pie. Se quedó quieta, vacilante, mientras emitía unos chasquidos nerviosos, como los de un insecto.

Eragon la contempló con consternación y terror, pero también fascinado. El insecto tenía un pecho ancho y rugoso, que parecía tener las costillas fuera del cuerpo en lugar de dentro. Sus patas eran delgadas y nudosas, como palos, y la cintura, más estrecha que la de los seres humanos. Las patas tenían una articulación para poder doblarlas hacia delante, cosa que Eragon no había visto nunca, y que explicaba la inquietante postura que adoptaba ese ser. El caparazón era ahora blando y maleable, no como el de los Ra’zac más adultos que Eragon había visto antes. Sin duda, con el tiempo se haría más duro.

El Ra’zac inclinó la cabeza —sus enormes y protuberantes ojos brillaron a la luz— y soltó unos chirridos animados, como si hubiera descubierto algo emocionante. Entonces dio un paso hacia Arya…, y otro…, y luego otro, abriendo el pico y apuntándolo hacia el charco de sangre que la elfa tenía a sus pies.

Eragon, con intención de distraer a esa criatura, soltó un grito que la mordaza ahogó. El Ra’zac le dirigió una rápida mirada, pero enseguida lo ignoró.

—¡Ahora! —exclamó Angela, rompiendo la última amatista.

Mientras los trozos de piedra todavía rebotaban en el suelo, Solembum saltó sobre el Ra’zac. El cuerpo del hombre gato se transformó en el aire —la cabeza se hizo pequeña, las piernas se le acortaron y le salió pelo por todo el cuerpo— y, al aterrizar, lo hizo sobre las cuatro patas, convertido ya en un animal. El Ra’zac, al verlo, siseó con actitud amenazadora y lanzó un zarpazo en dirección al gato, pero Solembum lo esquivó y, con una rapidez imposible de seguir con la mirada, golpeó la cabeza del Ra’zac con una de sus fuertes y grandes patas. El cuello de la bestia se rompió con un crujido, y la criatura salió volando hacia el otro extremo de la habitación. Después de caer al suelo, estuvo retorciéndose unos instantes antes de quedar inerte.

Solembum bufó, aplastando las orejas contra la cabeza. Luego se sacudió de encima el taparrabos que todavía llevaba alrededor de las caderas y fue a sentarse al lado del otro huevo, a esperar.

—¿Qué te has hecho? —dio Angela a Arya corriendo hacia ella.

Arya levantó un poco la cabeza, pero no hizo ningún esfuerzo por responder. La herbolaria deslizó la hoja de su espada por la cadena, cortándola como si no fuera más que queso tierno. La elfa cayó al suelo apretando la mano herida contra el cuerpo mientras se quitaba la mordaza con la otra mano.

Luego Angela liberó a Eragon, que sintió un alivio inmediato en los hombros en cuanto pudo bajar los brazos a ambos lados del cuerpo.

También se quitó la mordaza de la boca y, con voz ronca, dijo:

—Creíamos que estabas muerta.

—Tendrán que esforzarse más si quieren matarme. Unos ineptos, eso es lo que son.

Arya, todavía con la mano apretada contra el cuerpo, empezó a entonar un conjuro para cerrar y sanar heridas. Su voz era suave, pero el tono era tenso. A pesar de ello, en ningún momento dudó ni se equivocó en las palabras. Mientras ella trabajaba para curarse la mano, Eragon se sanó el corte que tenía en las costillas. Cuando terminó, hizo un gesto a Solembum y le dijo:

—Apártate.

El hombre gato dio un latigazo con la cola, pero hizo lo que Eragon le decía.


¡Brisingr!

De repente, el segundo huevo quedó envuelto en unas llamas azuladas. La criatura chilló: fue un sonido terrible, sobrenatural, más parecido al chirrido del metal que al grito de una persona o una bestia.

Eragon, achicando los ojos a causa del calor que emitían las llamas, observó con satisfacción. El huevo quedó carbonizado. «Y que este sea el último de todos ellos», pensó. Cuando el Ra’zac dejó de chillar, Eragon apagó el fuego, que se extinguió de abajo arriba. Entonces se hizo un silencio absoluto, pues Arya también había terminado de pronunciar su hechizo y se había quedado inmóvil.

Angela fue la primera en moverse. Se acercó a Solembum y, pronunciando unas palabras en el idioma antiguo, le curó la oreja caída y las demás heridas que tenía por todo el cuerpo.

Eragon se arrodilló al lado de Arya y le puso una mano en el hombro. Ella lo miró a los ojos y luego le mostró la mano. La piel que le envolvía la base del dedo pulgar, así como la parte exterior de la palma de la mano y el dorso, todavía mostraban un brillante color rojizo. Pero los músculos parecían haberse curado.

—¿Por qué no has terminado? —le preguntó Eragon—. Si estás demasiado cansada para hacerlo, yo puedo…

Ella negó con la cabeza.

—Me he dañado varios nervios… y no puedo repararlos. Necesito la ayuda de Blödhgarm. Él es más hábil que yo en manipular el cuerpo.

—¿Puedes luchar?

—Sí, si voy con cuidado.

Eragon le dio un apretón en el hombro.

—Lo que has hecho…

—Solo he hecho lo que era lógico.

—Pero no todos hubieran tenido la fuerza de hacerlo… Yo lo intenté, pero mi mano es demasiado grande. ¿Ves? —explicó, levantando la mano y poniéndola al lado de la de ella.

Arya asintió con la cabeza. Luego se sujetó al brazo de Eragon y se puso en pie. Él la imitó y le volvió a ofrecer el brazo para que se apoyara.

—Tenemos que encontrar nuestras armas —dijo—, así como mi anillo, mi cinturón y el collar que los enanos me dieron.

Angela frunció el ceño.

—¿Por qué tu cinturón? ¿Es que tiene algún hechizo?

Eragon dudó un momento si decirle o no la verdad, pero Arya se anticipó:

—No debes de conocer el nombre de quien lo fabricó, sabia, pero seguro que durante tus viajes habrás oído hablar del cinturón de las doce estrellas.

Angela abrió mucho los ojos, asombrada.

—¿Ese cinturón? Pero yo creía que se había perdido hacía muchos siglos, que había sido destruido durante…

—Lo recuperamos —la interrumpió Arya.

Eragon se dio cuenta de que la herbolaria deseaba hacer más preguntas, pero al final solo dijo:

—Comprendo… No podemos perder tiempo buscando por todas las habitaciones de este laberinto. Cuando los sacerdotes se den cuenta de que habéis escapado, los tendremos pisándonos los talones.

Eragon hizo un gesto en dirección al novicio, que todavía estaba tumbado en el suelo, inconsciente.

—Quizás él nos pueda decir adónde se han llevado nuestras cosas.

La herbolaria se puso en cuclillas al lado del joven y colocó dos dedos en su cuello para tomarle el pulso. Luego le dio unas palmadas en las mejillas e intentó abrirle los ojos. Pero el novicio continuaba inerte, y eso pareció enojar a la mujer.

—Un momento —dijo, cerrando los ojos y frunciendo el ceño ligeramente. Se quedó quieta un instante. Luego se levantó con sorprendente presteza—. ¡Vaya un desdichado egocéntrico! No me extraña que sus padres lo enviaran con los sacerdotes. Me sorprende, incluso, que estos lo hayan aguantado tanto tiempo.

—¿Sabe algo que nos pueda ser útil? —preguntó Eragon.

—Solo el camino hasta la superficie. —Angela señaló la puerta que quedaba a la izquierda del altar, la misma por la que habían entrado y salido los sacerdotes—. Es increíble que intentara liberaros.

Sospecho que es la primera vez en su vida que hace algo por iniciativa propia.

—Tenemos que llevarlo con nosotros. —A Eragon no le gustaba la idea, pero se sentía obligado por el deber—. Le prometí que lo haríamos si nos ayudaba.

—¡Pero intentó mataros!

—Le di mi palabra.

Angela suspiró. Dirigiéndose a Arya, dijo:

—Supongo que no podrás convencerlo de lo contrario.

La elfa negó con la cabeza y, levantando al chico del suelo, se lo cargó sobre los hombros sin esfuerzo.

—Yo lo llevaré —afirmó.

—En ese caso —le dijo la herbolaria a Eragon—, será mejor que lleves esto, pues parece que tu te vas a encargar de luchar.

Alargando el brazo, le ofreció una espada de hoja corta mientras se sacaba un puñal de empuñadura incrustada con piedras de entre los pliegues del vestido.

—¿De qué está hecha? —preguntó Eragon observando cómo la hoja transparente atrapaba y reflejaba la luz. Le parecía un material parecido al diamante, pero no se imaginaba que nadie pudiera hacer una espada a partir de una piedra preciosa, pues la cantidad de energía que requeriría evitar que esta se rompiera con cada golpe agotaría a cualquier mago.

—No es piedra ni metal —repuso Angela—. Pero ten cuidado.

Tienes que manejarla con suma atención. No toques nunca el filo ni la acerques a nada ni nadie que valores, porque lo lamentarás. Tampoco permitas que toque nada que puedas necesitar. Como tus piernas, por ejemplo.

Eragon, cauteloso, apartó la espada de su cuerpo.

—¿Por qué?

—Porque —empezó la herbolaria con evidente placer— esta es la hoja más afilada que ha existido nunca. Ninguna otra espada, cuchillo ni hacha puede igualar su filo, ni siquiera
Brisingr
. Es el instrumento cortante definitivo. «Esto» —y aquí hizo una pausa para dar énfasis— es el arquetipo del plano inclinado… No se encuentra otro igual en ningún lugar. Puede cortar cualquier cosa que no esté protegida por un conjuro, y muchas cosas que sí lo están. Compruébalo, si no me crees.

Eragon miró a su alrededor buscando algo con qué probar la espada. Finalmente se dirigió al altar y golpeó la espada contra una esquina de la placa de mármol.

—¡No tan fuerte! —gritó Angela.

La hoja transparente traspasó los diez centímetros de piedra como si cortara pan y continuó bajando hacia los pies de Eragon, que soltó un grito y saltó hacia atrás. Por suerte, pudo parar el golpe antes de hacerse daño.

El trozo de mármol del altar cayó sobre el escalón y rebotó, yendo a parar al centro de la sala. El chico se dio cuenta de que, después de todo, esa hoja podía muy bien ser de diamante porque no necesitaría tanta protección como había pensado en un principio, pues era raro que se encontrara con alguna resistencia.

—Toma —dijo Angela—. Será mejor que también tengas esto. —Se desabrochó la funda de la espada y se la ofreció—. Es una de las pocas cosas que este filo no puede cortar.

Eragon tardó un momento en ser capaz de hablar: todavía estaba impresionado por haber estado a punto de cortarse los dedos de los pies. Al final, lo consiguió:

—¿Tiene nombre esta espada?

Angela se rio.

—Por supuesto. En el idioma antiguo su nombre es
Albitr
, que significa exactamente lo que piensas. Pero yo prefiero llamarla
Muerte Cristalina
.


¿Muerte Cristalina?

—Sí. Por el sonido que hace la hoja cuando le das un golpecito —repuso Angela. Tocó la hoja con la punta de la uña y sonrió. La hoja emitía una aguda nota que perforaba el silencio de la sala como un rayo de luz penetra en la oscuridad—. Bueno, ¿en marcha?

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