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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (9 page)

BOOK: Lluvia negra
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Su estatus, pensó ella.

—Lo que quiere decir es que está usted en búsqueda.

Pareció ofendido:

—No estoy en búsqueda como un criminal común.

—¿De veras? —inquirió ella—. El Departamento de Estado ha emitido un aviso acerca de usted, al igual que la Interpol. Y seguro que también a la NSA, la CIA y el FBI les gustaría tener una charla con usted, preferiblemente en una sala cerrada en alguna parte. ¿Puede un hombre estar más buscado?

—Bueno —contestó él—. ¿Y dónde demonios están? ¿No cree que me encontrarían a poco que lo intentasen? Usted me encontró… —agitó la cabeza—. No quieren hallarme, de lo que quieren estar seguros es de que no me pierden la pista.

Esto sí que lo sabía, aunque no estaba segura del porqué.

—Además —añadió—. Hay una cosa que prueba lo que digo: según usted, me buscan, pero me contrató de todos modos. Hizo cuatro horas de coche hasta el medio de la nada, cuando una simple llamada de teléfono le habría traído a uno de los suyos. Y eso sólo puede significar una cosa: que esta operación no sólo tiene que ser silenciosa, tiene que ser invisible… incluso para su propia gente. Y, para asegurarse de que así es, ustedes contratan a un tipo que no puede hablar con nadie, un tipo al que nadie escucharía, aunque quisiera hablar.

—Ya veo —aceptó ella—. Aparentemente somos más listos de lo que pensaba.

—Espero que lo sean, porque la han dejado a usted en muy mala posición: la han mandado a luchar en una guerra sin balas y le han dicho que no puede fracasar —se echó hacia atrás—. Y por ahí es por donde la tienen cogida, ¿no? Porque a usted no le importa llevar a cabo esta tarea, pero lo que querría tener es el equipo para poder llevarla a cabo. Y, sin embargo, la extremada seguridad le exige que vaya sola. —Moderó un poco el tono—: Vale, quizá lo de esta noche la haya tomado por sorpresa. O puede que haya estado esperando algo así desde que llegó aquí. En cualquier caso ahora ya lo sabe con seguridad: ha corrido la voz y, sea lo que sea que esté usted buscando, hay alguien que también lo quiere, y lo quiere lo suficiente como para matarla para conseguirlo.

Este hecho no se le había escapado. Habían comenzado esta tarea seguros de estar solos, pero, en algún momento y a pesar de la maníaca dedicación a la seguridad, se había producido una filtración.

—Mire —prosiguió él—, yo no soy su enemigo. Sé la posición en que se halla usted. Lo sé muy bien. Y no estoy presionándola, le estoy ofreciendo mi ayuda. Que decidamos de mutuo acuerdo algunas responsabilidades adicionales.

Quizá fuera su nuevo tono, o el darse cuenta de que ya no tenía sentido seguir negando cosas; pero cuando él usó las mismas palabras que ella había empleado en la conversación del hangar, no pudo evitar el alegrarse un poco.

—¿Qué clase de responsabilidades?

—Yo puedo hablar con gente que evitaría hasta a su sombra. Puedo conseguir que se hagan cosas que a usted le sería imposible ejecutar oficialmente. Y, lo más importante de todo, puedo cubrirla desde un ángulo que nadie espere, porque, por lo que todos saben, yo sólo soy el tipo que lleva el helicóptero.

Danielle sopesó cuidadosamente lo que acababa de decirle Hawker. Naturalmente, tenía razón: la creciente paranoia de Gibbs le había llevado a llamar a Moore de vuelta a Washington. ¿Y para qué? Aquello sólo había servido para poner las cosas peor. En ausencia de Moore ella estaba expuesta y era vulnerable… en una mala posición, tal como Hawker lo había descrito. Le miró por encima de la mesa: tal vez tuviera razón, quizá la pudiera ayudar.

—¿Así que querría ayudarme de alguna manera?

Hawker asintió y le hizo una pequeña reverencia.

—Ofrezco mis servicios, por pequeños que éstos sean.

El borde del labio de ella se curvó casi imperceptiblemente.

—Sus servicios —repitió, ahora interesada. Se inclinó hacia delante, removiendo el agua de su vaso con una pajita—. Y, a cambio de tales servicios, usted requeriría… ¿qué?

—Un billete a casa.

—Un perdón —supuso ella.

—Nada tan formal.

—Entonces, ¿qué?

—Simple claridad —hizo un gesto hacia ella con la mano—. Ustedes tienen amigos entre los altos cargos. En el Departamento de Estado, en el NSC y, lo admitan o no, por todas partes en La Agencia. Ellos son los que me la tienen jurada. Se dicen las palabras adecuadas, se ofrecen seguridades específicas y los problemas desaparecen. Y entonces, puedo volver a casa. Así que ésta es la oferta: la ayudaré a que lleve a cabo esto con éxito hasta el final, y entonces ustedes hacen que se olviden de mi pasado.

Danielle consideró su oferta. No le costaba nada prometérselo, pero no estaba segura de poder conseguirlo y por un extraño giro de su conciencia descubrió que no quería mentirle.

—¿Qué le hace pensar que puedo hacer todo eso? ¡Ni siquiera he podido descubrir por qué se metió usted en ese lío!

—Si esta cosa es tan importante como yo creo que es, usted tendrá carta blanca. Probablemente ya la tiene, sólo que aún no lo sabe.

Pensó en ello: la obsesión de Gibbs por el proyecto sugería que él tenía razón.

Hawker elaboró más su argumento:

—En algún lugar de Estados Unidos hay un archivo que usted no verá jamás, con las letras R.O.C. estampadas en un ángulo. Ésos son los parámetros de la misión:
Regardless Of Cost or Consequences
, es decir, sin importar el coste o las consecuencias. Quiere decir, que esta cosa es el tren exprés y todo lo demás se aparta para dejarle vía libre. ¿Quieres sobornar a alguien?, hecho. ¿Quieres hacer desaparecer a alguien?, hecho. ¿Quieres hacer un trato con un trágicamente incomprendido, viril y apuesto fugitivo?, hecho. Tú tráenos lo que queremos, y nosotros no te haremos preguntas.

—¿Viril y apuesto?

La miró con fingido desencanto.

—Bueno, supongo que podría ser peor —dijo ella.

—El caso es que no te hablan de estas cosas cuando te ponen en el campo, pero al cabo de un tiempo empiezas a saberlas. Apostaría a que su compañero sí las sabía.

Silenciosamente, ella asintió. Gibbs les había concedido todo lo que le habían pedido, sin pestañear siquiera… todo salvo que Moore se quedara. Quizá Moore sabía demasiado.

—Estará a oscuras.

—Así es como mejor trabajo —le contestó—. Usted sólo dígame lo que tenga que saber. Y puede empezar por darme alguna información sobre el tipo con el que nos hemos encontrado esta noche. Descubriré con quién se asocia. Quizá podamos enterarnos de quién le ha pagado, o a través de quién le llegó ese pago. Parecía un tipo nervioso, quizá no lo hacía por propia voluntad.

Danielle estaba de acuerdo con esa afirmación.

—¿Cómo sé que puedo fiarme de usted?

—No lo sabe. No del modo en que yo me fío de la gente de aquí. Pero puede confiar en que la gente actúe por propio interés. Y en este momento usted tiene algo que ofrecerme que nadie más puede igualar.

—Y suponiendo que eso sea cierto, ¿qué le hace creer que usted puede fiarse de mí?

Hawker se echó atrás en su silla y le sonrió. Era la expresión de un truhán y un tramposo, la mirada de un hombre que sabe exactamente lo que le va a traer el siguiente naipe, y que lo ha estado esperando desde siempre. En cualquier caso, resultaba encantador.

—Mis opciones son más limitadas —le dijo—. Puedo marcharme y seguir mal ganándome la vida aquí o en el sur, o puedo correr un riesgo con usted. Así son las cosas… es hora de tirar los dados.

Danielle no consiguió contener una sonrisa. Tenía sentido para ella. De hecho, le parecía justo. Posiblemente el trato en sí irritaría a Gibbs, pero eso aún lo hacía más apetecible.

—De acuerdo —dijo—, acepto su oferta. No puedo prometerle nada hasta que no lo haya aclarado con mis superiores, así que no se lo voy a prometer. Pero hablaré con la gente que conozco y si hay un posible acuerdo, se lo haré saber. ¿Le parece bien?

—Me vale.

Mientras Hawker acababa de hablar se les aproximó un hombre de anchos hombros, de un oscuro color moreno muy brasileño. Con su cabello impecablemente cuidado y una inmaculada chaqueta blanca de esmoquin, parecía un actor de cine de tiempos pasados. Llevaba dos copas en una mano y una cara botella de vino chileno en la otra. Se presentó como Eduardo, propietario del club y ocasional benefactor del joven señor Hawker. Los dos amigos se estrecharon la mano, y Eduardo dedicó toda su atención a Danielle.

—¿Y quién es esta encantadora visión? —preguntó, dirigiéndose a Hawker—: ¡Qué mala fortuna la suya al tener que pasar la velada en tu compañía!

Hawker fingió molestarse por el comentario de Eduardo, mientras Danielle tendía su mano.

—Encantada de conocerle —dijo—. Me llamo Danielle.

Eduardo sonrió, le besó la mano y luego se volvió hacia Hawker:

—Una estadounidense —comentó—, como tú.

—Una estadounidense —aceptó Hawker—, pero no como yo.

Eduardo alzó una ceja.

—Sin duda eso debe ser bueno para ella.

—Sin duda —dijo Hawker.

Eduardo se puso serio.

—Habéis tenido problemas…

—No puedo decirte cómo son —comentó Hawker—, ni siquiera cómo van vestidos. Pero supongo que siguen buscándonos.

—No te preocupes —le dijo Eduardo—. Os mandaré de regreso en mi coche. Mientras tanto, he puesto fuera a algunos hombres más, amigos de la policía. Les encanta recibir jugosos sobres extra y darles su merecido a los que buscan problemas. Y le he dicho a Diego que nadie más ha de pasar la cuerda de la entrada esta noche.

Hawker pareció preocupado.

—Ésta es tu mejor noche, eso te va a hacer perder dinero…

Eduardo rió suavemente y luego se volvió hacia Danielle.

—¡Ah, nuestro amigo Hawker…! Es un buen tipo pero no demasiado brillante en lo tocante a los negocios. El mejor modo de atraer a una muchedumbre es decirle que no puede entrar. También lo haré mañana por la noche y toda la semana que viene, y el próximo viernes puedo doblar el precio y aun así llenar el triple este lugar —Eduardo agitó la cabeza levemente—. Me pregunto por qué no lo habré hecho hace años…

—Ésta te la debo —le dijo Hawker.

—No —le corrigió Eduardo—. Tú no me debes nada.

Su atención vaciló por un instante y luego volvió a mirar a Danielle:

—Excúseme, pero me temo que debo abandonarles por un rato: mi esposa y mi amante están juntas y riéndose, y me pongo muy nervioso cuando hacen eso… —dejó la botella de vino sobre la mesa—. Pero por favor, cuando me vaya anímelo un poco. Está demasiado serio para estar acompañado por una mujer tan bella.

Danielle le sonrió a Hawker y luego a Eduardo.

—Haré lo que pueda.

Ante lo que el brasileño hizo una reverencia y se retiró.

—Su amigo es encantador.

—Y creo que usted también le gusta —comentó Hawker, afirmando algo obvio. Tomó la botella de vino, la descorchó y la dejó airearse—. Deberíamos sacar el mejor partido posible de la situación.

Ella estuvo de acuerdo y le acercó la copa por encima de la mesa.

CAPÍTULO 9

Arnold Moore había regresado a Washington, a la residencia de la que había estado ausente durante las tres décadas que habían pasado, trotando por esos mundos. En todo ese tiempo había pasado menos de un millar de días en la ciudad, y nunca más de dos meses seguidos. Después de tanto tiempo lejos, regresar se le hacía raro, como si fuera un extranjero en su propia tierra… un invitado en su propia y vacía casa.

Y, no obstante, esta vez iba a ser diferente: había regresado a una carrera que se terminaba y ante un superior que ya no confiaba en él. Estaba seguro de que, esta vez, había regresado definitivamente.

Como para reforzar su punto de vista, Stuart Gibbs solamente había hablado con él en una ocasión: no le había ofrecido explicaciones, y las repetidas llamadas de Moore habían sido claramente ignoradas. Ahora, tras una semana recibiendo ese trato, había sido convocado a una reunión. Y pensaba airear sus quejas.

Para reunirse con Gibbs, Moore fue a la oficina principal del NRI, que se hallaba en un extenso campus conocido como el Virginia Industrial Complex o, más afectuosamente, como «VIC». El VIC consistía en cinco elegantes edificios, que se alzaban entre suaves colinas, sinuosos senderos y rústicos muros de piedra. Las estructuras, de paredes de cristal, eran modernas y atractivas y los caminos que había en derredor estaban cuidados e iluminados como los de una selecta zona residencial. E incluso con el césped y los árboles marchitos, por ser invierno, aquel lugar se parecía más una universidad o a una zona de oficinas suburbanas que a una institución gubernamental. Únicamente sugería lo contrario la presencia en el aparcamiento de guardas armados, con sus perros para olfatear y largas varas con espejos al extremo para mirar bajo los coches.

Con ganas de que se celebrara la reunión, Moore llegó mucho antes de la hora, e inició una decidida marcha a través del frío aire de enero. A causa de un capricho en la topografía del VIC, los cinco edificios que componían el complejo estaban situados a distintos intervalos, con cuatro de los cinco agrupados en el lado este de la propiedad, y el quinto, que albergaba a la División de Operaciones y a su director, Stuart Gibbs, aislado en el borde oeste, separado de los otros por una baja elevación del terreno y por hileras de encinas de más de veinte metros de altura. Como resultado de ello, el Edificio Cinco no era visible desde la calle ni la puerta de entrada, y ni siquiera desde las otras estructuras, y había que hacer una larga y sinuosa caminata para llegar hasta él. Era algo debido puramente al azar, pero que a Moore siempre le parecía irónico y un buen símbolo de la naturaleza dual y conflictiva del NRI. El Instituto había nacido como un monstruo de Frankenstein, una organización dividida y encargada de dos tareas totalmente distintas. La División de Investigaciones, que era su principal componente, trabajaba con las empresas, las universidades y los principales hombres de negocios estadounidenses. Era una fábrica de ideas, llevada a sus máximas consecuencias, que ofrecías a sus miembros instalaciones de investigación, personal especializado y resmas y más resmas de informes desclasificados, procedentes de la NASA y los militares. Su trabajo era potenciar las fortunas de la industria de Estados Unidos, en una respuesta directa a los inacabables subsidios que les daban a sus empresas los gobiernos de Europa y Japón. Y, se mirase como se mirase, había tenido un éxito notable.

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