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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (2 page)

BOOK: Lluvia negra
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Escuchó por si oía sonidos de lucha, pero no le llegó ninguno. Gritó de nuevo y esperó, limpiándose la película de líquido rojo del rostro. No hubo respuesta.

Era aliento malgastado: Dixon se había ido, justo igual que los otros. Estaba sucediendo de nuevo. Apenas si podía obligarse a creerlo. No aquí, no ahora. Habían dejado aquello tras de ellos, ya casi estaban en el río, casi en casa…

Con sudor cayéndole por la cara, McCrea se obligó a erguirse: debía ponerse en movimiento, tenía que irse a toda prisa de allí. Miró hacia un lado y luego hacia el otro. Y después salió disparado.

Corría sin dirección fija. Desequilibrado y lleno de pánico atravesaba la maleza como un toro que embiste, tambaleándose hacia adelante a toda velocidad, a pesar de que las lianas se le enredaban en los pies. Se volvía ante los sonidos súbitos y disparaba contra los árboles con gritos airados. Oía movimientos por todas partes a su alrededor, voces nativas y follaje aplastado, que se iban cerrando sobre él en un arco cada vez más estrecho.

Tropezó de nuevo, desplomándose sobre sus manos y rodillas, y se levantó disparando mientras una forma oscura caía sobre él y lo lanzaba volando. Al salir por los aires pudo echarle una breve ojeada a su atacante mientras desaparecía dentro de la espesura: su pellejo parecía de hueso, negro y pulido.

McCrea golpeó el suelo con un impacto estremecedor, sin soltar su fusil a pesar de que un dolor como de una cuchillada le recorrió la pierna. Con un aullido de angustia rodó sobre sí mismo. Tenía rotos los huesos inferiores de una pierna, y la tibia surgía atravesándole la piel. Correr ya no era una opción, y posiblemente ni siquiera podría caminar.

Frunciendo el ceño en su agonía, se alzó sobre los codos y usó su pierna buena para echarse hacia atrás, hasta que pudo recostarse contra la base de un ancho tronco gris. Comprobó el rifle con manos temblorosas y luego lo alojó firmemente en el ángulo de su brazo doblado, preparándose para el inevitable y doloroso final.

Al cabo de un momento estaba temblando y debilitándose. Su cabeza vaciló y cayó hacia atrás. Sus ojos se volvieron hacia el brillo de arriba, que se apagaba. Vio cómo se movían las copas de los árboles, agitadas por una brisa que jamás notaría en el suelo.

¿Por qué demonios habían tenido que ir allí?

El silencio le rodeaba, roto tan sólo por su forzada respiración.

¿Por qué diablos no se habían largado cuando tenían la posibilidad de hacerlo?

Transcurrió un minuto sin que nada sucediese, y luego otro, y McCrea rezó porque le dejasen morir por sí mismo, apagarse y caer tranquilamente en un sueño pacífico y sin final. Y, pasado otro minuto, empezó a tener esperanzas.

Y entonces el amargo alarido atronó de nuevo, congelando su corazón, perforando su cráneo y haciendo sonar ecos a través de las profundidades del Amazonas.

CAPÍTULO 1

Como se alzaba sobre un saliente a diez metros por encima del agua, desde el pequeño café se dominaba el río. Era un lugar frecuentado sobre todo por la gente del lugar, pues estaba lo bastante lejos de los caminos habituales como para que raras veces lo hallasen los turistas, a excepción del ocasional mochilero y de los más afortunados entre los que se perdían por aquellos andurriales. Su principal atractivo era una ancha terraza de piedra, que se extendía por la parte trasera del edificio, colocada frente al agua. Unas sombrillas de brillante amarillo tachonaban aquel espacio, alabando las virtudes de una popular bebida brasileña al tiempo que daban sombra a las mesas, protegiéndolas del ardiente sol tropical.

Bajo la sombra de su sombrilla amarilla, dos estadounidenses estaban sentados en silencio: una morena bastante despampanante, que tenía un parecido más que notable con la actriz Catherine Zeta-Jones y un hombre mayor, de rostro rubicundo, cuyo semblante severo y arrugado quedaba compensado por un talante cansino y por una melena gris de cabello descuidado y siempre alborotado. Su diferencia de edad y la obvia belleza de ella llevaba a muchos a asumir que se trataba de su amante, o quizá, si pensaban con menos cinismo, que era una hija o una sobrina… pero ambas suposiciones eran equivocadas.

Danielle Laidlaw permitió que sus ojos vagasen por la amplia terraza. Dentro de unas horas el café estaría repleto, pero ahora y bajo el aire muerto de aquella tarde húmeda, ellos eran los únicos clientes. Sin nada de interés que observar, volvió a mirar las aguas, color café, del Amazonas, en las que el sol había empezado a pintar trazos de oro líquido. Era una hermosa vista, pero ya la llevaba contemplando demasiado tiempo.

—¿Dónde diablos está ese tipo? —preguntó.

Arnold Moore, de sesenta y tres años de edad, le sonrió cálidamente.

—Relájate: o aparece el tipo, o no lo hace; pero cuando hablé con él me pareció muy ansioso.

Danielle exhaló en su frustración. La espera era como una tortura para ella, tiempo perdido que jamás sería recuperado. Se preguntó en cuántas reuniones como aquélla habrían tomado parte en los últimos meses: treinta, suponía… quizá cincuenta, si contaba todas aquellas ocasiones en las que el contacto no se había presentado. A veces se preguntaba cómo Moore lo podía soportar con tanta facilidad: era una persona tan motivada como ella, un líder nato… y, sin embargo, parecía aceptar los retrasos como parte necesaria del proceso. Los soportaba, al igual que soportaba el calor y la humedad llevando puestas una camisa y una chaqueta deportiva, que lo lógico hubiera sido que colgase del respaldo de su silla.

—Quizá sea ése —dijo ella, al divisar movimiento a través de las ventanas del café.

Momentos después entró en la terraza un brasileño que vestía unos tejanos muy gastados y una delgada camiseta. Se presentó como Culaco.

Danielle le estrechó la mano, y se resistió a la tentación de mencionar su falta de puntualidad.

—Les enseño lo que tengo —dijo Culaco, medio afirmando medio preguntando.

—Desde luego —le contestó Moore.

Los tres se sentaron y Culaco sacó varias cosas, colocándolas sobre la mesa y explicando lo que tenía para ofrecer. Tal como Danielle se había imaginado, Culaco se dirigió a Moore, hablando de hombre a hombre… era algo que había acabado por aceptar tras varios meses en Sudamérica. Claro que ella intentaba sacar ventaja de este hábito estudiando a los contactos, observando sus ojos y su comportamiento. De este modo ya había podido descubrir bastantes problemas antes de que surgiesen, pero en aquel hombre no notaba nada en ese sentido. No era ningún peligro: un vendedor sin mucha experiencia, pero nada peor.

—Este jade es puro —dijo Culaco alzando una pequeña piedra—. Muy puro, completamente puro.

Miró a la piedra una vez más.

—Casi completamente puro —decidió al fin.

Contempló cómo Moore examinaba el jade y una pequeña variedad de otros artículos, todos ellos bastante menos que estelares. Abalorios adicionales y trozos de basura, cosas tan alejadas de aquello con lo que estaban acostumbrados a trabajar que Danielle casi se echó a reír.

Moore y ella eran altos operativos de campo de una organización estadounidense llamada NRI (Instituto Nacional de Investigaciones), una agencia casi gubernamental que utilizaba la mayor parte de sus recursos en estudiar las últimas aplicaciones de la tecnología industrial. Durante los pasados años los dos habían viajado mucho por el mundo, haciendo un poco de todo: habían trabajado desde en la regeneración de campos petrolíferos en los países bálticos, hasta en la producción de nanotubos en Tokio. Habían estado en treinta países, y su destino más reciente había sido Venecia, donde el NRI se había asociado con el gobierno italiano en un plan para proteger la isla de la ciudad con una hilera de gigantescas compuertas marinas. Siempre eran proyectos punteros que utilizaban lo último en ciencia y aplicaciones de nuevas tecnologías y, por tanto, siempre se desarrollaban en un ambiente muy profesional.

Hasta ahora, en Brasil había sido todo lo contrario.

El interés del NRI por el país no estaba relacionado con nada que se estuviera diseñando, desarrollando o produciendo allí. De hecho, tenía que ver con el pasado tanto como con el futuro, y había empezado con un grupo de artefactos arqueológicos recuperados del Amazonas casi un siglo antes: unos cristales supuestamente adquiridos, por un explorador estadounidense llamado Blackjack Martin, mediante un trueque, en las profundidades de la jungla.

Lo cierto era que Blackjack y su expedición habían sido rápidamente olvidados por sus contemporáneos, hecho que únicamente había cambiado después de que un moderno examen de los artefactos revelase algunas únicas y preocupantes propiedades.

Moore y Laidlaw habían ido a Brasil siguiendo los pasos del explorador, pero poco era lo que se sabía acerca de aquella expedición y sus avances habían sido gélidamente lentos. Tras meses de perseguir fantasmas, Danielle estaba deseando acabar con todo aquello para regresar a Estados Unidos o volver a Tokio, a Londres o a Roma… o adonde fuese que la llevase una siguiente misión que fuese racional. Pero, cuando fijó su atención en una piedra gris, del tamaño de una palma de la mano, que Culaco había puesto en la mesa, se dio cuenta de que probablemente tendría que esperar un poco más. Porque, grabada en la superficie de la piedra había una marca, una que le parecía asombrosamente familiar.

Mientras Moore y Culaco discutían sobre los otros artículos, Danielle tendió la mano para coger la piedra, asiéndola sólo después de que el vendedor le hiciera un pequeño gesto de asentimiento con la cabeza.

De unos cinco centímetros de grosor, la piedra tenía una forma burdamente rectangular, con bordes irregulares en tres de sus lados, y una superficie facial algo mayor que una postal. Disminuía de grosor en un extremo y estaba cubierta por símbolos desgastados por el tiempo, incluyendo uno que se asemejaba a un cráneo y otros que parecían representar animales. Los símbolos eran jeroglíficos y, si no se equivocaba, el último representaba un lugar llamado
Xibalba
: el mundo inferior de los mayas.

Una descarga de adrenalina le recorrió el cuerpo. Interrumpió la conversación:

—Háblenos de esta —dijo—. ¿Dónde la encontró?

Moore la miró de reojo, algo preocupado por la ansiedad en la voz de ella. Como no dejaba de recordarle, sus emociones eran siempre demasiado visibles, y no le cabía duda de que el precio acababa de subir.

Extrañamente, Culaco parecía desencantado.

—Hago trueques para lograr todo esto —dijo, haciendo un gesto para abarcar el lote entero—. Río arriba y río abajo. Lo más importante son el jade y el oro.

Claro que lo eran.

—Sí, pero yo estoy interesada en ésta —le contestó ella—. Sobre todo en dónde la encontró.

Culaco tomó la piedra de la mano de Danielle y la examinó de cerca, como preguntándose qué veía en ella.

—Ésta es muy poca cosa. Su valor es muy pequeño. Mejor fíjese en el jade —volvió a mirar hacia ella, con su rostro sonriente—. Es hermoso y verde como sus ojos.

Ella no le devolvió la sonrisa y él se giró de nuevo, rápidamente, hacia Moore.

—Les haré un buen precio…

Moore se encogió de hombros y fingió una expresión de agotamiento.

—Síganos la corriente, ¿quiere? —le pidió—. Díganos de dónde viene esa cosa, o no habrá quien la aguante el resto del viaje…

Danielle se mordió el labio y no le respondió. En lugar de eso, se fijó de nuevo en Culaco, dándose cuenta de que se le habían estrechado los ojos y que su tono había pasado de ser reservado a suspicaz.

—¿Para qué necesitan saber de dónde viene esa piedra?

Estaba muy claro que lo que agitaba al hombre era su insistencia acerca de la historia de la piedra, y Danielle se empezó a preguntar si aquel artefacto no habría llegado a su poder de algún modo irregular. Trató de calmar la situación con algo de calor, sonriéndole.

—Estamos interesados porque…

Culaco volvió su mirada hacia el río y tensó su brazo como para lanzarla.

Antes de que pudiera hacerlo, Moore le agarró por la muñeca: todas sus sonrisas y gentileza habían desaparecido…

—No haga eso —dijo seriamente Moore, con su mano como un cepo en el brazo del joven.

Culaco se quedó en silencio.

Mientras Danielle lo contemplaba, Moore miró fríamente al hombre.

—El jade es bonito —dijo, aún agarrando el brazo de Culaco—. Y le compraré todo lo que tiene, se lo prometo. Pero primero queremos saber dónde encontró esa piedrecita gris.

Sin dejar ir la muñeca de Culaco, Moore alzó su otra mano, tomando la pieza irregular y entregándosela a Danielle. Sólo soltó el brazo del joven cuando ella la tuvo a salvo.

Culaco se echó hacia atrás y se frotó la muñeca.

—Río arriba, cortando
mogna
.

Mogna
era el término local para la caoba, un producto importante en la economía productiva del Amazonas; pero los árboles que daban esa madera crecían lentamente, y la mayoría de los que se hallaban en las zonas más accesibles habían sido talados hacía tiempo. Como resultado de ello, los leñadores se veían forzados a viajar río arriba, en busca de tierras nuevas que explotar. Y, con el paso del tiempo, esta labor de recolección se había ido introduciendo más y más profundamente en el humedal, en lugares a los que pocos otros forasteros habían viajado.

—A unos cinco días de aquí nos detuvimos en un poblado de los indios
nuree
. Les pagamos para que nos ayudasen a hallar los mejores árboles. Nos sacaron del río principal y nos llevaron por un pequeño afluente. La piedra estaba allí, con otra.

—¿Con otra? —preguntó ella.

—Una mucho mayor. Demasiado pesada como para llevarla.

—¿Qué aspecto tenía esa piedra más grande?

Culaco señaló a la piedra en la mano de Danielle.

—Como ésa. Pero con caras grabadas en ella… caras muertas. ¿Cómo lo dicen ustedes… «cráneos»…? Los
nuree
nos dijeron que era una maldición… dijeron que estábamos cerca de un lugar al que no iban: el lugar de los Indele, en donde Las Muchas Muertes aún caminan en la noche. Los
nuree
no quisieron seguir adelante… dijeron que había señales aún peores más allá: los cuerpos de los muertos flotando en el río —explicó—. Y el muro. El Muro de los Cráneos. Dijeron que, si veíamos eso, ya sería demasiado tarde… que ninguno regresaría.

Moore le echó una mirada a Danielle. Un gesto de asentimiento casi imperceptible le dijo que estaba en la misma onda que ella.

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