Los caracoles no saben que son caracoles (2 page)

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
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Mi hermana no tenía hijos. Había estado muy ocupada para tenerlos. Los estudios de medicina, luego el MIR, después la especialidad en traumatología, más tarde conseguir la plaza fija, luego abrir su propia clínica privada. María siempre ha hecho las cosas bien. Y por orden. Hasta casarse lo hizo en su momento y con la persona adecuada. Carlos es traumatólogo, igual que ella, muy trabajador y muy elegante, a juicio de mi madre. Siempre va con corbata, muy bien peinado y con un afeitado tan apurado que le provoca un brillo en la cara un poco artificial. Está algo gordito y cojea un poco de una pierna, aunque no me acuerdo muy bien de cuál. Creo que cada vez cojea de una distinta, aunque a lo mejor es que yo no me he fijado bien. Luisma y él nunca se han llevado bien. Desde que se conocieron Carlos se dirige a mi ex llamándole Luis Mariano, algo que Luisma no puede soportar. A Luisma le avergüenza llamarse Luis Mariano y acepta con agrado que la gente piense que se llama Luis Manuel, como casi todos los Luismas.

A los niños les encantaba ir a casa de la tía María. En su urbanización de chalets hay piscina, jardines, un parque con columpios y un campo de fútbol pequeño. Mi hermana iba a enseñar ahí a patinar a Mateo. Dentro del chalet todo es automático, hasta las cortinas se abren y cierran con un mando a distancia. Siempre que vamos allí hay un aparato nuevo, el último móvil, el ordenador más pequeño o una cafetera de diseño. Además, hay un montón de televisiones, una en cada cuarto, que cuelgan de las paredes. En nuestra casa, sin embargo, sólo hay una tele en el salón y para correr las cortinas hay que acercarse a ellas y desplazarlas con la mano. No se puede comparar.

Cuando María y yo éramos niñas vivíamos en la peor zona de un buen barrio. Un barrio de clase media alta que tenía algunos bloques de pisos de clase media baja. En estos últimos estaba nuestra casa. A nosotros nos iba un poquito mejor que a las familias que vivían inmediatamente al lado y un poco peor que a las que vivían doscientos metros más allá, en pisos mucho más nuevos y algunos hasta con piscina. Eso a finales de los setenta o principios de los ochenta era desde mi punto de vista ser rica. Mi infancia fue feliz, que yo recuerde. Mis padres se separaron cuando yo tenía cinco años, algo que no supuso para mí ningún trauma. Es más, a mí me parecía todo de lo más normal, a pesar de que en aquella época, finales de los setenta, no era nada frecuente que los matrimonios se separaran. María y yo vivíamos con mi madre, pero mi padre iba a vernos casi todas las tardes. Los viernes, al salir del colegio, María y yo nos íbamos con mi padre a casa de mis abuelos y allí dormíamos hasta el domingo. Mis padres se llevaban tan bien que nadie podía entender el motivo de su separación. María y yo tardaríamos muchos años en saberlo.

Desde la muerte de mi hermana, Luisma se ha ocupado por completo de los niños, que han estado de vacaciones de Navidad. Yo estoy demasiado hecha polvo para estar con ellos, así que mi ex se ha quedado en casa todos estos días. Esta tarde, como cualquier 6 de enero, vendrán mis padres para ver qué han dejado los Reyes Magos a sus dos nietos. No les he visto desde el entierro y tengo miedo de que la escena nos supere a todos, también a los niños.

—¡Los abuelos! —grita Pablo entusiasmado al oír el timbre de la puerta.

Corre por el pasillo y abre contentísimo.

—¡Abuelos, han venido los Reyes!

Mi madre parece más entera, pero la tristeza ha transformado la expresión de mi padre. Al vernos, nos abrazamos los tres sin decir nada. Mi padre no quiere mirarme a los ojos porque sabe que de hacerlo no podrá contener el llanto. Mi madre me besa en la mejilla. Creo que les cuesta mucho trabajo moverse, que a partir de ahora les va a costar demasiado esfuerzo vivir.

Mateo está viendo los dibujos por la tele, le encanta la Pantera Rosa y casi no se da cuenta de que han llegado los abuelos. Luisma sigue haciendo esfuerzos para que los niños no noten nada. Pablo no para.

—Abuelo, soy Spiderman y puedo subir por las paredes.

—Claro que sí, cariño —dice mi padre con la voz entrecortada.

—Mateo, ¿dejaste turrón a los Reyes? —le pregunta mi madre.

—¡Los Reyes no existen! ¡No existen! —grita Mateo histérico antes de comenzar a llorar con rabia, tapándose la cara con un cojín.

Mis padres y yo nos sentamos junto a él en el sofá. Luisma se lleva a Pablo.

—¿Qué pasa, cariño? —le digo.

—La tía María se ha muerto —contesta sin separar el cojín de su cara.

A mi padre se le humedecen los ojos. Yo no sé qué decir. Mi madre se lanza.

—Sí, cariño, la tía se ha ido al cielo.

—¡Y claro que existen los Reyes! —interrumpo yo—. ¿Qué tontería es ésa? ¿No ves que han venido?

Dan igual mis intentos para que Mateo recupere una parte de la inocencia que se le ha escapado en la última semana, pero sí logro que deje de llorar. El silencio no lo es del todo porque en la tele sigue la Pantera Rosa haciendo de las suyas. Se agradece esa musiquita.

—Mamá, ¿por qué se ha muerto la tía?

—No lo sé, hijo.

—Las personas buenas —se rehace mi padre— cuando se mueren van al cielo, allí se está fenomenal.

—¿Tú has ido? —dice Mateo, que parece que ha vuelto a tener siete años.

La tarde transcurre cada vez más calmada. Mateo poco a poco se ha ido sintiendo mejor, mi padre ha logrado reírse jugando con Pablo, Luisma ha subido un roscón de la tienda de abajo y mi madre ha comenzado a criticar el desorden de la casa. Todos necesitamos un poco de normalidad para olvidar la pena, todo lo que duele la ausencia de María. Estoy deseando volver a trabajar, que los niños regresen al colé, que vuelva Sornitsa de sus vacaciones navideñas en Bulgaria y pedir hora con Lourdes.

Cuando mis padres se están poniendo el abrigo para marcharse, nos damos cuenta de que Pablo se ha quedado dormido en el sofá con el dedo en la boca, todavía vestido de Spiderman. Mateo se acerca por fin a los patines y los saca de la caja.

—Mira, abuelo. De una sola fila, como los de los mayores.

—¡Qué bonitos!

—¿Me enseñas tú a patinar?

—Claro, cariño. Yo te enseño.

Capítulo 3

M
i mejor amiga desde que me separé de Luisma es Esther. Yo cuando estaba casada no tenía buenas amigas. Por eso no podía contarle a nadie lo mal que me iba con él. Salvo a María, pero con ella tampoco me gustaba profundizar en mis problemas porque contándoselos me sentía un poco inferior. Como a ella le iba tan bien con Carlos... Además, María era mi hermana y no cuenta. Igual que Lourdes, que aunque muchas veces yo me empeñe, mi psicóloga no puede ser mi amiga.

Esther trabaja en la productora como coordinadora de guiones, una especie de jefa de guionistas. Nuestra relación laboral, al margen de que estamos sentadas enfrente, se debe a que Esther es la encargada de transmitir al departamento de producción en el que yo trabajo las necesidades que se tienen para hacer cada uno de los programas o capítulos de las series y nosotros lo intentamos conseguir si entra en el presupuesto.

Por ejemplo, si a los guionistas se les ocurre que los dos protagonistas de la serie de adolescentes que producimos ahora para Telecinco se escapen una semana de sus casas porque tienen la ilusión de recorrer Nueva Zelanda con la mochila al hombro, nosotros en producción debemos decir que no, que le den una vuelta al guión y que la escapada podría ser a Salamanca, mucho más cercana al público al que nos dirigimos.

Estaba deseando volver a trabajar. Ni siquiera aproveché los tres días de vacaciones que me correspondían por la muerte de mi hermana. Son derechos que se tienen. Qué paradoja. Lo normal es asociar las vacaciones con algo bueno y no como un premio por estar jodida. La primera semana en la productora todo el mundo estaba extrañamente pendiente de mí. Creo que en los primeros días me invitaron a más de diez cafés de máquina por día, que, naturalmente, provocaron una revolución en mi intestino. Lo de la fibra de los yogures es una broma comparado con el café de máquina. Cada rato tenía que salir precipitadamente al baño, corriendo por el pasillo, algo que las compañeras interpretaban a su manera.

—¡Pobre!, no quiere que la veamos llorar.

Mi jefa ha decidido que debo formar parte del equipo que va a viajar la próxima semana a Sevilla para hacer un casting a niños artistas de toda Andalucía para un nuevo programa.

Mi jefa se llama Carmen y es una buena persona. Si no fuera mi jefa, creo que sería mi segunda mejor amiga, detrás de Esther. Carmen quiere que vaya a coordinar el viaje a Andalucía, hoteles, trenes, convocatoria de los niños artistas y de sus madres, coches de producción, etc. «Así te despejas un poco y ocupas tu mente en otras cosas», me dijo.

A mí no me gusta viajar en el trabajo porque, fuera de la productora, no suelo desenvolverme demasiado bien con los compañeros. No me relajo nunca. Siempre quiero parecer simpática y enrollada y me paso todo el día con una sonrisa puesta que me agota. Lourdes me dice siempre en la consulta que esa necesidad de agradar a la gente es inseguridad en mí misma. Que sea más desagradable, me dice. Lleva razón. Lourdes siempre lleva razón.

Si coordinar el casting de los niños cantores no me apetece nada, coordinar a mis suegros, a mis padres, a Luisma y a Sornitsa para quedarse con los niños me produce un cansancio insuperable. Los horarios de Mateo y Pablo son muy complicados porque uno va al colegio y el otro todavía a la escuela infantil, no salen ni entran a la misma hora, y para que a la semana no le falte de nada, su padre apuntó a Mateo a fútbol los lunes y miércoles y a Pablo a natación los martes y jueves. Luego los baños, los deberes, las cenas... Yo me lo sé todo, pero soy la única. Si yo estoy de viaje es posible que Pablo acabe en la clase de fútbol, a Mateo se le recoja una hora más tarde y que los dos pierdan por la mañana el autobús escolar. Además, Sornitsa volvió un poco rara de sus vacaciones en Bulgaria porque ha sufrido otra crisis con su marido. Su «marrido», como dice ella. Cuando Sornitsa se pelea con su «marrido» se distrae y hasta que se le pasa me quema con la plancha un par de camisetas y destiñe ropa de los niños al mezclar la de color y la blanca. Las crisis del matrimonio siempre las motiva ella, que cree permanentemente que su marido le es infiel, aunque no tiene ninguna prueba. De todas formas, ella está «segurra» de que su hombre tiene un par de amantes.

La distracción de Sornitsa no hace de éste el mejor momento para que yo desaparezca de casa una semana entera. Además, Mateo sigue estando demasiado sensible con lo de mi hermana. Tiene pesadillas casi todas las noches y no hay día que no amanezca en mi cama. Poco a poco se irá recuperando, pero todavía es pronto para él. Es pronto para todos.

Esta mañana he llegado a la estación de Atocha muy pronto. El Ave que nos llevará a Sevilla sale a las once y yo llevo aquí desde las nueve y media.

Siempre llego tarde a todas partes, pero esta mañana Sornitsa dejó a los niños en la ruta y con el metro me he plantado aquí en un momento. Voy a llamar a mi madre para repasar los horarios de los niños.

—¿Diga?

—¿Mamá?

—Dime, Clara.

—Hola, mamá, soy Clara.

—Ya sé que eres Clara. Te lo estoy diciendo.

—Es verdad.

—Bueno, ¿qué?

—¿Tienes claro lo de los niños?

—Sí, Clara.

—Esta tarde Mateo tiene fútbol y Pablo sale a las seis... Bueno, de Pablo no te preocupes, que lo recoge Luisma... Bueno, de Mateo tampoco, que lo lleva Sornitsa... Bueno, pero que cenen bien, ¿eh?

—Sí, Clara.

—Vale, es que quería repasarlo.

—De acuerdo, hija.

—¿Y tú cómo estás?

—Bueno, ahí vamos. De vez en cuando me entra el llanto y no puedo parar.

—Tienes que salir más. Podrías ir a la peluquería y repasarte el tinte, que el otro día tenías la raíz blanca.

—Bueno, ya iré.

—Irás hoy, que quiero que los niños te vean guapa.

—Vale, hoy voy. ¿A qué hora sale tu tren?

—A las once.

—Ten mucho cuidado.

—Adiós, mamá.

—Adiós, Clara. Y no comas muchos dulces que se te van todos al culo.

—Jo, mamá.

—Es que yo también quiero que los niños te vean guapa.

Capítulo 4

H
asta que no me monto en el Ave no me doy cuenta de que a este viaje viene Esther como responsable de guión. Lo decidió Carmen a última hora y ayer mismo le sacaron el billete. Sé que a ella no le ha hecho ninguna gracia, porque estaba detrás de ser guionista en un nuevo programa de sketches y eso de estar aguantando a niñas cantando copla le pone bastante de los nervios. Esther es una guionista de humor. Todos los guionistas que conozco se consideran guionistas de humor, aunque la mayoría tenga una gracia bastante limitada. Luego acaban en concursos y magacines de tarde, que no está mal, pero que no es lo mismo. Esther sí tiene gracia de verdad. A mí me la hace. Más que ella, lo que escribe. Siempre dice que le encantaría escribir una novela y yo estoy segura de que algún día lo hará. Que Esther venga a Sevilla es la buena noticia de este viaje, pero en la cafetería del tren descubro que también hay una mala, como en los chistes.

La mala noticia se llama Miguel, es un realizador y ha vuelto a trabajar para mi productora. Concretamente le han llamado para este programa cuya producción yo coordino. Miguel y yo tuvimos una historia al poco tiempo de dejarlo con Luisma.

No sé cómo definir aquella relación con Miguel, posiblemente «lío» sea la mejor palabra. Miguel es alto, fuerte, moreno, con los ojos verdes y una dentadura muy blanca y muy perfecta. Está más cerca de ser guapo que feo y a pesar de todo no es un tío atractivo. A primera vista llama la atención por su imponente físico, pero al rato deja de atraerte. Quizá sea la ropa, siempre con pantalones de pinzas un poquito altos; a lo mejor es su apuradísimo afeitado y su falta de prudencia con la cantidad de aftershave que utiliza; puede que lo que echa un poco para atrás sea un cordón de oro que lleva en el cuello, o su pelo tan perfectamente cortado y peinado. No sé qué será, pero a Miguel le falta algo. Posiblemente, la que mejor definió físicamente a Miguel fue Esther nada más conocerle: «Tiene cara de yerno».

Mi relación con Miguel fue un desastre, sobre todo por mi culpa, un acto fallido, como dice Lourdes, que casi estaba olvidado. Eso creía yo, pero es que Miguel es otra vez mi compañero de trabajo. Lo tengo a mi espalda en la barra de la cafetería del Ave y me acaba de tocar la espalda.

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