Los caracoles no saben que son caracoles (4 page)

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
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Yo permanecí escuchando casi todo el rato, poniendo cara de interés y con un poquito de nervios por si alguno me pedía mi opinión, por ejemplo, sobre los autores británicos contemporáneos que más me gustan. Las únicas frases que pronuncié durante toda la noche fueron, que yo recuerde, y por este orden: «No, ése tampoco lo he leído»... «Qué interesante eso que dices»... «Ponme más vino»... «Voy un momento al servicio» y «¿Por qué le llaman a esto bife de chorizo si no es chorizo?».

El surfero, tal y como suponía Esther, estaba bueno, como todos los surferos. Por lo menos aparente, buen cuerpo, delgado, moreno en febrero, la nariz perfecta, ojos claros y una calculada barba de tres días. Además de deportista, es culto y creativo, porque, según contó, su afición por la literatura no es sólo teórica y hace sus pinitos escribiendo poesía. Sobre el papel era el tipo ideal para una noche ideal. Lo que ocurre es que estábamos ya en los postres y el surfero no había mostrado por mí el más mínimo interés. Ni caso me hizo, ni un poquito de esfuerzo hizo por seducirme, ni una mirada, ni un detalle, ni una sonrisa. Son cosas que pasan.

Después de cenar propusieron ir a tomar una copa, pero yo dije que me iba al hotel a descansar. El surfero, como suponía, no se ofreció a acompañarme y prefirió continuar de marcha con ellos. Esther se despidió de mí con un beso que tenía más dosis de compasión de la que hubiera deseado. Llegué al hotel y me metí en la cama. Tenía la esperanza de que los ruidos de la habitación de al lado volvieran a inspirarme, pero en esta ocasión escuché a la redactora llegar a su habitación sin compañía. Nada terminaba de salir bien esta noche. Apagué la tele, apagué la luz, se apagaron del todo mis ganas y volví a sentirme sola. Me puse a llorar sin saber por qué lloraba. Si por mi soledad, por María, porque nadie follaba en la habitación de al lado, por mi padre, por pena, porque yo tampoco follaba, porque el surfero culto me había ignorado o porque me daba la gana llorar. Yo qué sé por qué lloraba, yo qué sé qué me pasa. Solo quiero estar bien... Y no me sale.

Capítulo 6

E
sta semana tengo que pasarme por el estudio de fotografía a ver si hay algún trabajo. Me da igual que sea una sesión de ofertas para el Carrefour o una boda, pero este mes necesito más dinero para pagar el dentista de Mateo. Luisma ha puesto con un amigo una tienda de móviles que todavía no está dando demasiados resultados y lleva tres meses sin pasarme nada para los niños. Desde que conozco a Luisma, ha participado con distintos amigos en dos bares de copas, un videoclub, una empresa de mensajería y otra de limpieza. Los amigos con los que montó esos negocios dejaron de serlo, nunca ganó dinero con ninguno de ellos y cada vez que llegaba el momento del cierre le tenía en casa un mes deprimido.

Luisma es electricista de profesión, pero no le gusta. Sólo la ejerce entre un fracaso empresarial y otro y ésos son los únicos meses en los que gana algo de dinero. Ahora vive con mis suegros hasta que la tienda de móviles termine de ser rentable. Entonces alquilará un pisito y me pagará la pensión de los niños, incluidos los meses que me debe. Como plan está bien, incluso si me lo creyera, pero como el primer pago del aparato de los dientes de Mateo hay que hacerlo este mes, necesito que me salgan un par de trabajos. El estudio me paga bien por cada boda que hago, aunque ellos luego les cobran a los novios el triple de lo que yo gano. Yo me ocupo de seleccionar las fotos y entregarlas al estudio para que ellos monten los álbumes y cobren a los novios. Si retrato bodegones de ofertas (langostinos, berberechos, bragas, bicicletas...), me pagan por horas.

Alguna vez he pensado montármelo por mi cuenta, pero tendría que dejar el trabajo en la productora y hacer una inversión para un local, otra cámara, un ordenador y una impresora profesional que valen una pasta. Teniendo en cuenta los antecedentes de éxito empresarial de mi ex, es mejor no jugársela.

Desde el día del entierro de mi hermana no he vuelto a ver a mi cuñado Carlos y aunque no me apetece nada tengo que hacerlo. Me ha dejado algunos mensajes para que vaya a su casa a recoger un par de cajas en las que hay cosas para mí, sobre todo, fotos de familia, recuerdos, algunos descartes de las bodas que tanta gracia hacían a María. No tengo ganas de volver a su casa y tampoco creo que esté preparada para abrir esas cajas que me van a hacer más daño que otra cosa.

Carlos y yo nunca nos hemos llevado bien y María y Luisma tampoco. La cosa es que Carlos y Luisma no se soportaban y cada una de nosotras nos poníamos de parte de nuestros respectivos maridos. Esa circunstancia, a pesar de lo que pudiera parecer, nunca nos afectó ni lo más mínimo a María y a mí en nuestra relación. Lo de llevarse mal con el cuñado era un poco forzado, creo que tenía mucho de pose para complacer a nuestros maridos hablando mal de su rival. Carlos humillaba a Luisma pavoneándose con su éxito y su dinero y Luisma se defendía metiéndose con el físico de Carlos y su singular cojera de ambas piernas.

Mi madre me ha acompañado a casa de María. Mejor pasar el trago acompañadas. Mi cuñado, bastante desaliñado para lo que acostumbra, nos abre la puerta. Es sábado y hoy no abre la clínica, pero son casi las dos de la tarde y sigue en pijama. Es la primera vez en mi vida que le veo sin afeitar y así debe de llevar algunos días. Me sorprende descubrir que tiene la barba con muchas canas, al igual que el pelo, todavía sin peinar. Mi madre se sorprende mucho al ver con ese aspecto al más elegante de sus dos yernos.

—¡Jesús, María y José! ¡Estás horroroso!

—¡Mamá, por favor! —intento corregir su falta de diplomacia.

La verdad es que ver a Carlos así es impactante. Parece un vagabundo que se ha colado en esa casa tan lujosa.

—Pasad, pasad. ¿Queréis tomar algo?

—No, tranquilo. ¿Cómo estás tú? —le pregunto.

—¡Horroroso! —interrumpe mi madre, que sigue a lo suyo.

—Estoy jodido, la verdad —dice Carlos mientras se sirve un whisky, que no debe de ser el primero de esta mañana.

—Ya sabes que puedes venir a casa cuando quieras.

—Sí, sí, claro. ¿Qué tal los niños?

—Bien, hoy se han quedado con su padre.

—¡Qué jodio Luis Mariano! Si en el fondo es él el que tiene suerte.

—Si no te apetece, podemos llevarnos las cajas y abrirlas en casa.

—No, no os preocupéis. Están en el armario de la habitación del centro de la segunda planta. Subid y quedaos todo el tiempo que queráis.

Carlos se queda en el salón apurando el whisky mientras mi madre y yo subimos por las escaleras de la casa hasta llegar a la habitación del centro.

La casa es preciosa, lo sigue siendo. Los muebles, los cuadros, las telas y las lámparas mezclan estilo clásico y moderno con mucha clase. Todo combina a la perfección, desde una antigüedad a una mesa de diseño, desde una alfombra persa a otra lisa verde pistacho, todo parece fabricado para estar en ese lugar concreto de la casa. A mí la decoración se me da peor y a mi casa no termino de cogerle el punto. Las cosas que me gustan en las tiendas luego no pegan en mi casa. Una jarra de agua roja, por ejemplo, en mi casa parece robada. La misma mesa de diseño que hay en el pasillo del chalet de María en la mía quedaría fatal. Debería empezar por el principio y pintar todo de blanco, alisar definitivamente las paredes, cambiar el tapizado de los sofás. Lo de mi casa debería ser un cambio radical.

En el armario semivacío de la habitación del centro hay dos cajas de cartón de rayas de las que se compran, no de las que sobran de cuando te traen la compra. Mi madre y yo las sacamos del armario, las ponemos encima de la cama y respiramos hondo antes de abrirlas. En las dos hay álbumes de fotos, bolsas de plástico con sobres dentro, algunos anillos sin aparente valor que recuerdo habérselos visto puestos hace años, algunos discos de vinilo, más sobres con fotos, en casi todas estamos juntas María y yo.

Mi madre y yo vamos vaciando las cajas sin profundizar en su contenido. Encima de la cama se van mezclando los álbumes, los sobres, los recuerdos de una y otra caja. Comprendemos que si nos ponemos a mirar con detalle todo aquello se nos hará de noche, así que decidimos recogerlo y llevarlo a mi casa. Al volver a guardarlo todo en las cajas, mi madre repara en una foto concreta que hay junto a otras en un sobre. La saca y en ella aparecen María, mi padre y una señora pelirroja. La foto es reciente. Mi madre mira la foto por delante, por detrás, la levanta buscando la luz de la ventana, la acerca y la separa de sus ojos. Desde luego, está sorprendida.

—¿Quién es? —me intereso por la señora de pelo naranja que hay en la foto.

—Una muerta.

—¿Cómo que una muerta?

—Es Maite.

—¿Maite? ¿Maite, la de papá?

Maite fue una amante que tuvo mi padre cuando nosotras éramos pequeñas y el principal motivo de la separación de mis padres. Mi madre lo descubrió cuando la Guardia Civil llamó por teléfono a casa un sábado por la tarde para comunicar que mi padre había tenido un accidente en la Nacional V, a la altura de Navalcarnero, donde solía ir a comprar vino. Cuando mi madre llegó al hospital, descubrió a través del atestado de la Guardia Civil que en el coche, un Seat 128 Sport blanco, viajaba también una mujer llamada Maite. Lo de mi padre no fue muy grave, sólo una pierna rota y una brecha en la cabeza, pero Maite se debatía entre la vida y la muerte. Ella era camarera en el bar de abajo de mi casa, al que mi padre bajaba cada día a tomar café. Mi padre fue dado de alta a los dos días, pero Maite no pudo superar las heridas del accidente y falleció una semana después en el hospital. Aunque en aquella época la mayoría de mujeres no tomaba ese tipo de decisiones, mi madre dejó a mi padre y nosotras nos convertimos en las primeras niñas de padres separados de nuestro barrio.

—Es imposible, mamá.

—Te digo que es Maite.

—Pero si estaba muerta.

—La verdad es que ha envejecido fatal.

Si mi madre llevaba razón, Maite seguía viva y seguía viendo a mi padre. Y lo más sorprendente es que mi hermana María lo sabía. Ahí estaban los tres sonriendo a una cámara con la catedral de la Almudena al fondo.

En mi familia no pueden pasar cosas así. Mi familia es una familia normal y éstas son cosas que sólo pasan en las películas. No es normal que mi padre esté liado con una pelirroja muerta durante años y yo no me haya enterado. No puedo creer que mi hermana lo supiera y no me lo contara. A lo mejor se enteró hace poco y no le dio tiempo a contármelo. El único que puede aclararlo todo es mi padre.

Capítulo 7

L
levo un tiempo distanciada de Esther. Desde el viaje a Sevilla estoy enfadada con ella. Lo que hizo no estuvo bien. No me gustó su comportamiento en la cena del restaurante argentino. Sabía que no estoy pasando por mi mejor momento y me dejó tirada por un tío con el que se podía haber acostado cualquier otra noche. Ahora la veo menos porque definitivamente se ha metido en el programa de sketches y ha dejado Menudo Talento, que así se va a llamar el programa de niños artistas.

A Esther la ha sustituido como responsable de guión un tal Roberto, que por lo que he podido observar estas semanas es un tipo que se lo tiene más creído de lo aconsejable. Habla muy alto y tiene demasiado afán de protagonismo, aunque al parecer es un guionista de prestigio. Eso dicen, aunque muy bueno tampoco será si está en
Menudo Talento
.

Estos últimos días ando peleada con medio mundo. No sólo estoy distanciada de Esther, también de Luisma, que me tiene harta con su falta de madurez y sus sueños de empresario. Para colmo, Sornitsa casi no me dirige la palabra. Cuando mi asistenta búlgara y yo nos enfadamos deja de llamarme «Clarra» y se dirige a mí como «señorra». El motivo de su enfado esta vez es que su sobrina Ivanca quiere participar en
Menudo Talento
y pretende que yo hable con los jefes para ayudarla. Sornitsa no comprende que yo no puedo hacer nada, pero tampoco ha debido de reparar mucho en el aspecto de su sobrina. Ivanca tiene quince años, por lo que está dentro del límite de edad del concurso, que es hasta los dieciséis. Desde luego, es el único requisito que cumple para presentarse al programa. Ivanca medirá más o menos un metro cuarenta y cinco centímetros y debe de tener una talla 140 de sujetador. Tiene unas tetas tan grandes que te impiden mirarle a la cara con naturalidad. No se sabe bien en qué lugar tiene más vello, si en el bigote o en el entrecejo, pero ambas líneas de pelo forman dos rayas paralelas, una encima de sus ojos y la otra encima de sus labios. Los ojos los tiene bonitos, pero se pierden en un conjunto tan desigual. Es verdad que no canta mal, pero en búlgaro, porque en español mezcla las palabras y pronuncia con tantas erres que las canciones parecen una bronca: «¿Qué serrá, qué serrá, qué serráááá? ¿Qué serrááá de mi viiiida, que serrá?».

A pesar de eso tendré que ceder y llevarla al casting porque que Sornitsa esté enfadada conmigo no es algo menor. En teoría, yo soy la jefa, pero ella podría vivir sin mí mucho mejor que yo sin ella. Ojalá no me despida.

El enfado de Sornitsa, el distanciamiento de Esther, los impagos de Luisma y, sobre todo, el engaño de mi padre me tienen descolocada. No sé qué me molesta más: que no me contara lo de su amante o que se lo contara a mi hermana. Él nunca había hecho diferencias entre nosotras. Yo pensaba que eso era exclusivo de mi madre. Desde luego, tengo que hablar con él porque creo que merezco una explicación, pero antes de hacerlo necesito ver a Lourdes para contarle mis novedades familiares. Mi psicoanalista no es argentina, como casi todas, sino de Burgos. Debe de rondar los cincuenta, es altísima, suficientemente guapa y muy elegante. Al principio parece bastante distante para ser psicoanalista, aunque lo normal para ser de Burgos. Siempre va con ropa ancha, pantalones y camisas que parecen de hombre. Es morena, tiene los ojos grandes, la piel blanca y unas ojeras marrones que no consigue disimular bajo el maquillaje. Lo único que lleva en la cara, y no siempre, es una levísima raya en el ojo. Ahora estoy en el diván y ella está, como siempre, detrás de mí con el cuaderno azul en el que apunta mis sueños.

—Tú dirás qué es eso tan importante...

—Mi padre tiene una amante.

—¿Y?

—Que su amante estaba muerta.

—¿Qué?

—Que mi padre tiene una amante.

—Eso ya lo has dicho. Además, no es la primera vez que tiene una amante.

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