Letters from Heaven / Cartas del cielo (8 page)

BOOK: Letters from Heaven / Cartas del cielo
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Cangrejitos de guayaba y queso

1 tubo de 8 onzas de masa de hojaldre refrigerada para medialunas

1 caja de 16 onzas de pasta de guayaba

1 bloque de 8 onzas de queso crema

• Precalienta el horno a 350 grados.

• Desenvuelve el tubo de masa para medialunas y corta por la línea de puntos los triángulos premedidos.

• Corta ocho rebanadas de ¼ de pulgada de grueso y 1 pulgada de largo, y colócalas en la base de cada triángulo.

• Corta ocho rebanadas de queso crema, del mismo tamaño, y colócalos sobre las rebanadas de guayaba. Guarda el resto de la pasta de guayaba y el queso crema para otra ocasión.

• Enrolla la masa, comenzando desde la base y sellando las puntas para que no se salga el relleno. Con cuidado, dobla las puntas para darles la forma de cangrejito.

• Colócalos en un molde para hornear, engrasado o cubierto con papel encerado. Hornéalos hasta que se hayan elevado y dorado. De 10 a 12 minutos.

• Déjalos enfriar unos minutos antes de servir.

3          
BOCADO SINCRONIZADO

Mami llega de la fábrica cansada, como siempre. Abre la puerta, tira el bolso al suelo, se quita los zapatos y se deja caer en el sillón.

—¡Mami, Mami! ¡Cierra los ojos! —le digo, emocionada.

—Ay, cielo. Estoy tan cansada que si los cierro me voy a quedar dormida aquí mismo.

—No, Mami, cierra los ojos por un segundo —le digo—. Y huele.

La veo cerrar los ojos, y una pequeña sonrisa se le dibuja en los labios.

—Huelo algo maravilloso —dice.

—No los abras todavía —le digo y corro a buscar la bandeja de cangrejitos.

—Ahora —le digo.

Cuando los ve, se le borra la sonrisa de la boca y empieza a llorar. Yo también empiezo a llorar. Coloco la bandeja en la mesita para que no se mojen con las lágrimas y abrazo a mi mamá. Así estamos
un rato. Hasta que nos llega de nuevo el aroma de los cangrejitos y, en silencio, los devoramos. Decido no mostrarle la carta de Abuela. No quiero que se ponga a llorar de nuevo. Además, no me lo creería. A mí misma me cuesta creerlo.

Al día siguiente empaco tres cangrejitos para la escuela. Uno para Karen, uno para Silvia y uno para mí.

—Chicas, les tengo una sorpresa —les digo.

Ellas se miran como si les hubiera hablado en chino.

—¿Es que no quieren ver lo que es?

—No es eso —dice Silvia—. Es que nos hablaste.

—¡Shhh, Silvia! —interrumpe Karen—. ¡Claro que queremos ver!

Les muestro los cangrejitos, y Silvia pretende desmayarse.

—¡Qué delicia! —dice—. Como los que hacía tu abue . . .

—Sí, mi abuela —le contesto—. Está bien. Puedes mencionarla. Eso no me va a poner más triste de lo que estoy.

—Lo siento —dice Karen—. Esta tonta.

—Bueno, pruébenlos —les digo.

Las tres nos sincronizamos para morderlos a la misma vez.

Tomamos el bocado de cangrejitos, cerramos los ojos, damos una vuelta, levantamos los brazos como si hiciéramos el saludo al sol de la clase de yoga en educación física y decimos “Aaaaaahhhhh” con la boca llena. No es muy educado, pero definitivamente es divertido.

—¿Y quién los hizo? —pregunta Karen—. De seguro que no fue tu mamá . . .

Ahora es Silvia la que le da un codazo a Karen. Como si yo no supiera que cuando Mami cocina, los platos saben mejor que la comida.

—Yo los hice —les digo—. Abuela me mandó un paquete con la pasta de guayaba y la receta. ¡Lo recibí ayer!

De inmediato me doy cuenta que he dicho algo que no debí haber dicho. Las dos se miran y luego me miran a mí. Conozco esa mirada. Es como miras a alguien cuando te dice que el ratoncito Pérez le dejó dinero debajo de la almohada. Una mirada comprensiva, pero también llena de lástima.

—¡No me tengan lástima! —les digo, furiosa. Y me voy con mi lonchera vacía.

Tan pronto como doy la vuelta, veo que la pesada de Amanda nos ha estado observando todo el tiempo. Avanza hacia mí, meciendo sus largas trenzas rubias de lado a lado.

—Así que el fantasma de tu abuela te escribe cartas —me dice, burlándose—. Buuuuh. ¡Qué miedo!

—Déjame en paz —le contesto y sigo de largo.

—Cuidado que no te vaya a llevar y deje a tus mamás solitas —dice.

Me doy la vuelta como si me hubieran echado un cubo de agua fría en la espalda.

—¿Qué dijiste?

—Que no vas a querer que tu mamá se quede solita —repite, corrigiéndose.

—Déjala en paz, Amanda —grita Silvia desde el otro lado del salón.

—Gracias, Silvia, pero yo me puedo defender sola perfectamente —le digo—. Y a ti, Amanda, le voy a pedir a mi abuela que se te aparezca de noche y que no te deje dormir.

—Ay, mira como tiemblo —se burla.

Esta vez sí que me voy de largo. Hubiese querido decirle mucho más, pero eso fue lo único que se me ocurrió. Quiero irme a casa y meterme en la cama hasta el verano. Si tan sólo pudiera hibernar, estaría feliz.

4          
CONGRÍ

Lisa viene a buscarme a la escuela. No me agrada mucho la idea porque cuando le toca a ella tenemos que caminar. Lisa no tiene carro. Dice que no le hace falta, que con sus dos pies puede caminar y pedalear adonde tenga que ir. Aunque a mí me parece un poco rara, Mami la quiere mucho. Dice que es como su hermana, aunque no se parezcan en lo absoluto. A Mami le gusta maquillarse hasta para ir a buscar el periódico afuera. Siempre está bien peinada y combinada. ¡Y perfumada! Pero Lisa es toda natural. Nunca la he visto ponerse ni una gota de maquillaje, y la ropa que lleva es un poco extraña aunque, a decir verdad, se ve bastante cómoda en su faldona de flores y su camiseta vieja. Mami dice que Lisa no lleva maquillaje porque no lo necesita, y creo que tiene razón. Es muy bonita con su larga cabellera negra que le llega hasta la cintura. En lugar de lápiz de labio, lleva una sonrisa.

—¡Hola, linda! —me grita con entusiasmo desde el otro lado de la calle.

Yo medio le sonrío al cruzar. Hoy no tengo muchas ganas de hablar.

Caminamos un largo rato en silencio. Lisa mira hacia arriba y hacia los lados y sonríe. Es como si recibiera mensajes de los árboles y de los pájaros que sólo ella puede escuchar.

—Tu mami me dijo que habías preparado unos cangrejitos divinos.

—Sí.

—¿Te quedan? Me muero por probarlos.

—No. —Y le lanzo un desafío para ver cómo reacciona—. Pero como Abuela me enseñó a hacerlos
ayer
, te los puedo preparar en cualquier momento.

Espero alguna reacción hacia mi locura, pero Lisa no dice nada. Sigue sonriendo, como siempre lo hace.

—Pues, qué bueno —dice—. Tu abuela sí que cocinaba rico. Qué lástima que tu mamá no haya heredado ese talento.

Las dos nos miramos y nos echamos a reír. Me acuerdo del olor del arroz quemado de la otra noche. Casi todo se había quedado pegado al fondo de la olla. Lisa había llegado a ver cómo seguía Mami y al oler el desastre, se dio media vuelta, se montó en su bici y nos trajo un pollo asado del supermercado y una barra de pan. ¡Nos lo comimos con tantas ganas que no quedó ni una masita en los huesos! Los perros del vecino se quedaron con hambre esa noche.

Una vez en casa, me preparo las tostadas y el café con leche. Le pregunto a Lisa si quiere, pero dice que tiene mil cosas que hacer, pero que pasará más tarde. Mientras espero que cuele el café, reviso la alacena para ver si encuentro algo que preparar para la cena. Hay un par de latas de atún, frijoles, puré de tomate, aceitunas, sardinas . . . En fin, nada. Ojalá que Lisa traiga algo, o será sándwich de atún de nuevo . . . o desayuno para la cena —otra especialidad de Mami. Traducción: cereal con leche.

Después de hacer la tarea de matemáticas, pongo música y empiezo a bailar. Practico algunos pasos, los que me vienen a la mente. Pero al rato se me olvidan y mis pies empiezan a improvisar. Siento las vibraciones de la trompeta en la planta de los pies, como si les hicieran cosquillas impulsando el movimiento. La abuela decía que yo había heredado el ritmo de su gente. Así como mi pelo ondulado y el color café de la piel. Mi maestra de baile está de acuerdo. Dice que ninguna estudiante baila el jazz tropical como yo.

—Lo llevas en la sangre, Celeste —me decía—. ¡Déjalo salir!

Con eso me suelto a bailar como un huracán arrasando con todo lo que atraviesa mi camino. Pero ya no voy a las clases de baile porque el dinero no alcanza.

Me tiro en una silla, exhausta. Pero al mirar por la ventana veo que la banderita del buzón ya no está levantada. De inmediato corro a buscar las cartas.
Entre las cuentas y los catálogos veo un sobre . . . ¡con la letra de Abuela!

Mi querida Celeste
,

Espero que los cangrejitos te hayan quedado ricos. ¿Le gustaron a tu mami? Desde que era chiquita le encantaban. Yo nunca le enseñé a prepararlos, aunque ella siempre me lo pedía. Me daba miedo que se fuera a quemar. O que le gustara tanto cocinar que no quisiera estudiar. Yo quería que ella tuviera una profesión porque yo no tuve esa opción. En fin, no sé si hice bien o mal. Pero cuando tú me pediste que te enseñara a cocinar, pensé que si no lo hacía, todo ese sabor de nuestra historia se perdería. Lo único que lamento es que esta enfermedad no me dejara suficiente tiempo. Bueno, pero ya sabes lo esencial: tener paciencia para seguir la receta ¡por medida! para que te quede igual de rico cada vez. Ya sabrás cuándo te llegue el momento de añadirle tu propio toque a la comida. Mientras tanto, aquí te mando la receta de congrí, para que te acuerdes de mí
.

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