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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (7 page)

BOOK: Lluvia negra
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—¿Los mayas en el Amazonas? —agitó la cabeza—. No creo…

Ella siguió con precaución:

—Eso parece creer uno de sus colegas, el doctor Stanley Morrison. Ha presentado una idea similar.

La frente de McCarter se arrugó.

—No me gusta nada tener que decirle esto —confesó—, pero la verdad es que Morrison es un farsante. Se dedica a lo que llamamos la pseudociencia, lanzando ideas locas a puñados, a veces con un grano de verdad enterrado en ellas. Sus teorías logran mucha publicidad y así vende libros, CD e inscripciones a sus seminarios y luego, antes de que empiece cualquier discusión de verdad, pasa a otro tema.

Por lo que sabía acerca de Morrison, ella tenía que estar de acuerdo con eso. De hecho el NRI había entrado en contacto primero con el doctor Morrison, pero este había declinado ayudarles.

—Tiene un poco de charlatán de feria, ¿eh?

—Bastante; me lo puedo imaginar cosiendo un mono a un pescado y llamando al resultado sirena, sí.

—Está bien —aceptó ella—. Si lo desea, pruebe que él está equivocado… pero ahí fuera hay algo. Eso se lo aseguro. Tenemos algunos artefactos que estoy impaciente por enseñarle, y algún folclore local que le parecerá interesante y acorde con lo que estamos buscando.

—¿Qué es…?

—Un sitio muy antiguo —le contestó—. Viejo incluso en comparación con los lugares clásicos de los mayas. Usted lo debe de conocer como la Ciudadela, o por el nombre de
Tulum Zuyua
.

Los ojos de McCarter se agrandaron.
Tulum Zuyua
era un nombre que aparecía en la mitología maya: era el mítico lugar de nacimiento del pueblo maya, una especie de Jardín del Edén de esa gente, una legendaria ciudad en un tiempo compartida por las diferentes tribus, antes de que recibieran dioses específicos y cada una siguiera su propio camino.

—Bueno —dijo casi anonadado—. Usted hace las cosas a lo grande. Ni siquiera Morrison espera hallar
Tulum Zuyua
por aquí abajo.

Ella tuvo que echarse a reír. Ciertamente su objetivo era algo grande. Y aquello sólo era parte de lo que buscaban…

—Morrison es un farsante —aseguró—. Y, además, yo tengo a McCarter.

—Espero que le sirva de algo…

—Estoy segura de que me servirá y mucho.

Aceptó el cumplido y le pidió más detalles:

—¿Qué pruebas tiene que sugieran que
Tulum Zuyua
existe realmente… y además aquí, tan al sur?

—Naturalmente empezamos con la teoría de Morrison, pero el resto me lo he guardado celosamente para mí sola: artefactos que les mostraré mañana en la sesión informativa. Los compartiría con usted esta misma noche, pero no quiero echar a perder la sorpresa.

McCarter frunció el entrecejo.

—Ya veo —dijo—. En ese caso elijo no seguir husmeando, aunque debo de reconocer que me gustaría.

—Todo un caballero —comentó ella—. Tal como me dijeron que es usted.

De nuevo parecía genuinamente excitado: misión cumplida. Dio el último sorbo a su vino y dejó la copa sobre la barra.

—Mañana les diré todo lo que sé —insistió—, y, desde ese momento, le tocará a usted guiarnos.

McCarter asintió con la cabeza y prometió no llegar tarde, y Danielle le dio las buenas noches antes de caminar hacia los ascensores. Mientras McCarter la veía marcharse, tuvo que admitir para sí que ella había logrado hacer salir al optimista que había dentro de él… una faceta de su personalidad que no estaba seguro de que ya siquiera existiese. Se volvió hacia la barra y puso la mano sobre la copa, inclinándola hacia él hasta que el hielo estuvo en el punto más bajo. Estaba seguro de que la teoría de Morrison no era otra cosa que un gigantesco engaño, pero… ¡qué demonios!, incluso probar eso podría ser muy divertido.

Tras dejar a McCarter, Danielle volvió a su habitación del hotel, en donde parpadeaba silenciosa en la oscuridad la luz del teléfono que indicaba que tenía un mensaje. La había llamado un hombre llamado Medina, que era un nombre más de la casi inagotable lista de contactos de Arnold Moore. Medina capitaneaba un pequeño buque fluvial y Moore había tenido la intención de reunirse con él y asegurar un chárter, antes de irse a Washington. Pero Medina se había retrasado y Moore se había tenido que marchar sin hablar con él.

Danielle marcó el número, y una voz le contestó a la primera señal.

—Hola, habla Medina.

—Señor Medina, soy Danielle Laidlaw. Trabajo con el señor Moore.

—Sí, hola —su inglés tenía mucho acento—. Me dijeron que me pusiera en contacto con usted. Entonces, ¿el señor Moore ha vuelto ya a Estados Unidos?

—Sí —le contestó ella—. Ahora yo seré su contacto.

—Claro, no hay problema —dijo el hombre—. El señor Moore quería inspeccionar el barco antes de que partiéramos. ¿Querrá usted verlo?

—Sí, naturalmente. ¿Cuándo sería un buen momento para verlo?

—Esta noche es un buen momento —le contestó.

Danielle casi se echó a reír: eran las once y media.

—Esta noche no es un buen momento —le replicó—. ¿Qué tal mañana, hacia el mediodía?

—No es buena hora —le explicó Medina—. Salimos de vuelta por el río muy temprano. Mejor hacerlo ahora.

Danielle no tenía ningún deseo de hacer una salida a los muelles del río a esas horas, y especialmente tras lo que había sido un día largo y agobiante. Pero antes de que pudiera contestarle, Medina le hizo otra sugerencia:

—O podemos hacerlo dentro de tres días, cuando regresemos de nuevo.

Eso no iba a funcionar: si el barco resultaba ser inadecuado, la partida aún se retrasaría más, mientras buscaba una alternativa.

—Tendrá que ser esta noche.

—Claro, bien. Estamos en la parte oeste del puerto, en la zona vieja, más allá del puerto Flutante. Por aquí no hay números, pero de lo que estamos más cerca es del
dezenove
, el muelle diecinueve. Si se encuentra conmigo allí, la llevaré hasta el barco.

—Puedo estar allí dentro de cuarenta y cinco minutos —le dijo—. ¿Es eso lo bastante pronto?

Medina estuvo en silencio un momento, y se oyeron sonidos apagados, como si hubiera cubierto el teléfono.

—Sí —dijo finalmente—, entonces estaremos descargando, así que la esperaré.

—Cuarenta y cinco minutos —repitió ella—, le veré entonces.

—Bueno —aceptó él—.
Ciao
.

Volvió el tono de línea.


Ciao
—musitó Danielle a la línea muerta, nada feliz con las opciones que tenía delante.

Salió al balcón y contempló la ciudad. Manaos era preciosa de noche, con las luces ocultando la pobreza y los riesgos, pero el peligro permanecía, acechando oculto entre las sombras. Y esa excursión al muelle podía exponerla a él. Pensó en volver a llamar a Medina y cancelarlo, pero si lo hacía Moore y Gibbs se enterarían pronto, y les daría más munición a sus detractores.

¡Al infierno con todo, iba a ir! Pero cómo demostrar lo que vales y portarte como una boba eran dos cosas distintas, pensó en llevar compañía. Verhoven o uno de sus hombres parecía la elección natural, pero estaban alojados en la parte norte de la ciudad, cerca del aeropuerto al que habían llegado. Demasiado lejos para encontrarse con ella a tiempo. Además, apenas si los acababa de conocer, y aún no le inspiraban ningún tipo de confianza. Otra cara le vino a la mente y sonrió para sí.

Agarró su teléfono móvil y marcó. Le contestó una voz estadounidense.

—Hawker, soy Danielle. ¿Cuánto tardarías en venir al hotel?

—Diez minutos —le contestó—. ¿Por qué? ¿Algo anda mal?

—Aún no —dijo ella, esperando que la situación no cambiase—, pero tengo que verme con alguien, y no me interesa ir sola.

—De acuerdo —aceptó él—. La veo en el vestíbulo.

Danielle colgó, dio una rápida mirada a las luces de la ciudad y luego se metió en su habitación. Se puso unos pantalones oscuros y un suéter negro y luego abrió la caja fuerte de su armario, sacando de debajo de unos papeles un revólver Smith & Wesson. Por costumbre, abrió el barrilete para comprobar que estuviera cargado, lo cerró de golpe y se lo guardó en una delgada pistolera ceñida a su tobillo derecho. Si había problemas, quien los crease iba a descubrir lo buena chica que era.

CAPÍTULO 7

Hawker llegó al vestíbulo vestido de negro de pies a cabeza, justo igual que ella.

—Supuse que iba a ser una ocasión formal —bromeó.

Ella lo miró un instante y luego llamó al aparcacoches, tratando de no mostrar aprecio por lo apuesto que se le veía: desde luego, tenía mucho mejor aspecto que cuando lo había conocido en el asfixiante hangar de Marejo.

Un momento después se alejaban en coche y Danielle pensaba en la cita. «El amigo de un amigo, de alguien que me debe un favor». Así es como Moore había descrito a aquel Medina. El recuerdo la hizo sonreír: de todos sus viajes, no podía recordar un solo lugar en el que hubiesen estado en donde Moore no tuviese un amigo, o un amigo de alguien que le debiese un favor.

Se volvió hacia Hawker:

—¿Conoce los muelles?

—¿Es allí adónde nos dirigimos?

—Vamos a ver a un hombre por un barco… de hecho, el que querríamos contratar en chárter.

—¿Y espera usted problemas?

—Sólo soy cauta. El tipo está atracado en uno de los muelles más pequeños, en algún lugar de la parte vieja del puerto, pero nos vamos a encontrar con él en el muelle diecinueve y a seguirlo.

Hawker se quedó en silencio un momento.

—El diecinueve es uno de los muelles comerciales grandes al final de la parte oeste. Es un muelle de carga, bastante abierto, pero justo a partir de allí todo se apretuja. Callejones estrechos y esquinas ciegas. Un montón de pequeños edificios. Los marineros locales atracan allí, pescadores sobre todo, y algunos de los transbordadores. Si ese tipo es local, allí es donde estará.

Es lo que esperaba Danielle.

Les llevó veinte minutos el ir desde el hotel al puerto, y otros cinco hallar el muelle diecinueve. Pero aún así llegaron al lugar diez minutos antes de lo que había prometido Danielle. Aparcó junto a la pared de un gran tinglado que se hallaba al borde del agua.

A esa hora de la noche había poca actividad. A unos cuantos amarres de distancia, un petrolero con bandera liberiana estaba descargando un cargamento de crudo, mientras que fuera, en el canal, un carguero de casco azul estaba parado pero echando vapor, con sus cubiertas repletas de contenedores multicolores apilados, mientras su tripulación aguardaba pacientemente a que un práctico del río subiese a bordo.

Hawker contempló el muelle vacío.

—No se lo tome a mal, pero… ¿no podría haber visto a ese tipo en horas normales de trabajo?

—Todo forma parte de eso de mantener un perfil bajo.

Pasaron unos minutos sin señales de Medina.

—¿Cuánto tiempo piensa esperar?

Ella miró el reloj digital que brillaba en el salpicadero.

—Le daré unos quince minutos, quizá veinte…

Hawker ajustó el espejo para ver detrás de él y luego echó su asiento un poco hacia atrás.

Parecía tranquilo, lo bastante relajado como para echar una cabezada. Ella jugueteó con un bolígrafo, haciendo clic varias veces. Algo no le olía bien…

—¿Está armado? —le preguntó a Hawker.

—No —le contestó en voz baja—, pero usted sí.

—Tiene buen ojo si se ha dado cuenta…

—Y usted necesita un arma más pequeña, o unos pantalones más anchos.

Ella sonrió en la oscuridad, medio irritada medio divertida.

—Este tipo no es un contacto mío. Lo es de mi antiguo compañero. Ya sabe cómo son estas cosas…

Hawker asintió con la cabeza, y el interior del Rover se quedó en silencio mientras los dos vigilaban los alrededores, para hallar signos de su contacto o de problemas. Varios minutos más tarde apareció la luz de unos faros en la distancia, moviéndose hacia ellos a lo largo del borde del agua.

Hawker se irguió.

El sedán fue frenando a medida que se acercaba a ellos, y luego se detuvo bajo una luz de la calle, a unos treinta metros de distancia. Un hombre salió del coche, forzó la vista en su dirección y luego les hizo gestos con el brazo. Cuando vio que no le contestaban lo bastante deprisa, metió la mano por la ventanilla del conductor, hizo destellar las luces y apretó la bocina para dar un par de largos bocinazos.

—Adiós al perfil bajo —comentó Hawker.

Danielle sonrió. Puso en marcha el motor del Rover y condujo hasta donde el hombre aguardaba, parándose junto a él y bajando la ventanilla.

—¿Señora Laidlaw? —dijo el hombre—. Soy Medina, a su servicio.

Danielle se presentó y luego señaló a Hawker.

—Él es nuestro especialista en transportes, es él quien hará la inspección.

Medina no pareció preocupado.


Isso bom
—dijo—. Ajá, está bien.

Hizo un gesto hacia el sedán en que había venido:

—Les llevaré.

—Usted muéstrenos el camino —le replicó Danielle—. Le seguiremos.

—Claro —aceptó Medina—. No hay problema. Pero manténganse cerca de mí: hay muchas calles y pocos carteles, ¿entienden? Es fácil perderse.

Danielle le aseguró que le seguiría de cerca y Medina regresó al sedán y se metió dentro.

—No está solo —dijo Hawker.

Ella examinó el coche, tratando de avistar a través de las oscurecidas ventanillas.

—¿Está seguro?

—Miró hacia la parte de atrás cuando abrió la puerta. Mantuvo contacto visual con alguien.

Contemplaron cómo el coche de Medina les rodeaba lentamente y luego se iba por donde había llegado.

—¿Cree que eso es un problema?

—No creo que sea bueno —le contestó Hawker—. Aunque, claro, tampoco usted ha venido sola. Quizá tenga miedo de usted.

Ella quitó el pie del freno.

—No sería el primero.

—Y apostaría a que tampoco el último.

Danielle siguió a Medina a través del estrecho laberinto de calles. En unos pocos minutos habían pasado por el puerto Flutante, el puerto flotante construido por los británicos en 1902, con su asombroso sistema de muelles y atracaderos que se alzaban y bajaban con el nivel del río. Desde su punto elevado los muelles parecían bajos, cerca del límite de su camino descendente, el resultado de una estación de las lluvias que ya iba a llegar con un mes de retraso.

Más allá, accedieron a la parte más vieja del litoral. Allí los embarcaderos eran poco más que un enredo de maderos desiguales. Pequeños botes los atestaban en todas direcciones, como abejas que rodeasen a su reina. En dos, tres y hasta cuatro hileras de profundidad: había tantos botes que muchos no podían hallar espacio en el muelle para su cuerda, y tenían que amarrase a otros botes. Danielle se imaginó la congestión por la mañana, el caos de una hora punta acuática, cuando su equipo y ella partiesen.

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