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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Los Cinco en el cerro del contrabandista (16 page)

BOOK: Los Cinco en el cerro del contrabandista
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Julián apretó firmemente los labios. Si el señor Lenoir iba a contárselo todo a Block (que con seguridad era cómplice de todo ello), él no diría nada más al señor Lenoir.

—Voy a ver qué piensa Block de todo esto y, luego, si no podemos resolver solos este asunto, llamaremos a la policía —dijo el señor Lenoir saliendo de la habitación.

Julián no quería decir nada más delante de la señora Lenoir; por eso, cambió completamente de tema.

—¿Qué hay del desayuno? —preguntó—. Me siento hambriento.

Todos fueron a desayunar; pero Maribel no pudo tragar ni un bocado, porque no hacía más que pensar en
Hollín
.

—Estoy pensando… —dijo Julián cuando se encontraron solos en la mesa— que deberíamos intentar solucionar algo del misterio por nuestra cuenta. Me gustaría, en primer lugar, hacer una inspección detenida en la habitación de tu padre,
Jorge
. Debe de haber algún otro camino para salir de ella, además del pasadizo secreto que conocemos.

—¿Qué crees que ocurriría allí la noche pasada? —inquirió Dick.

—Creo que
Hollín
se escondió en ella, esperando que le fuera posible colarse por el pasadizo secreto, tan pronto como tío Quintín se hubiese dormido —contestó Julián, pensativo—. Y, mientras estaba escondido, alguien penetró en la habitación por alguna parte, para secuestrar a tío Quintín. No sé por qué motivos lo haría, pero eso es lo que yo creo. En ese momento, asustado,
Hollín
se pondría a gritar, y alguien le daría un golpe en la cabeza para aturdirle, o algo por el estilo. Entonces, él y tío Quintín debieron ser secuestrados juntos y sacados por algún paso secreto que no conocemos.

—Sí —afirmó Jorgina—, y sería Barling el que los secuestró. Yo oí claramente que
Hollín
gritaba: «¡Señor Barling!» Debía de haber encendido su linterna y pudo verle.

—Seguramente están escondidos en algún rincón de la casa de Barling —dijo de repente Ana.

—¡Sí! —respondió Julian—. ¿Por qué no habré pensado en eso? ¡Claro que sí! Ahí es donde deben hallarse… Tengo muchas ganas de bajar y echar un vistazo.

—¡Oh, déjame ir contigo! —imploró Jorgina.

—No —dijo Julian—. De ninguna manera. Es una aventura arriesgada, y el señor Barling es un hombre malo y peligroso. Ni tú ni Maribel debéis venir. Iré con Dick.

—¡Qué pusilánime eres! —exclamó Jorgina, y sus ojos lanzaron destellos de furia—. ¿No valgo yo tanto como un chico? Yo pienso ir con vosotros.

—Bien, pues si vales tanto como un chico, cosa que admito, podrías quedarte y vigilar a Ana y a Maribel… No queremos que las secuestren también.

—¡Oh, no vayas,
Jorge
! ¡Por favor! —imploró Ana—. ¡Quédate con nosotras!

—De todas formas, me parece una locura ir —dijo Jorgina—. El señor Barling no os dejará entrar. Y si conseguís entrar, no podréis descubrir todos los lugares secretos de la casa. Debe de haber tantos como aquí, si es que no hay más.

Julián, en el fondo, pensaba que Jorgina tenía razón. Pero, de todas formas, valía la pena intentarlo.

Él y Dick salieron después del desayuno y fueron a casa del señor Barling. Pero, cuando llegaron, vieron que toda la casa estaba cerrada. Nadie contestó a sus timbrazos y golpes. Las cortinas estaban corridas delante de las ventanas y no se veía salir humo por la chimenea.

—El señor Barling se ha ido de vacaciones —dijo el jardinero que trabajaba en el jardín vecino—. Se ha ido esta mañana, en su coche. Todos sus criados están de vacaciones también.

—¡Oh! —exclamó Julián con voz apagada—. ¿Había alguien con él en el coche? Me refiero a un hombre y un muchacho.

El hombre pareció extrañado y denegó con la cabeza.

—No. Iba solo y conducía él mismo.

—Gracias —contestó Julián, y regresó hacia el «Cerro del Contrabandista».

Todo esto era muy extraño. ¡El señor Barling había cerrado la casa y se había ido sin sus prisioneros! Pues, ¿qué había hecho de ellos? Y ¿por qué había secuestrado a tío Quintín? Julián recordó que el señor Lenoir no había expuesto ninguna razón para ello. Quizá sabía alguna, pero no la había querido decir. No había forma de entender todo esto.

Entre tanto, Jorgina había estado investigando por su cuenta. Se había deslizado hasta la habitación de tío Quintín y había mirado bien por todas partes, para ver si por casualidad existía algún otro pasadizo que
Hollín
no conociera. Había golpeado las paredes. Había levantado la alfombra y examinado atentamente el suelo con gran minuciosidad. Había intentado, de nuevo, salir por el armario, deseando poder penetrar en el pasadizo secreto y hallar a
Tim
. Abajo, la puerta del estudio estaba cerrada de nuevo, y no se atrevió a contar lo de
Tim
al señor Lenoir, y pedir su ayuda.

Jorgina estaba ya a punto de abandonar la tranquila habitación, cuando vio brillar algo por el suelo, cerca de la ventana. Se inclinó para recogerlo. Era un tornillo. Miró por todas partes. Buscaba de dónde provenía. Al principio no vio en ningún sitio tornillos del mismo tamaño. Luego sus ojos tropezaron con el asiento de la ventana. Allí había tornillos, tornillos que sujetaban el asiento de madera a su soporte. ¿Provenía el tornillo del asiento situado junto a la ventana? ¿Y por qué había de ser de allí? Los demás estaban bien atornillados. Los examinó atentamente. De repente se le escapó un grito.

«¡Falta uno! —pensó—. El de en medio de uno de los lados. Es menester que piense…»

Recordó la pasada noche. Recordó que alguien se había introducido mientras ella estaba escondida debajo de la cama y que había estado manipulando algo junto a la ventana, inclinado sobre el asiento. Recordaba ahora los pequeños ruidos: sonidos metálicos y ligeros roces. ¡Eran los tornillos al ser atornillados en el asiento!

«Alguien puso los tornillos al asiento la noche pasada y, en la oscuridad, uno de los pequeños tornillos se le cayó —pensó Jorgina, que empezaba a sentirse excitada—. ¿Por qué puso los tornillos? ¿Para ocultar algo? ¿Qué habrá en el asiento de la ventana? Suena como si estuviera hueco. Nunca se había levantado. Lo sé. Siempre lo vi fijo, lo sé. Lo sé, porque yo creí primero que era un sitio para guardar cosas, como uno que hay en mi casa debajo de un asiento. Pero aquí la tapa estaba siempre fija.»

Jorgina se sintió segura de que por fin había encontrado algo interesante. Debía haber algún lugar secreto debajo del banco de la ventana. Salió corriendo en busca de un destornillador. Encontró uno y regresó velozmente.

Cerró la puerta con llave tras de sí, por si venía Block. ¿Qué iba a encontrar al levantar el asiento de la ventana? La impaciencia se la comía.

CAPÍTULO XVIII

Curiosos descubrimientos

Cuando acababa de destornillar el último tornillo, se oyó un golpe en la puerta. Jorgina se sobresaltó. No contestó, temiendo que fuese Block o el señor Lenoir.

Luego, con gran alivio por su parte, oyó la voz de Julián:

—¡
Jorge
!, ¿estás aquí?

La niña se apresuró hacia la puerta y la abrió. Los chicos entraron. Parecían muy sorprendidos. Maribel y Ana los seguían. Jorgina cerró la puerta y pasó el cerrojo.

—El señor Barling se ha ido y ha cerrado la casa —explicó Julian—. Así estamos. Pero, ¿que estás haciendo,
Jorge
?

—Desatornillando este asiento —contestó Jorgina, y les contó lo del tornillo encontrado en el suelo. Todos se apiñaron en torno a ella con gran inquietud.

—¡Bravo,
Jorge
! —dijo Dick—. Déjame que acabe de destornillar.

—¡No, gracias, esto es trabajo mío! —dijo Jorgina. Quitó el último tornillo. Luego levantó el borde del asiento. Éste salió como una tapadera.

Todos miraron hacia adentro muy asustados. ¿Qué verían? Con gran sorpresa y desilusión, se encontraron tan sólo con un cajón vacío. El asiento de la ventana era como un cajón, con la tapa atornillada para que la gente se sentase en ella.

—¡Qué desengaño! —dijo Dick. Cerró de nuevo la tapadera—. Creo que en realidad no oíste a nadie atornillar la tapadera,
Jorge
. Debiste de imaginarlo.

—No, no lo imaginé. —Abrió de nuevo la tapadera y se metió dentro de aquella especie de cajón que formaba el asiento de la ventana y pateó y presionó con el pie.

De repente se oyó un chasquido y el fondo de aquella especie de cajón cayó de lado como si fuera una trampa que girara sobre sus goznes.

Jorgina, perdiendo apoyo bajo sus pies, dio un grito y se agarró al borde. Quedó un momento colgando y luego, con una contracción de músculos, consiguió saltar afuera. Todos miraron hacia abajo en silencio.

En el fondo había un boquete con una profundidad de unos dos metros y medio. Esa profundidad parecía ensancharse y juntarse a un pasadizo secreto, que desembocaba en uno de los túneles subterráneos, por los que toda la colina estaba minada. ¿Acaso condujera hasta la casa del señor Barling?

—¡Mirad eso! —indicó Dick—. ¿Quién hubiese podido pensar semejante cosa? Juraría que ni el viejo
Hollín
conocía este camino.

—¿Bajamos? —preguntó Jorgina—. Vamos a ver adonde conduce. Quizás encontremos a
Tim
.

Se oyó que alguien forcejeaba en la puerta. Estaba cerrada. Luego la golpearon con impaciencia y una voz enfadada gritó ásperamente.

—¿Por qué está cerrada esta puerta? ¡Abrid en seguida! ¿Qué estáis haciendo aquí?

—¡Es mi padre! —susurró Maribel, con los ojos muy abiertos—. Mejor será que abra la puerta…

Jorgina cerró la tapa del asiento de la ventana sin hacer ruido. No quería que el señor Lenoir viera su último descubrimiento. Cuando se abrió la puerta, el señor Lenoir vio que los niños estaban allí de pie o sentados en el asiento de la ventana.

—He tenido una buena charla con Block —dijo— y, tal como yo creía, no sabe absolutamente nada de todo lo que está ocurriendo por aquí. Quedó muy extrañado al oír lo de las señales lanzadas desde el torreón. Pero no cree que sea el señor Barling. Cree que puede ser un complot en contra mía.

—¡Ah! —disimularon los niños, sin dar mucho crédito a las palabras de Block, como por el contrario parecía hacerlo el señor Lenoir.

—Todo esto ha angustiado mucho a Block —dijo el señor Lenoir—. Se siente enfermo y le he dicho que se fuera a descansar hasta que se decida lo que vamos a hacer.

Los niños comprendieron que Block no debía angustiarse con tanta facilidad. Todos sospecharon rápidamente que Block no se iría a descansar, sino que se escabulliría para arreglar sus propios asuntos.

—Tengo una ocupación urgente en estos momentos —dijo el señor Lenoir—. He llamado a la policía, pero, por desgracia, el inspector no estaba. Me llamará en cuanto regrese. ¿Podéis quedaros sin hacer disparates hasta que yo acabe mi trabajo?

Los niños pensaron que aquélla era una pregunta tonta. No contestaron. El señor Lenoir sonrió. De repente, se rió brevemente y se fue.

—Voy hasta la habitación de Block a echar un vistazo y veremos si está realmente en ella —dijo Julián, en cuanto perdieron de vista al señor Lenoir.

Fue hacia el ala del edificio en que se encontraban las habitaciones del servicio y se paró, sin hacer ruido, junto a la de Block. La puerta estaba ligeramente entreabierta y Julián podía ver a través de la rendija. Vio el bulto del cuerpo de Block en la cama y la mancha oscura que formaba su cabeza. Las persianas estaban corridas, para mantener la habitación a oscuras, pero en la semioscuridad se percibía todo esto.

Julián corrió junto a los demás.

—Sí, ¡está en su cama! —dijo—. Está seguro durante un rato. ¿Qué os parece si bajáramos por el boquete del asiento de la ventana? Me gustaría muchísimo saber adonde conduce.

—¡Oh, sí! —exclamaron todos.

Pero no era cosa fácil saltar unos dos metros y medio sin magullarse demasiado. Julián pasó primero y sintió que la sacudida era muy fuerte. Gritó a Dick:

—Tendremos que hallar un pedazo de cuerda y atarla a alguna parte y dejarla colgando por el boquete. Es peligroso soltarse desde tanta altura.

Pero cuando Dick iba a salir a buscar la cuerda, Julián volvió a gritar.

—¡No hace falta ya! He descubierto algo. Hay huecos excavados en las paredes del hoyo. En ellos podéis apoyar los pies o las manos. No los vi antes. Podéis utilizarlos para bajar.

Así pues, todos bajaron, uno tras otro, palpando en busca de los huecos. Jorgina falló uno o dos y se quedó colgando hasta que por fin se dejó caer en el último trecho. Pegó contra el suelo, pero no se hizo daño.

Tal como pensaban, el boquete conducía a otro pasadizo secreto de la mansión, pero éste descendía en línea recta, formando escalones. Así es que pronto se encontraron muy por debajo del nivel de la casa. Luego llegaron al laberinto de túneles que minaba la colina. Allí se detuvieron.

—¡Ved! Me parece que no podemos seguir adelante —dijo Julian—. Nos perderíamos. No traemos con nosotros a
Hollín
ahora, y Maribel no conoce el camino. Sería peligroso andar por aquí.

—¡Escuchad! —dijo de repente Dick en voz baja—. Viene alguien.

Podían oír el ruido hueco de los pasos que se acercaban por un túnel lateral a la izquierda de ellos. Todos se retiraron hacia la oscuridad y Julián apagó su linterna.

—Son dos hombres —comentó Ana cuando dos personas salieron del túnel cercano. Uno era alto y delgado. El otro… ¡el otro con seguridad era Block! Si no era Block, era su doble.

Los dos hombres hablaban en voz baja. Dialogaban. ¿Cómo podía ser Block si aquel hombre oía tan bien? Además, Block estaba durmiendo en su cama. No habrían transcurrido diez minutos desde que Julián lo vio allí.

«¿Existirían, pues, dos Block?», pensó Jorgina, como había pensado ya en otra ocasión.

Los hombres desaparecieron en otro túnel, y la luz brillante de sus linternas se extinguió progresivamente. Todavía llegaba hasta ellos el eco apagado de sus voces.

—¿Los seguimos? —sugirió Dick.

—Claro que no —dijo Julian—. Podríamos perderlos y extraviarnos. ¿Y si de repente se dan la vuelta y nos encuentran? ¡Menudo susto!

—Estoy segura de que el primero era el señor Barling —dijo Ana—. No pude ver su cara, porque la luz de su linterna no la iluminaba, pero parecía ser el señor Barling, ¡tan alto y desgarbado!

—Pero el señor Barling se ha marchado —dijo Maribel.

—¡Se supone que se ha marchado! —repuso Jorgina—. Es posible también que haya regresado. Desde luego parecía él. Me gustaría saber adonde iban esos dos. A ver a mi padre y a
Hollín
, seguramente, ¿no os parece?

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