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Authors: Graham Brown

Lluvia negra (10 page)

BOOK: Lluvia negra
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A lo largo de su primera década de existencia, la División de Investigaciones del NRI había crecido hasta incluir entre sus asociados a muchos de los Quinientos Principales de la revista económica
Fortune
, noventa universidades señeras y llegando a tener una lista de personal permanente de casi diez mil empleados. Hacia 2005, que era el último año sobre el que había facilitado cifras, los pagos por licencias y royalties a la NRI habían bombeado casi mil millones de dólares anuales a las arcas del Tesoro de Estados Unidos, una pequeña mancha en tinta negra en las cuentas del gobierno, tan teñidas de rojo.

Pero, como cualquier hijo del proceso gubernamental, el NRI tenía varios padres, y algunos de ellos tenían una visión distinta de la nueva organización.

Seis meses después de la creación del Instituto, y mucho antes de que se hubiera removido la primera paletada de tierra en el VIC, se añadió una cláusula adicional a un presupuesto de gastos de última hora, que fue presentado apresuradamente al Congreso. Esa cláusula modificaba la carta fundacional del NRI, con el efecto de dividir en dos la organización o, más exactamente, añadirle una nueva división a la estructura ya existente de la organización. La nueva entidad se llamaba División de Operaciones, normalmente llamada OpD. Y esa OpD tenía una tarea distinta que la de la División de Investigación, una tarea más siniestra: la recogida activa de secretos industriales, incluidos aquellos pertenecientes a entidades y gobiernos extranjeros. En términos más simples, la OpD estaba en el negocio del espionaje industrial y, desde su mismo nacimiento, siempre había sido llevada por antiguos miembros de la CIA, empezando por su director, el señor Stuart Gibbs. Para el mundo exterior, la OpD era casi irrelevante, pues parecía no ser más que el aparato de apoyo de la División de Investigación, la criada de su encantadora y exitosa hermana mayor. Era la División de Investigación la que aparecía en la prensa, era con ella con quien a los senadores y los directivos de las empresas les gustaba que los relacionaran, la que era objeto de artículos en revistas como
Time
y
Business Week
. Para el público, que la adoraba, la División de Investigación era el NRI, y ella tenía el noventa por ciento del personal, el ochenta por ciento del presupuesto y cuatro de los cinco edificios del Virginia Industrial Complex; pero para la poca gente que conocía la verdad, la OpD era considerada la más importante de las dos divisiones.

Mientras Moore pasaba junto a los otros edificios no pudo dejar de sonreír: en todos sus años en el Instituto aún no había puesto el pie en ninguno de ellos, un hecho que no iba a cambiar hoy. Fuera lo que fuese lo que le deparara el futuro, le aguardaba al otro lado de la colina, con Stuart Gibbs, en el Edificio Cinco.

Al final de su paseo de casi un kilómetro, Moore se sintió lleno de energía. Subió a saltos los escalones y entró en el vestíbulo, mostró su placa de identificación y colocó el pulgar en el escáner de infrarrojos. Pasó por un segundo punto de control en el cuarto piso y un minuto más tarde estaba en la sala de espera del director.

La secretaria de Gibbs casi ni le saludó, diciéndole con voz tristona:

—Ya le espera.

Por su tono, Moore supuso que su futuro ya estaba decidido. Apretó las mandíbulas y entró.

La oficina del director era una sala interior, sin ventanas, bien iluminada y amplia, pero sorprendentemente espartana para un hombre que tenía tanto poder. Cuando Moore entró, Stuart Gibbs se acercó a él, extendiendo la mano.

—Bienvenido, Arnold —dijo—, llegas antes de la hora, como siempre.

El saludo era extraño y vacío, la sonrisa desigual, como los dientes mellados de algún rabioso depredador. Moore se sintió cualquier cosa menos bienvenido.

—Toma asiento —dijo Gibbs, llevando a Moore hacia las sillas para visitantes que había ante su escritorio, una de las cuales ya estaba ocupada. Gibbs se lo explicó—: Le he pedido a Matt Blundin que nos acompañase. Tiene una información que puede que te interese.

Matt Blundin, el jefe de Seguridad del NRI, era un hombretón cuyo enorme volumen no podía ser contenido entre los brazos de cuero del sillón. Blundin era un gran fumador y, aunque no había perdido ni un día de trabajo en nueve años, se sabía que también era un gran bebedor que prefería las altas horas de la noche a las primeras de la mañana. Su grasiento cabello y sus arrugados trajes no hacían nada para negar las suposición, y a las ocho de la mañana hedía a nicotina. Y, sin embargo, Blundin era uno de los mejores en su trabajo, y a veces incluso le consultaban el FBI, el SEC y la Oficina de Presupuestos del Congreso; y si alguna vez se iba del NRI, una larga lista de empresas haría cola para convertirlo en un hombre muy rico.

Moore se sentó al lado de Blundin, y se preguntó si no debería tener a su abogado con él.

Gibbs inició la conversación:

—¿Cuánto tiempo hacía que no hablábamos cara a cara? ¿Nueve meses? ¿Tal vez un año? —se encogió de hombros—. Demasiado tiempo, en cualquier caso…

Moore estudió a Gibbs. Un rostro delgado y angular y ocho años más joven que él, con el cabello rubio arena perfectamente peinado hacia atrás con fijador; su traje de diseño era impecable, pero le colgaba un poco suelto. Gibbs siempre había sido enjuto, pero había perdido unos kilos desde la última vez que se habían visto. Esto le daba un aspecto casi de hurón: Gibbs el Roedor, pensó Moore. Gibbs la Rata.

Moore fue el primero en disparar:

—De acuerdo, Stuart, ¿por qué me has traído aquí? Ilumíname con tus razones por haberme traído aquí. Si es que tienes alguna.

—No estoy seguro de que me guste tu tono —observó Gibbs.

—Y yo estoy seguro de que no te gusta —le contestó Moore—, pero esto es lo que pasa cuando cortas la hierba bajo los pies de uno, y luego lo ignoras durante una semana… se sale un poco de madre.

Gibbs le echó una mirada aviesa a Moore.

—Los tres estamos aquí por diversas razones. Empezando por un incidente en el que ha estado implicada Danielle Laidlaw y el hombre al que la mandaste a ver la pasada noche, un tal señor Duarte Medina.

Moore notó como se le enrojecía el rostro:

—¿Qué tipo de incidente?

—Fue atacada cuando fue a reunirse con él —le explicó Gibbs—. Su vehículo fue tiroteado intensamente, y a ella casi la matan.

—¡Maldita sea! —exclamó Moore—. Sabía que iba a pasar algo así: te dije que no me sacases de allí. Yo podría haberla protegido…

Gibbs asintió casi imperceptiblemente:

—Tal vez sí, tal vez no —dijo, mirando a Blundin—. Me parece interesante que no eligieses a ese contacto en particular hasta después de que te informase del cambio.

—¿Qué significa eso?

Gibbs se encogió de hombros, como si la cosa fuera obvia:

—Que si la hubieran matado, yo no hubiera tenido otra elección que mandarte de vuelta…

Moore apretó los dientes.

—Ni tú mismo puedes creerte eso que estás diciendo.

—Medina era tu contacto —siguió Gibbs—, supuestamente seguro, supuestamente fiable. Y, sin embargo, la reunión se convierte en la excusa para un ataque. ¿De quién te crees que vamos a sospechar? Si estuvieras en nuestro lugar, tú harías lo mismo.

Moore se volvió hacia Blundin y luego de nuevo hacia Gibbs. Podría haberle estrangulado.

—Si crees que…

Gibbs le cortó:

—Discutiste conmigo acerca de ponerla a ella al mando. Has estado pidiendo puestas al día cotidianamente, a pesar de que ya no formas parte del proyecto y se te dijo que lo olvidaras. Casi parece como si estuvieras esperando algo…

Moore estalló:

—¡Ahora escúchame, hijo de puta: Danielle es una compañera y una amiga! En otro tiempo, supiste lo que eso significa. Lo sé, porque conozco a gente que trabajó contigo. Quizá lleves ya demasiado tiempo en esta oficina, porque parece que te has olvidado de entonces… —Moore agitó la cabeza, dándose cuenta a media frase de que había picado en el anzuelo—. Sabes jodidamente bien que nunca la iba a poner en peligro, así que corta esta puñetera charada y dime para qué demonios me has traído aquí.

Gibbs se quedó en silencio por un momento, como reflexionando sobre lo que había dicho Moore. Echó su silla hacia atrás:

—Relájate —dijo finalmente—, nos ha costado algo de esfuerzo, pero hemos logrado dejarte limpio.

Moore se volvió a sentar, preguntándose con qué nueva locura le iba a salir Gibbs ahora.

—¿Qué quieres decir con toda esa basura?

Gibbs se volvió hacia Blundin:

—Enséñale la foto.

Blundin abrió una carpeta que descansaba sobre el escritorio, frente a él. Sacó una foto en blanco y negro.

—¿Es éste tu hombre, Duarte?

Moore estudió la foto: se parecía a Medina.

—Creo que sí.

—Bueno, pues este tipo está muerto. Lleva en el depósito de cadáveres desde el día antes del ataque.

Moore parpadeó: Medina era el sobrino de un hombre que le había ayudado anteriormente. Un hombre al que podía considerar un amigo.

—¿Está seguro?

Blundin afirmó con la cabeza, y Gibbs explicó lo obvio:

—Eso quiere decir que Danielle jamás se vio con Medina: alguien lo mató y ocupó su lugar. Y gracias a ello, tú estás limpio.

—¿Limpio? —repitió Moore. El escuchar a Gibbs decir aquella estupidez le ponía malo—. Estás loco.

—No, sólo soy cauto.

Moore se volvió hacia Blundin:

—¿Sabemos quién mató a Medina?

—Aún no: la policía de allá no tiene mucho en qué basarse…

El director le interrumpió:

—Pero tenemos un plan para sacar a los malos de su madriguera, y es ahí donde de nuevo vuelves a ser útil.

—Al fin vamos al grano…

Gibbs sonrió malévolamente, y cuando habló había algo de júbilo en su voz:

—Vamos a simular que has caído en desgracia. Esta reunión es el primer paso. Estoy seguro de que las lenguas ya se han desatado, en un día o dos, toda la oficina hablará de ello. Entonces, serás suspendido de empleo, pendiente de una investigación. Todas las expectativas señalarán hacia una jubilación temprana y forzada. Pero no te preocupes, no será por deslealtad, eso resultaría demasiado obvio; las razones serán incompetencia, mal uso de fondos y nuestra incapacidad para soportarnos el uno al otro.

—Al menos esta última parte es cierta.

—Eso hace que la mentira sea más creíble —aseguró Gibbs.

Junto a él, Blundin permanecía en silencio, y Moore se preguntó si estaría implicado en el plan o sería un mero espectador. Su ancho rostro no dejaba escapar nada. Blundin era un buen hombre, pero era uno de los chicos de Gibbs: él los protegía y ellos le protegían a él. Moore no podía culparlo por ello: su ira estaba dirigida contra Gibbs.

—¿Y con qué finalidad voy a ser tratado con tanto desprecio?

—Matt cree que tratarán de comprarte o, por lo menos, de alquilarte. He olvidado decirte que también nos hemos cargado tu crédito, para que parezca que has estado gastando mucho más de lo que podías. Un gran problema de deudas de juego. Ese vicio te cogió muy fuerte cuando estuviste en Macao el año pasado…

Moore hizo una mueca de incredulidad:

—Todo esto es una locura, no podéis estar hablando en serio. ¿El jefe de la operación retirado repentinamente del frente, y enviado a pastar? Es demasiado obvio, jamás picarán ese anzuelo. Nunca se arriesgarán a ponerse en contacto conmigo.

—Esos bastardos son muy atrevidos —gruñó Blundin—: trataron de cazar a tu compañera de un modo totalmente descubierto. La atrajeron a una reunión conectada con la operación e intentaron matarla a tiros a la vista de todos. Eso no es muy usual. Incluso diría que es poco profesional. Mi suposición es que, o están desesperados y desconectados de los que los controlan, o bien son sólo una pandilla de aficionados, que no tienen ni idea de lo que están haciendo.

—¿Aficionados? —repitió Moore—. ¿Desesperados y desconectados? —Sus ojos saltaron del jefe de Seguridad al director—. ¿Estáis hablando de ellos o de nosotros? Porque a mí este plan me huele a esas tres cosas.

—Llevamos planeando esto desde hace algún tiempo —le explicó Gibbs—. Si buscan información, y estamos seguros de que la buscan, van a ir tras el mayor objetivo posible, y ése vas a ser tú: un resentido, apartado y represaliado, con un montón de información rondándole por la cabeza.

Moore negó con un gesto, dudando de que nadie fuera a ser tan estúpido.

Gibbs no pareció cambiar de idea, pero cuando habló de nuevo su tono se había hecho más genuino, sin duda por designio propio.

—Arnold, no nos caemos bien. Nunca hemos congeniado, ¿vale? Si se lo preguntásemos al siquiatra de la empresa nos diría que tú sientes resentimiento hacia mí por mi éxito, y que yo me siento amenazado por tu habilidad. Después de todo, si tuvieras la oportunidad, probablemente podrías hacer mi trabajo tan bien como yo o quizá incluso mejor. ¿Por qué te crees que te mando a correr por esos jodidos mundos? Para mantenerte alejado de Washington, ya que aquí serías la única persona que podría desear sustituirme y ser capaz de hacerlo. Por eso, y por el hecho de que eres el mejor en lo que haces. Pero así es como son las cosas: yo dirijo el espectáculo. Yo soy el que digo que saltéis, no tú. Y justo ahora, vas a hacer lo que te diga, en beneficio de la organización.

Moore sonrió disgustado: la venta suave y la venta dura juntas, en el mismo paquete.

—Yo no haría tu trabajo —dijo—, al menos no del modo en que tú lo haces. Así que no me digas esas mierdas: lo que notas en mí no es que yo quiera tu cargo, sino que preferiría que tú tampoco lo tuvieses. Tu juicio es pobre y eres descuidado, jodidamente descuidado para mi gusto. —De nuevo agitó la cabeza—. Este plan es absurdo, ridículo. Tan ridículo como todo lo demás que nos has mandado hacer: el separarnos en el último momento, el inventarte esta absurda historia y ahora el echarme por ahí, como si fuera una especie de cebo. Esto es un trabajo de aficionado, y va a hacer que muera gente. Ya ha estado a punto de ocurrir.

—Supones demasiado, Arnold —la voz de Gibbs se había convertido en una advertencia: había una línea que estaba a punto de ser cruzada.

—Y tú no piensas lo suficiente —le replicó Moore—. ¿Realmente sigues queriendo mandarla a la jungla con un puñado de civiles y unos cuantos cedidos del Departamento de Investigación? ¿Incluso después de todo esto?

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