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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (4 page)

BOOK: Lluvia negra
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—¿Y si me meto en problemas?

—No tienes que ponerte en contacto con las autoridades brasileñas —le dijo—. En caso de abducción, coerción u otras circunstancias pensadas para forzar tu mano, se considera preferible la pérdida del equipo entero a que se sepa lo que está pasando.

Añadió su propia aclaración:

—Si pasa algo y no hay otra elección, entonces te largas corriendo como si el diablo te persiguiese y los dejas atrás.

—Algunos de ellos son civiles —dijo ella fríamente, recordando otra discusión que habían tenido con el director Gibbs.

—Lo sé, pero la orden sigue en pie.

Escuchó la directriz, una directriz que sabía que iba a llegar desde el momento en que Gibbs empezó a cargarles a la fuerza con civiles; civiles que necesitaban para hallar la fuente de aquellos cristales y a los que, sin embargo, no les podía revelar las verdaderas razones de aquella expedición… y que, además, eran prescindibles si las circunstancias la forzaban a ello. La hacía sentirse mal oír aquellas palabras, pero si las cosas seguían por ese camino, iba a tener que obedecer las órdenes.

Miró en silencio la piedra gris que estaba en medio de la mesa y luego alzó la vista hacia Moore.

—¿Sabes lo que significa la palabra Indele?

Moore negó con la cabeza.

—Es una palabra
nuree
, significa las «sombras de la noche»: cosas oscuras que aparecen al atardecer, que son más oscuras que el cielo de medianoche. Los Indele evitan el fuego y el brillo de la luz del sol. Viven en las tinieblas al borde del poblado, causando enfermedades y sufrimientos, por sus propios, egoístas y ocultos propósitos —le miró—. ¿Te suena familiar?

Su rostro se tornó hosco, comprendía lo que ella insinuaba.

—Indele —dijo, sólo para estar seguro.

Ella asintió con la cabeza:

—Indele.

CAPÍTULO 3

La masa oxidada del hangar para aviones se alzaba en un extremo del poco usado aeropuerto, justo en las afueras de Marejo, una pequeña ciudad de montaña. En sus bordes los matorrales crecían hasta la altura de la cintura de un hombre y las palomas anidaban en el techo, haciendo que pareciera abandonado, pero al igual que la erosionada pista de cemento, el hangar aún tenía unos pocos y esporádicos usuarios.

Tres aviones descansaban en el interior del hangar: un viejo bimotor, un aparato agrícola para rociar cosechas de aspecto raro y un helicóptero de color caqui, un Bell UH-1, el habitualmente llamado Huey; un aparato que en ese momento concentraba tanto la admiración como el desprecio del hombre moreno y cuarentón que era su dueño.

Tres horas de trabajo en el agobiante calor del hangar le habían dejado muy preocupado respecto a la capacidad de volar del Huey, y a medida que sus ojos pasaban de una sección del aparato a otra se preguntaba a cuántas piezas les podría hacer apaños para así poder seguir volando. Tristemente divertido por ese pensamiento, supuso que lo iba a averiguar muy pronto.

Mientras estudiaba el helicóptero, la amplia boca del abierto hangar atrapó el sonido de un vehículo que se acercaba, la tonalidad de un motor bien ajustado y caro, algo completamente fuera de lugar en un sitio como Marejo.

Contento de tener cualquier excusa que le permitiese moverse hacia el aire fresco, caminó hacia la entrada, limpiándose la grasa de las manos con un trapo medio hecho jirones. Un Land Rover cubierto de polvo se acercaba por el otro lado de la pista, moviéndose lentamente por el camino de acceso. Supuso que esto sería la continuación de una llamada que le habían hecho la noche anterior, una oferta que había rechazado sin dudarlo. Así que ahora acudían para hablarlo en persona. Debían de querer algo con muchas ganas…

El todo terreno negro giró hacia el hangar y aparcó al borde de la pista. Se abrió la puerta y, para su sorpresa, salió una mujer, una mujer impresionante: alta y en forma, con un brillante cabello castaño y una cara de modelo debajo de sus gafas de sol de carey. Cerró la puerta con un buen empujón y caminó hacia el hangar con decisión.

Mientras se aproximaba, él consideró su propio aspecto desastrado: cubierto de grasa y sudor y con barba de tres días.

—Maravilloso —murmuró, dirigiéndose de vuelta al hangar, en donde al menos podría echarse un poco de agua en la cara.

Con su rostro en la pica, escuchó las suelas de las botas de la mujer resonando en el suelo de cemento.


Com licença
—dijo la mujer en portugués—. Perdóneme: estoy buscando a un piloto llamado Hawker. Me han dicho que lo podría encontrar aquí.

Cerró el agua, se secó la cara con una toalla y se miró brevemente en un sucio espejo; una mejora sólo parcial. Se volvió.

—Habla portugués —dijo.

—Y usted habla inglés —le contestó ella—. Inglés americano… así que debe de ser Hawker.

Le tendió la mano.

—Me llamo Danielle Laidlaw, trabajo para el NRI, el Instituto Nacional de Investigaciones de Estados Unidos.

Él asintió con la cabeza y le estrechó la mano cautamente.

—¿El NRI?

—Somos un grupo de estudios, financiado por el gobierno. De hecho, es una entidad no lucrativa, que se ocupa principalmente de la investigación y la educación.

Había oído rumores sobre el NRI en el pasado y, por poco fiables que hubieran sido sus informadores, estaba claro que el Instituto era algo más que un grupo de estudios no lucrativo.

—Son ustedes muy persistentes, eso hay que reconocerlo.

—Debería de sentirse halagado —le comentó ella sonriendo.

—Halagado no es la palabra exacta —le contestó, aunque no pudo evitar devolverle la sonrisa—. Le dije que no a su amigo por teléfono. Aparentemente, él no se lo ha dicho a usted.

Ella se quitó las gafas.

—Me lo ha dicho. Pero, por lo que he oído, no tuvo la oportunidad de hacerle una oferta.

—Hubo una razón para eso.

No iba a sacársela de encima con tanta facilidad.

—Escuche: no estoy precisamente lo que se dice encantada por haber tenido que venir aquí. Cuatro horas por una carretera polvorienta no es mi idea de cómo pasar una buena tarde, pero he hecho ese largo camino para venir a verle… así que lo menos que podría hacer es escucharme, ¿qué daño le va a hacer eso?

La miró. Era una mujer hermosa, que trabajaba para una cuestionable rama del gobierno de Estados Unidos y que estaba a punto de ofrecerle un contrato que, indudablemente, iba a implicar algún tipo de actividad ilegal, clandestina o de algún otro modo peligrosa. Y quería saber cuánto le iba a costar aquello. Pero, de todos modos, no deseaba mandarla a paseo.

—¿Tiene sed? —le dijo—. Porque yo sí.

Ella asintió con la cabeza y Hawker la llevó a un lado del hangar, en donde se hallaba una vieja nevera, junto a una mesa sobre la que había una cafetera. Sacó algo de hielo del congelador, lo puso en un vaso y vertió café por encima.

—¿Esto o agua?

Ella miró suspicazmente el vaso rayado y el negro líquido de dentro.

—Tomaré café.

—Es usted valiente —comentó él colocando el vaso de café ante ella y sirviéndose un vaso de agua. Se sentó y dijo—: Ha hecho un largo camino, desde Manaos supongo, dado que es allí adónde su amigo quería que yo fuera. Y, aparentemente, ha venido para ofrecerme un trabajo. Pues oigámosla, hábleme de ese trabajo.

Ella sorbió el café y su expresión no cambió. Se sintió impresionado, pues era absurdamente amargo.

—El NRI está patrocinando una expedición a una zona remota del oeste del Amazonas —le explicó—. El destino final aún no ha sido determinado, pero estamos bastante seguros de que sólo será accesible por el río o por el aire. Estamos buscando a un piloto y un helicóptero para un máximo de veinte semanas, con una opción adicional para la siguiente temporada. Se le pagaría por volar, por sus conocimientos del terreno y cualesquiera otras tareas que decidiésemos de mutuo acuerdo.

El piloto enarcó las cejas.

—De mutuo acuerdo —dijo—. Me gusta cómo suena eso.

—Pensé que sería así.

—¿Cuál es la carga?

—Los suministros habituales de campo —le contestó ella—. Para la gente de nuestra División de Investigaciones y algunos expertos universitarios que vendrán de Estados Unidos.

Tuvo que contenerse para no echarse a reír.

—No suena tan mal. ¿Qué es lo que no me está explicando?

—Nada de importancia.

—Entonces, ¿qué está haciendo usted aquí?

Una pausa perfecta, practicada.

—No le sigo…

Estaba seguro de que le seguía perfectamente.

—¿Qué está usted haciendo aquí arriba, cuando podría haber contratado perfectamente a alguien en Manaos? ¿Por qué este largo viaje para venir a verme? ¿Por qué esa llamada a medianoche del hombre sin nombre?

La respuesta fue deliberada, con una gravedad en la voz de ella que él hacía referencia a su pasado:

—Estamos interesados en mantener un perfil muy bajo. Un punto de vista con el que no parecen estar siempre de acuerdo los contratados locales. Estamos buscando a alguien que no haga preguntas, y que no las conteste si se las hacen a él —se encogió de hombros—. Y en cuanto a la llamada de teléfono… bueno, teníamos que asegurarnos de que usted fuera realmente usted.

La llamada había incluido un montón de preguntas, preguntas que había decidido no contestar. Pensaba que con aquello habría bastado. Las llamadas como ésa, así como investigaciones por otros medios, habían sido algo habitual durante los últimos diez años, especialmente durante su exilio en África tras su separación de la CIA. Le llegaban de elementos rebeldes, gobiernos extranjeros, grandes empresas e intermediarios de los mismos intereses occidentales por los que se suponía que había sido excomulgado. Cuando un hombre es puesto en lista negra como si fuera una amenaza por su propio país, se presupone que está abierto a todo, y por ello las propuestas le llegaban de todos los bandos.

Dependiendo de quién preguntaba, las preguntas tomaban diferentes formas. Los dictadores, generales y señores de la guerra eran agradables, aunque preocupantemente directos. Los agentes de los diversos gobiernos occidentales eran mucho menos claros, con sus palabras siempre escondidas en lo hipotético. Si desapareciese este individuo, entonces puede que se acabasen las matanzas en esta zona… Si este hombre cayese en nuestras manos… Si este grupo recibiese estas armas… entonces, unos fondos podrían ser ingresados en esta cuenta numerada. Durante años había escuchado esas propuestas, rebuscando y eligiendo de entre una letanía de ofertas, yendo arriba y abajo por la costa oeste de África y algunas partes de Asia. Se decía a sí mismo que había rechazado todas las ofertas que eran claramente malvadas; pero en lugares que hedían a locura, a veces era difícil encontrar la diferencia. Las armas llamaban a las armas: un señor de la guerra muerto era reemplazado por dos, y además con una deuda de sangre entre ellos; un campo petrolífero que le daba dinero a un dictador loco también les daba trabajo y de comer a la gente que lo explotaba y a la que vivía alrededor… ¿era moral o inmoral el volarlo? Al final ya no podía tomar más decisiones, así que había abandonado África, dejado atrás su profesión, y había llegado a Brasil dispuesto a desaparecer para siempre. Y por un tiempo pareció que lo había logrado, pero finalmente le había llegado aquella llamada. Aparentemente, a cierta gente no se le permitía desaparecer.

Hawker miró a la mujer que tenía enfrente, dándose cuenta de que, al menos, no había presentado su propuesta de un modo hipotético.

—Tienen ustedes problemas de seguridad.

—Amenazas anónimas y un registro en nuestro hotel: se llevaron algunas cosas, otras las destruyeron. Cosas de poco valor, pero el mensaje estaba claro… alguien no quiere que vayamos allí.

—¿Algún candidato?

—Muchos. Desde los ecologistas radicales, que piensan que vamos a destruir la selva pluvial, hasta las empresas mineras y madereras que creen que vamos a tratar de impedirles a ellos que la destruyan. Pero tenemos motivos para suponer que la cosa es más complicada que eso.

Comprendía lo que le estaba diciendo: había más en juego de lo que podía o iba a decirle, pero necesitaba que lo supiese, de un modo general. Eso le hizo preguntarse cuánto sabía realmente ella: parecía demasiado joven para estar en esa posición, y para estar haciéndole una oferta como aquella. No, decidió, joven no era la palabra… más bien ansiosa o llena de celo. Quizá ése fuera el aspecto que tenía la gente cuando aún creía en lo que hacía. No lo podía recordar…

—Sin preguntas —supuso.

—No hay muchas que yo pueda responder.

Probó otro enfoque, uno que ella sería capaz de confirmar, al menos hasta cierto punto.

—¿Y qué es lo que sabe de mí?

—Lo bastante —le contestó ella.

—¿Lo bastante?

—Lo bastante como para preguntarme qué está haciendo en el culo del mundo alguien con su reputación.

—Murió gente que confiaba en mí —dijo él, pensando que si ella no sabía eso, no sabía lo bastante—. ¿Aún quiere contratarme?

No parecía alterada:

—Lo quiere la gente para la que trabajo. El suyo era el único nombre de la lista, al parecer elegido a dedo.

Él hizo una pausa.

—¿Por quién?

Ella dio otro sorbito al café, sosteniendo el vaso cuidadosamente y examinando los desconchones del borde mientras lo dejaba en la mesa. Por un instante pensó que no le iba a contestar, pero luego sus ojos lo atravesaron de nuevo. Aparentemente, ya le había hecho aguardar lo suficiente:

—Stuart Gibbs —le informó—. El director de Operaciones del NRI.

El nombre resonó dentro de su cabeza. Hawker no lo conocía, pero había oído hablar de él. Gibbs estaba en un puesto bastante alto de La Agencia cuando él la había abandonado: era una estrella en ascenso, con fama de ser arrogante y despiadado. Y ahora dirigía el NRI, o al menos una parte del mismo. Una bonita empresa no lucrativa.

Mientras consideraba la oferta, un instinto que surgía de muy dentro de su cuerpo le gritaba que lo rechazase, que le dijese a aquella entregada y joven mujer que el director Gibbs podía irse al infierno y llevarse su oferta con él. Después de todo, el único derecho que continuaban teniendo los exiliados era el privilegio de seguirlo siendo. Pero otra idea había empezado a formarse en su mente: la posibilidad de que se le abriese una puerta, una que había pensado que ya siempre estaría cerrada. Y eso empezaba con el director Gibbs, y su interés personal en aquella operación.

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