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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (12 page)

BOOK: Lluvia negra
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Danielle sonrió, por un momento pareció ensimismada.

—Siete Cavernas es otro nombre que usaban los mayas para
Tulum Zuyua
.

McCarter asintió educadamente. Susan Briggs estaba todavía más excitada.

—Asombroso —dijo Susan—. ¿Dónde halló Martin esa piedra?

—Según sus notas, Martin y un porteador descubrieron esta piedra el 16 de noviembre de 1926, en la ladera de una elevación prominente, a kilómetro y medio de la orilla de un afluente tributario del Amazonas que estaban explorando. La localización exacta es desconocida, ya que la única referencia geográfica que Martin ofreció fue su distancia respecto a otro monumento que había descubierto, un lugar al que llamaba o el Muro de los Perdidos, o bien el Muro de los Cráneos.

El nombre permaneció resonando en el silencio de la habitación y McCarter le echó una mirada de reojo a Susan: tenía los ojos como platos y su rostro estaba iluminado por el interés. «Esto es bueno para ella», pensó.

Danielle continuó:

—Las notas de Martin rememoran sus sentimientos cuando vio por primera vez ese muro —luego leyó, de un maltrecho ejemplar de su autobiografía—: «Este día hemos tenido una visión de prominencia y orden, tras tantos otros en una tierra de caos, desorden y la naturaleza en sus interminables formas enredadas. El muro es horrible, y sin embargo es notable. Al menos un millar de cráneos deben formar parte del mismo. Si eran enemigos o amigos, eso es algo que desconocemos, pues nos impidieron examinarlo los soldados de a pie de una tribu llamada
chollokwa
. Cuatro de ellos estaban plantados en la cima cuando llegamos a ella, con lanzas dispuestas y adornos de plumas en sus cabezas, hombres orgullosos todos ellos, con la misma marcialidad de las mejores legiones de Roma.» —Danielle dejó de leer y añadió—: Les dieron la bienvenida. De hecho, según Martin, insistieron en que su llegada había sido predicha. Y los llevaron a su poblado en la selva, a unos días de camino por el río —resumió—: Usando esta información, junto con la ayuda de un comerciante local, que afirma haber oído hablar del muro y haber estado en algún lugar cercano, creemos que lo podremos hallar rápidamente, en una semana o dos a lo sumo.

Una semana o dos. McCarter casi se echó a reír al escuchar aquel calendario. Se preguntó si ella sabría lo absurdamente difícil que era localizar cualquier cosa dentro de la jungla. Pero, claro, aquél era el menor de sus problemas.

—Siento un gran interés —dijo—, especialmente por lo que Martin aparentemente halló ahí. Pero lo único que nos ha mostrado son unas imágenes con mucho grano, los escritos de un hombre que se da bombo a sí mismo y unas suposiciones generadas por ordenador que, con todos los respetos, sobre todo se parecen a las manchas de tinta que se ven en los tests de Rorschach. Me temo que se necesita mucho más para convencerme.

Seca pero educada, Danielle le dijo:

—No me esperaba menos, pero es que aún no he terminado…

Puso en la pantalla una imagen más, una foto que mostraba cuatro cristales claros hexagonales.

—Éstos son los cristales de Martin. Un grupo de objetos de cuarzo que nuestro intrépido explorador afirmó haber visto durante una ceremonia
chollokwan
para pedir la lluvia. Los cristales en sí no tienen nada destacable: están hechos de cuarzo con diversas inclusiones. Lo que sí resultó ser destacable es un objeto relacionado con ellos. Un objeto al que Martin llamó la Bandeja.

Danielle mostró la siguiente imagen: una superficie dorada con ranuras en la misma, una por cada cristal, más una quinta ranura no explicada.

—Ésta es la Bandeja. Está hecha en una aleación de oro y bronce similar al oro de dieciocho quilates de hoy en día. Los cristales de la anterior fotografía estaban colocados en ella, de ahí el nombre que le dio. Esta conexión fue de gran interés para Martin, pero nuestra investigación ha estado enfocada en algo que él prácticamente ignoró.

Pasó a un plano cercano de la Bandeja, una ampliación de la anterior fotografía, sin retoque alguno. Mostraba unos pequeños símbolos, grabados en el oro liso.

Mientras miraba a la pantalla, McCarter se quedó sin palabras.

Esta vez los símbolos se veían muy claros, perfectamente conservados en aquella superficie de metal no corrosivo. No había que hacer suposiciones, no era preciso un mejoramiento por ordenador. Los símbolos eran fáciles de leer en la fotografía no retocada y él los conocía. Representaban a
Xibalba
… el mundo subterráneo de los mayas.

Danielle se lo explicó al resto del grupo:

—Este glifo representa un lugar que los mayas llamaban
Xibalba
, que era su equivalente a Hades o el Averno, que a veces es descrito como el lugar en donde moran los castigados y en otras ocasiones como los dominios en donde habitan los Señores de la Noche. Como al Infierno de Dante, se le consideraba un reino subterráneo. Incluso hay un famoso relieve que muestra
Xibalba
como un mundo espejo de la Tierra, con los xibalbanos y Los Señores de la Noche caminando invertidos en el techo de su mundo, con sus pies directamente debajo de los de aquellos humanos que están erguidos arriba, en la superficie de la Tierra.

—Impresionante —exclamó McCarter, absolutamente asombrado—. ¿Y está segura de que Martin halló esta bandeja en el Amazonas?

—Al parecer sí. Según él, los
chollokwan
se la mostraron antes de una celebración ritual, pensada para traer la estación de las lluvias. No era una danza de la lluvia propiamente dicha, pero más o menos seguía el mismo concepto.

—¿Y simplemente se la dieron?

Danielle alzó la vista al cielo.

—Eso es muy debatible… y no sólo en este caso, sino con muchos de los hallazgos de Martin. Pero, de acuerdo con su diario, cambió los cristales y la Bandeja por un telescopio, un mechero y una brújula.

McCarter se echó hacia atrás y cruzó las piernas.

—Me resulta difícil de creer —aseguró.

—Me apunto a eso —dijo Devers—. Para empezar, los
chollokwan
no son exactamente la gente amistosa y acogedora que nos presenta Martin. Son una tribu violenta. Cuando estuve allí, hace diez años, habían estado involucrados en un ataque a un equipo minero de la BrazCo: mataron a cinco miembros del equipo y muchos otros resultaron heridos. Unos años después de eso atacaron a una expedición de la FUNAI, la agencia brasileña que se supone que debe de cuidar de ellos y de los otros grupos nativos. Fue algo así como morder la mano que te alimenta…

McCarter asintió con la cabeza.

—Eso hace que sea dudoso que las cosas sucedieran como las cuenta Martin. Más posiblemente llevó a cabo las negociaciones a punta de pistola.

Danielle volvió a retomar el hilo de la conversación:

—Creo que estoy de acuerdo. Hay que suponer que no le apodaron Blackjack, o sea Cachiporra, por nada bueno. Pero no estamos aquí para enjuiciar al hombre, sino para tratar de determinar qué es lo que encontró allí. Y creemos que la Bandeja y los cristales vinieron de una ruina maya que los
chollokwan
saquearon durante sus viajes. Quizá incluso de ese mismo Muro de los Cráneos… eso, desde luego, suena a un lugar en el que los xibalbanos pueden haber dejado rastros de su presencia.

—Eso tendría sentido —admitió McCarter.

Susan se volvió hacia él:

—No puedo creerme que nadie lo viese antes. Es tan obvio que es una locura…

McCarter se acarició el mentón, preguntándose si ella hablaría de una locura buena o una locura mala. De lo único que estaba seguro era de que ya no parecía una locura estúpida. De hecho, cuanto más pensaba en ello, más excitado se sentía, casi mareado ante la posibilidad de que tuvieran razón… piedras con los nombres de los primeros humanos de la mitología maya, otras con el nombre descriptivo de
Tulum Zuyua
: Siete Cavernas. Ciertamente, todo apuntaba hacia algo de los inicios de la cultura maya. Y aunque las piedras hubieran sido interpretadas de un modo incorrecto por el programa de ordenador del NRI, la bandeja de oro no manipulada demostraba que habían escrito en maya en el Amazonas. Tal como Danielle había dicho la noche anterior, allí había algo.

—Nos vamos a la jungla —murmuró—. En base a lo dicho por Blackjack Martin y Stanley Morrison.

Se estremeció, como presa de un escalofrío.

—¿Qué terrible signo del Apocalipsis aparecerá luego?

—Vamos a viajar río arriba en barco, hasta la zona en que creemos que Martin encontró el muro. Una vez que lo localicemos, seremos capaces de examinarlo científicamente y de determinar su origen. Si, como sospechamos, resulta formar parte de un centro de población maya o pre-maya, entonces no estará sólo… deben de haber otras estructuras a su alrededor. Si el tiempo se mantiene bueno, empezaremos la excavación. Y si no es posible, marcaremos el punto en el mapa y regresaremos durante la estación seca.

McCarter dejó que sus ojos regresasen a la pantalla. Los símbolos grabados en el oro le devolvieron la mirada y pensó en el contraste:
Tulum Zuyua
y
Xibalba
… una especie de paraíso y las puertas del infierno. Un escalofrío le corrió por la espalda, sobresaltándole: no podía dejar de preguntarse con cuál de los dos se encontrarían.

CAPÍTULO 11

Veinticuatro horas más tarde estaban en el río, navegando hacia el oeste a lo largo del tramo principal del Amazonas en un pequeño buque llamado
Ocana
, en la primera parte de un viaje de cinco días.

Aunque no podían verlo, estaban pasando por una parte del río conocida como «El Encuentro de las Aguas», en donde dos de los mayores ríos del mundo se combinaban para formar ese monstruo que es el Amazonas propiamente dicho. En aquel lugar, la limpia agua oscura del Río Negro fluía desde el noroeste, uniéndose a la arcillosa agua color café del Solimoes. El río combinado corría directamente hacia el este con un cauce tan ancho que desde una orilla pocas veces se veía la opuesta. Y, sin embargo, como dos sementales forzados a entrar en la misma cuadra, los ríos luchaban por mantener su propia identidad, juntándose pero manteniendo cada uno su propio terreno. Visto desde el aire, el Amazonas era dos ríos fluyendo el uno al lado del otro, uno negro y el otro marrón, que iban mezclándose lentamente a lo largo de los siguientes ochenta kilómetros.

A bordo del
Ocana
había surgido una situación parecida con el grupo, ahora unido al de Pik Verhoven y sus compañeros, mercenarios sudafricanos.

Con las armas que llevaban, la interminable retahíla de maldiciones que fluía de los labios de Verhoven y la cicatriz que serpenteaba por su cara, parecida a un trozo roto de alambre de espinos, él y sus hombres presentaban un aspecto intimidatorio que no animaba a mezclarse con ellos al resto del grupo. Y, aparte de Danielle, nadie les dirigió la palabra… no más de lo absolutamente necesario.

Tras haber visto a Verhoven humillar verbalmente a los porteadores y a su propia gente, Devers lo había llamado neanderthal… a sus espaldas, naturalmente. McCarter admitió un cierto desasosiego al tener alrededor a sudafricanos armados. E incluso Hawker, que conocía a Verhoven de sus tiempos en África, hacía poco más que clavarle miradas aviesas.

Habían informado a Danielle de que existía cierta animadversión entre los dos hombres, pero lo único que pudo sacarle a Verhoven por respuesta cuando le preguntó por Hawker fue un gruñido. Y éste tuvo una reacción aún más fría:

—Desde luego no tiene nada de amigo mío, el muy… Pero no es por eso por lo que lo ha traído usted aquí.

El sentido que le sacó a la respuesta de Hawker fue que cualquiera que se pusiese en el camino de Verhoven lo iba a pasar mal, posiblemente él incluido, pero especialmente cualquiera que fuese lo bastante estúpido como para atacar a su equipo. Lo que la reconfortó, a pesar de que persistiese la tirantez entre los dos hombres.

Con esta dinámica división a bordo, el
Ocana
viajó hacia el oeste por el lado norte del río, sobre las aguas manchadas de taninos del Negro.

Hacia media mañana Manaos y su atestado tráfico fluvial habían quedado atrás. Hacia el mediodía estaban pasando por una zona llamada los Analvilhanis, una extensión del río en donde había centenares de islas y que era el hogar de millares de pájaros acuáticos. En ese punto, su única compañía eran botes de pesca y algunos transbordadores, con sus pasajeros observando los pájaros acodados en las barandillas de los costados. Hacia el final de la tarde, con el calor del día cayendo sobre ellos, el
Ocana
ya había dejado atrás el archipiélago… y mientras Danielle observaba el horizonte, parecía que estuvieran solos.

El aislamiento le trajo una momentánea sensación de paz: ahora estaba entre dos peligros, uno había quedado muy atrás y el otro, que le parecía mucho más siniestro se alzaba, en algún punto por delante.

CAPÍTULO 12

La pálida luz de la luna, ya en lo alto, llegaba a través de pequeñas aberturas entre los árboles. No era mucho como luz, especialmente cuando las sombras ya se habían afirmado, pero era lo bastante como para ver, suficiente para que el joven nuree pudiese seguir a su presa.

Atravesó la espesura silenciosamente, siguiendo el rastro del animal al que estaba cazando, un gran tapir marrón de unos ciento veinte kilos. Pisaba sigilosamente, pues no quería perder la oportunidad que tenía ante él. Había sido una larga cacería y el animal era la primera pieza de caza mayor que veía en semanas. Y si le oía, correría de vuelta al río en el que pasaba los días, esperando poder ir en busca de su comida.

Se movió cuidadosamente por entre la maleza, haciendo una pausa cuando captó un nuevo olor: humo. No el placentero aroma a madera de un buen fuego, sino el acre y pútrido hedor de algo que había ardido y ya se había apagado.

Un minuto más tarde llegó a la fuente del olor: en un pequeño espacio entre los árboles se veían los rescoldos de algo que parecía un montón de compostado: pilas de ramas y de hojas, y los restos quemados de matorrales, yacían ennegrecidos y apagados. Un hilillo de humo gris permanecía por encima, aferrado al lugar como una aparición.

Se acercó más al montón, que al quemarse no había conservado su forma: uno de los costados se había derrumbado, y la capa superior se había deslizado hacia el suelo. Incluido en esa capa estaba el cuerpo de un ser humano, quemado hasta ser irreconocible. Miró los huesos ennegrecidos.

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