Los caracoles no saben que son caracoles (3 page)

BOOK: Los caracoles no saben que son caracoles
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—Hola, Clara.

—¡Hombre, Miguel! No te había visto.

—Siento lo de tu hermana. Me enteré hace unos días.

—Gracias.

—Vamos a trabajar juntos otra vez.

—Ya veo.

—Nos veremos mucho estos meses. Así podremos hablar.

—Claro, ya hablaremos.

—Por ejemplo, de por qué dejaste de llamar.

Así fue: le dejé de llamar sin darle ninguna explicación. ¿Qué iba a decirle si ni yo misma sé lo que me pasaba en esa época? Cuando rompí con Luisma me desequilibré. En un mismo día podía sumirme en una honda tristeza y a las pocas horas estar eufórica, deseando reír y con ganas de bailar. Bailar se me da bien desde pequeña y cuando estoy contenta bailo, con música o sin ella. En aquellos primeros meses como mujer separada tenía unas ganas terribles de estar con otro hombre que no fuera Luisma. Ganas y miedo, porque sólo imaginarme con otro me paralizaba. Yo siempre le fui fiel a Luisma. Desde que empezamos a salir hasta la separación nunca estuve con otro chico. A lo largo de todos esos años conocí a algunos que me gustaban, la mayoría compañeros de trabajo, pero nunca pasó nada con ninguno. Dos veces estuve a punto, pero al final me eché atrás. No tiene nada que ver con una cuestión de principios y no me siento especialmente orgullosa. Simplemente no lo hice. Es más, ahora mismo no sabría explicar por qué y si pudiera volver atrás seguro que hubiera sido infiel por lo menos una vez. Habría estado bien.

En el último año con Luisma nos acostaríamos cinco o seis veces como mucho. Cinco o seis sábados después de salir a cenar con otras parejas. Cinco o seis trámites que había que cumplir. Y hasta la próxima vez. En los últimos tiempos el sexo no era mucho y tampoco era bueno. No recuerdo cuánto tiempo estuve sin tener un orgasmo y si tuve alguno tampoco lo recuerdo. Después de dejarlo con Luisma tenía miedo a no saber besar. Ese era mi mayor miedo antes de estar con otro tío. Como cuando eres una adolescente. Hacía mucho tiempo que Luisma y yo no nos besábamos como se besan las personas que se desean. Es triste que alguien no sepa besar con más de treinta años, pero es más triste que se le haya olvidado.

Sevilla me parece una ciudad preciosa y aunque nos pasemos la mayor parte del tiempo en un plató que está en un polígono industrial a las afueras de la ciudad, por las noches cenamos por el centro y ya tengo fotos en la Giralda, la Torre del Oro, la Catedral y la Maestranza.

Los castings de los niños artistas avanzan con la crueldad normal. Niños riquísimos que no saben cantar, niños espantosos que sí saben, madres que protestan porque dicen que el jurado ha cometido una injusticia con su hija, la hija que acaba llorando, la abuela que se emociona al ver a su nieto bailar
El lago de los cisnes
. Lo normal. Llevo tres días aquí y con tanto niño, echo mucho de menos a los míos. Me acuerdo de ellos, pero también me acuerdo de mí cuando era pequeña y de mi madre y de María. En la mayoría de los casos las madres que llevan a sus hijas a hacer un casting para que salgan en la tele cometen un error. La mayoría no son objetivas y piensan que su niña tiene algo especial que casi nunca tiene. Otras madres ven en sus niñas una oportunidad para ganar un dinero fácil que les saque de ese lugar en el que no quieren seguir. Muchas simplemente lo hacen para que vivan una experiencia. Lo que sucede casi siempre es que el dinero nunca llega y la experiencia suele ser frustrante. Salvo excepciones, los castings no son una buena cosa para un niño. A mí las madres que llevan a sus hijas a hacer una prueba me caían muy mal, me provocaban un gran rechazo y yo, que nunca discuto en el trabajo, siempre que tenía que trabajar en un casting infantil acababa a gritos con más de una. Era un problema que tuve que hablar con Lourdes, mi psicóloga.

—Esas madres humillan a sus hijos, los utilizan como mercancía.

—¿Tú crees que los humillan?

—Por supuesto. Ponen en ridículo a los niños y a las niñas pensando que van a salir de pobres.

—¿Tú crees que es para eso?

—Si no es para ganar dinero, lo que querrán es que su niñita sea famosa para presumir delante de las vecinas.

—¿Tú crees que no hay ninguna otra razón?

—No hay razones que valgan. Joden a las niñas obligándoles a hacer cosas que en el fondo no quieren hacer.

—¿Tú crees?

—¡Joder, Lourdes! Deja de preguntarme si creo lo que creo. Te lo estoy diciendo: detesto a esas madres.

—Vale, vale. Es que a mí hay algo de esas madres que me gusta.

—¿Cómo?

—¿Tu madre te hubiera llevado a ti a un casting?

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Tú bailabas bien, te podría haber llevado.

—En mi época no había castings.

—¿Te habría llevado o no?

—No.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—No te habría llevado porque, según tú, tu madre pensaba que eras una niña gorda.

—Un poco gorda sí estaba, la verdad.

—La diferencia es que esas madres que tanto detestas creen que sus hijas son maravillosas.

Capítulo 5

D
esde que llegamos estoy evitando a Miguel. Durante el día le veo poco y lo que hablamos tiene que ver exclusivamente con los castings. Por las noches, cuando cenamos todo el equipo, me siento en el otro extremo de la mesa para no coincidir. Sé que tengo que hablar con él, pero todavía no es el momento.

Llevo tres noches en Sevilla y las dos primeras me sirvieron para leerme unas cuantas revistas. Para mí, devorarme el
¡Hola!
sola en la cama antes de dormir es uno de los mayores placeres de la semana. Anoche, sin embargo, dediqué la media hora antes de dormir a otro tipo de placer igual de solitario. Hacía meses que no lo hacía y era ya más una cuestión de necesidad. Estaba a punto de quedarme dormida cuando escuché que una redactora que duerme en la habitación de al lado llegaba con compañía. Las risas mientras abrían la puerta me desvelaron y aunque al principio me enfadé un poco, me pareció divertido escuchar lo que sucedía al otro lado del tabique. Intentaba a través de las voces averiguar quién era él, porque seguramente se trataría de alguien del equipo, pero no lo identifiqué. Las voces y las risas cesaron y después de unos minutos de silencio en los que supongo que andarían en los preliminares, volví a escuchar a la redactora. Primero bajito, luego un poquito más alto y después gritando sin complejos. Fue corto, pero de final muy intenso. Después otra vez el silencio y a los pocos minutos otra vez los jadeos de la redactora, que iba definitivamente a por el segundo. Que a él no se le oyera me hacía imaginar lo que ocurría y esa imagen me excitaba mucho. Cuando la redactora por fin tuvo el segundo, lo mío tampoco tenía ya vuelta atrás. Muy poco después mi vecina empezó otra vez, pero ahora los jadeos también eran de su amigo. La cama empezó a moverse y a golpear con un ritmo acompasado en mi tabique. El mismo ritmo cogí yo y no lo abandoné hasta el final. Fui la primera en terminar, después acabó la redactora por tercera vez y después el chico. Lo de anoche fue lo más parecido a un trío que he hecho en mi vida. El amigo sin identificar se fue pronto de la habitación y me dieron ganas de salir yo también a la puerta para despedirle. Me lo pasé tan bien que me he activado para esta noche y estoy deseando que me salga un plan.

Esther quiere que hoy pasemos del equipo de la productora y nos vayamos las dos a cenar a un restaurante argentino con dos amigos suyos que vienen esta noche desde Cádiz. En realidad, ella conoce sólo a uno de ellos, con el que se acuesta un par de veces al mes. El otro es un amigo que viene para que seamos pares. Todo muy evidente. El amigo del amigo, según Esther, debe de ser un cañón. No tiene ninguna prueba, salvo que practica surf en Tarifa. «Nena», me dice, «¿tú has visto alguna vez a un surfero que no esté bueno?».

Mientras me maquillo para salir esta noche con el amigo surfero del amigo de Esther vuelvo a pensar en mi hermana María. Ha pasado un mes desde su muerte y me acuerdo de ella mil veces al día, mientras trabajo, cuando me río, cuando me enfado, al jugar con los niños. Su recuerdo y mi tristeza están ahí todo el rato, pero cuando verdaderamente me parece estar con ella es mientras me maquillo cada día delante del espejo. Es casi una alucinación y durante ese ratito no estoy triste. La raya de mi ojo se la pinto a ella, mi corrector corrige sus ojeras y mi pintalabios intensifica el rosa de los suyos. Ese rato de locura me asusta un poco, pero me gusta tanto que de momento no se lo voy a contar a Lourdes. No me lo vaya a fastidiar con la terapia.

Esta noche me apetece el plan de la cena de parejas y esa cita casi a ciegas con el surfero. Estoy guapa y más delgada porque en el último mes he perdido mucho peso. Me gustaría que María me viera con dos tallas menos, aunque si ella no hubiera muerto, no las habría perdido. Ese pensamiento no me deja nada bien. Ese sí tendré que hablarlo con Lourdes.

En mi vida no ha habido muchos hombres. Besé a tres chicos antes de conocer a Luisma. Les besé y me tocaron las tetas, pero no les dejé pasar a mayores. Yo, por supuesto, nunca toqué a aquellos tres adolescentes en ningún otro sitio que no fuera el cuello. María me enseñó que a los chicos hay que tocarles la nuca mientras les besas y eso hacía yo. Con una mano tocaba sus nucas y con la otra les impedía subir más arriba de los muslos y más abajo de mi ombligo. Eso era lo que había que hacer, no fuera a pensar el chico de los granos que yo era una cualquiera. El cuarto adolescente al que besé fue Luisma y con él estuve hasta hace un par de años.

Esa escasísima variedad de hombres la pagó Miguel, que fue el primero con el que estuve después de dejar a Luisma. Miguel y yo fuimos los últimos que nos quedamos en una fiesta final de no me acuerdo qué programa. Bebimos más de la cuenta y antes de que cerraran la discoteca nos enrollamos en uno de sus sillones. Después de un beso de lo más excitante me propuso ir a su casa. Yo acepté como mujer adulta e independiente que soy y allí que nos fuimos. En el taxi no paramos de besarnos y tocarnos. No me acordaba de la última vez que había estado tan excitada. A pesar de su cordón de oro en el cuello y su conjunto de pantalón de tergal marrón y su camisa de manga corta beige de cuadros a juego, Miguel era un hombre y en ese momento con eso era más que suficiente.

Hasta que salimos del taxi todo iba bien, pero cuando abrió la puerta de su casa y empezó a desnudarme nada más cerrar me puse muy nerviosa.

Tanto que la excitación fue dejando paso a una especie de ataque de pánico que acabó en una risa compulsiva y estúpida que no podía controlar. El pobre Miguel pensó que me estaba riendo de él y paró cuando estaba a punto de desabrocharme el sujetador. Le dije que me disculpara, que estaba muy nerviosa, y él, amablemente, me dio un par de minutos de tregua. Cuando volvió a besarme el cuello, en vez de excitarme me hizo cosquillas y empecé otra vez a reírme, algo que a Miguel ya sí empezó a molestarle de verdad. Paró en seco y me invitó a sentarnos en el sofá para que me tranquilizara un poco. Pasaron los nervios, pero la relajación hizo más evidente que esa noche había bebido más de la cuenta y empecé a marearme un poco. El estómago se me fue revolviendo mientras Miguel ponía un poco de música. Intenté ocultar mi malestar para que él no pensara que yo era una imbécil, que en realidad era exactamente lo que estaba pareciendo. Él puso un CD que no recuerdo y se sentó junto a mí para reiniciar nuestro encuentro. Mi cabeza daba muchas vueltas, pero nada comparable a las que daba mi estómago. Miguel estaba a punto de acercarse de nuevo para besarme con su cara de bueno cuando todas las copas de más que había tomado esa noche se hicieron presentes en forma de vómito. Le puse perdida su alfombra, sus zapatos y sus pantalones de tergal marrones. Después empecé a llorar. Miguel tardó en rehacerse, pero lo hizo con dignidad. Sin decir nada, se levantó, cogió un cubo y una fregona y comenzó a recoger todo aquello mientras venía el taxi que me pidió por teléfono. Yo no paraba de llorar y de decir que lo sentía y él no paraba de decir que no me preocupara. Esa noche Miguel se portó conmigo como un caballero. Esa y las otras que vinieron después.

Esther está llamando a la puerta de la habitación para irnos a cenar al argentino, yo estoy a medio vestir y todavía no he llamado a Sornitsa para que me dé el parte diario. Quiero hablar con los niños antes de que se duerman. Siempre que el teléfono suena en casa lo coge Pablo.

—¿Diga?

—Hola, Pablo. Soy mamá.

—¡No estás!, ¿sabes?

—Claro, cariño, sigo de viaje.

—¿Cuándo vienes?

—Pasado mañana.

—Hoy ha venido el abuelo y le he marcado un gol.

—Muy bien, cariño. Eres un campeón. Dile a Mateo que se ponga y acuéstate pronto que mañana hay colé.

—Hola, mamá.

—Hola, Mateo, ¿qué tal, cariño?

—Bien. Hoy ha venido el abuelo a vernos.

—¿Y qué tal?

—Ha jugado al fútbol con Pablo, pero luego se ha hecho mucho daño y se ha tenido que ir.

—¿Cómo que se ha hecho daño?

—Sí. Cuando me iba a enseñar a patinar me ha dicho que le dolía una pierna y que ya me enseñará otro día. Y le dolía mucho, mamá, porque se ha puesto a llorar.

—No pasa nada, hijo, seguro que ya se le habrá pasado.

—Yo le he dicho que se tome Dalsy.

—Claro, vida, entonces ya se ha curado.

Cuando cuelgo me pongo a llorar otra vez pensando en lo mal que lo está pasando mi padre. Esther me dice que si no me apetece no salimos, pero que el plan de los gaditanos me va a venir bien. Pronto me animo al escuchar a mi amiga. «Termina de arreglarte y píntate otra vez los ojos que esta noche se te tiene que correr algo más que el rímel».

No soy una gran lectora y eso me hace sentir un poco culpable. Cuando en cualquier conversación aparece el tema libros, no suelo estar a la altura. Lo que compro habitualmente son
best-sellers
y, siendo sincera, la mayoría no me los acabo. Además, los que logro terminar se me olvidan y a los pocos meses no me acuerdo ni de lo que iban. Naturalmente, conozco el nombre de los autores más importantes y suelo relacionarlos con sus obras, pero con eso aguanto un par de minutos de charla literaria. Transcurrido ese tiempo, desaparezco de la conversación, no vayan a notarse del todo mis carencias culturales. Así me pasé toda la noche en la cena del argentino: desaparecida. Esther, su amigo y el surfero se la pasaron hablando de libros. Lo último que yo me esperaba. Desde el Premio Planeta hasta la poesía de Neruda, pasando por un montón de escritores de los que no me sonaba ni el nombre.

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