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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Los Cinco en el cerro del contrabandista (20 page)

BOOK: Los Cinco en el cerro del contrabandista
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CAPÍTULO XXII

Todo acaba bien

Pero, ¿qué se podía hacer? En el colmo de la desesperación, todos miraban al pobre
Tim
, debatiéndose con todas sus fuerzas en el barro que lo estaba engullendo.

—¡Se hunde! —sollozó Ana.

De pronto, se oyó el ruido sordo de unas ruedas, cuesta arriba, por el camino de la colina. Era una camioneta con una carga de mercancías: carbón, tablones, maderos y sacos de diversas cosas. Jorgina lo llamó a gritos.

—¡Pare! ¡Pare! ¡Ayúdenos! ¡Nuestro perro está en el pantano!

La camioneta se detuvo. El padre de Jorgina miró las cosas que había en ella. En un santiamén, él y Julián sacaron de la camioneta algunos tablones, los lanzaron sobre el pantano y, utilizándolos como punto de apoyo, entre los dos alcanzaron al pobre
Tim
, que se hundía.

El conductor de la camioneta saltó de su asiento para prestarles ayuda. Puso algunos tablones más, entrecruzados con los que ya estaban sobre el pantano, para que formaran un camino más seguro, puesto que los primeros ya empezaban a hundirse en el barro.

—Tío Quintín ya ha alcanzado a
Tim
y lo está sacando. ¡Ya lo tiene! —gritó Ana.

Jorgina se había dejado caer al borde de la carretera y estaba muy pálida. Comprendió que
Tim
no sería ya engullido, pero se sentía mal a causa de la emoción y el alivio.

Resultaba una tarea difícil el liberar a
Tim
, porque el barro era espeso y lo engullía con fuerza. Pero por fin estuvo a salvo y corrió por las tablas que se hundían, intentando mover su rabo lleno de barro.

A pesar de que estaba tan cubierto de barro, Jorgina lo rodeó con sus brazos.

—¡Oh,
Tim
, qué susto más grande nos has dado! ¡Qué mal hueles! ¡Pero eso no importa! ¡Creía que te había perdido! ¡Pobre, pobrecito
Tim
!

El conductor de la camioneta contemplaba tristemente sus tablones, que se hundían en el barro.

El tío Quintín, que se encontraba muy estrambótico con su pijama y su manta, se dirigió a él.

—No llevo encima ningún dinero en este momento, pero si pasa usted por el «Cerro del Contrabandista», le gratificaré bien por sus perdidos tablones y por su ayuda.

—Yo sirvo carbón a la casa vecina al «Cerro del Contrabandista» —dijo el hombre ojeando el curioso atavío del tío Quintín—. Quizá no les venga mal a ustedes un poco de ayuda. Hay mucho sitio en la parte posterior de mi camioneta.

Estaba obscureciendo y la niebla espesaba. Todos se sentían cansados. Agradecidos, montaron en la camioneta y ésta se puso en marcha hacia Castaway. Pronto llegaron al «Cerro del Contrabandista» y descendieron del vehículo. De repente se sentían todos como envarados.

—No puedo detenerme ahora. Pasaré a verlos mañana. ¡Buenas tardes a todos!

El grupito se decidió a tocar el timbre. Sara acudió presurosa a abrir la puerta. Casi se cayó de espaldas por la sorpresa que tuvo, al verlos a todos allí plantados.

—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡Habéis regresado todos! ¡Cuánto se alegrarán el señor y la señora Lenoir…! Habían avisado a la policía, que os busca por todas partes. Han descendido a los pasadizos secretos y han ido a casa del señor Barling y…

Tim
se paseó fanfarronamente por el recibidor. El barro se le iba secando encima, de manera que presentaba un aspecto muy peculiar. Sara dio un grito.

—¿Qué es eso? ¡Si no puede ser un perro!

—¡Ven aquí,
Tim
! —dijo Jorgina, que recordó de pronto que el señor Lenoir odiaba a los perros—. Sara, ¿querrá usted tener al pobre
Tim
en la cocina? No puedo echarlo a la calle… No puede usted imaginar lo valiente que ha sido.

—¡Dejadlo estar! —dijo su padre, impaciente por tanta charla—. Seguro que Lenoir podrá soportar a
Tim
por unos minutos.

—¡Oh, lo tendré con placer! Le daré un baño. Es lo que él desea. El señor y la señora Lenoir están en la salita. ¡Oh!, señor, ¿quiere que le dé algo con qué vestirse?

El grupito entró y se dirigió hacia la salita, mientras
Tim
, dócilmente, seguía a la emocionada Sara a la cocina. El señor Lenoir oyó hablar y abrió de par en par la puerta de la salita.

La señora Lenoir se abalanzó sobre
Hollín
, con los ojos llenos de lágrimas. Maribel lo acariciaba con su manecita, como si fuera un perrito. El señor Lenoir se frotó las manos, palmoteo a todos en la espalda y dijo:

—Bien, bien, ¡qué alegría verlos a todos sanos y salvos! Bien, bien, ¡qué historia tendréis para contar! ¡Estoy seguro de ello!

—Es una historia extraña, Lenoir —respondió el padre de Jorgina—. Muy extraña. Pero antes de contarla, tengo que cuidarme de mis pies. He andado varios kilómetros sobre mis pies descalzos, y ahora me duelen mucho.

Y así, entre fragmentos de la historia referidos por unos y otros y toda la gente de la casa rodeándolos con animación, se obtuvo agua caliente para bañar los doloridos pies de tío Quintín, un batín, también para él, alimentos para todos y bebidas calientes. Era realmente un momento lleno de emoción y, ahora que todos los temores habían desaparecido, los niños se sentían muy importantes al tener tantas cosas que contar.

Entonces entró la policía y, naturalmente, el inspector hizo muchas preguntas. Todos querían contestar a la vez, pero el inspector ordenó que sólo el padre de Jorgina,
Hollín
y Jorgina contaran lo ocurrido. Ellos eran los que más sabían sobre la cuestión.

El señor Lenoir, que pareció quedar muy sorprendido cuando se enteró de cómo el señor Barling se había ofrecido a comprar los planos para desecar el pantano y cómo había aceptado abiertamente el hecho de ser un contrabandista, se reclinó hacia atrás, incapaz de proferir una palabra.

—¡Está loco, eso es seguro! —exclamó el inspector de policía—. ¡No parece pertenecer al mundo actual!

—¡Es lo que le dije yo! —intervino
Hollín
—. Le dije que debería haber vivido cien años atrás.

—Más de una vez hemos intentado atraparlo haciendo contrabando —dijo el inspector—, pero es un artista en su oficio. ¡Qué curioso es que haya colocado aquí a Block como espía, señor! Ha sido un trabajo inteligente. Y Block ha estado usando la torre para hacer señales desde ella. ¡Qué valor! ¿De modo que Block no es sordo? También esto ha sido un truco inteligente: mandarlo aquí como si fuese sordo como una tapia, de manera que pudiese enterarse de muchas cosas sin que nadie se diese cuenta.

—¿No creen ustedes que deberíamos hacer algo con respecto a Block, al señor Barling y al otro? —preguntó Julián de repente—. Por lo que sabemos, podemos suponer que aún están rondando por este enorme lío de túneles. Además, sabemos también que dos de ellos han sido mordidos por
Tim
.

—Sí, bien se puede decir que ese perro ha salvado vuestras vidas —dijo el inspector—. ¡Ha sido una suerte! Siento que no le agraden a usted los perros, señor Lenoir, pero estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo en que ha sido una suerte que el chucho estuviese allí.

—Sí, sí, lo ha sido —confirmó el señor Lenoir—. Claro que Block tampoco quiso nunca perros aquí. Seguramente temía que al ladrar delataran sus extrañas idas y venidas. Y ¿dónde está ahora ese maravilloso perrito? No me importaría verlo durante un minuto, a pesar de que odio los perros y los odiaré siempre.

—Voy a buscarlo —dijo Jorgina—. Espero que Sara habrá hecho lo que prometió y lo habrá bañado. ¡Estaba llenísimo de barro…!

Salió y al instante regresó con
Tim
. Sara le había dado un buen baño caliente y lo había secado bien. Olía a limpio y fresco. Su pelambre estaba lustroso y limpio. Se le había dado una buena comida y se sentía complacido consigo mismo y con todo lo que le rodeaba.

—¡
Tim
, ahí tienes un amigo! —le dijo Jorgina solemnemente.

Tim
miró al señor Lenoir con sus grandes ojos pardos. Fue derecho hacia él y levantó su pata derecha, como para darle un apretón de manos, tal como su dueña le había enseñado a hacer.

El señor Lenoir quedó maravillado. No estaba acostumbrado a encontrar buenos modales en los perros. No pudo reprimir el gesto de extender la mano hacia
Tim
y, entre ambos, el apretón de manos fue muy cordial.
Tim
no intentó lamer al señor Lenoir, ni saltarle encima. Retiró su pata, dio un suave ladrido, como para decir «¿Cómo está usted?» y luego regresó al lado de Jorgina. Y se sentó tranquilamente a su lado.

—¡Pero si no parece un perro! —exclamó sorprendido el señor Lenoir.

—Pues lo es —respondió Jorgina en seguida, con gran seriedad—. Es verdaderamente un perro, señor Lenoir. Sólo que es mucho, mucho más inteligente de lo que suelen ser los perros. Por favor, ¿puedo tenerlo mientras permanezcamos aquí y buscamos a alguien en la ciudad para que lo cuide?

—Puesto que es un personaje tan agradable, y parece tan sensato, te permito tenerlo aquí —dijo el señor Lenoir haciendo un gran esfuerzo para mostrarse generoso—. Sólo te ruego que lo mantengas lejos de mi camino. Estoy seguro de que un chico tan inteligente como tú sabrá conseguir esto.

Todos sonrieron cuando el señor Lenoir llamó "chico" a Jorgina. ¡Parecía no poder darse cuenta de que se trataba de una chica! ¡Y no sería ella quien le dijera que no era un chico…!

—No lo verá usted nunca —le prometió con alegría—. Lo mantendré siempre lejos de donde usted esté. Se lo agradezco mucho. Es muy amable por su parte.

También al inspector le gustaba
Tim
. Lo miró y sonrió a Jorgina.

—Cuando quieras deshacerte de él, ¡véndemelo a mí! —dijo—. ¡Nos será muy útil un perro como éste en la policía! ¡Pronto atraparía a los contrabandistas por nosotros!

Jorgina ni siquiera se preocupó de contestar. ¡Como si a ella pudiese ocurrírsele nunca vender a
Tim
o dejarlo trabajar para el Cuerpo de Policía!

De todas formas, muy pronto el inspector tuvo que solicitar la ayuda de
Tim
. Al día siguiente, como nadie había podido todavía encontrar al señor Barling ni a sus compañeros en el dédalo de túneles y no habían aún conseguido nada, el inspector pidió a Jorgina que permitiese a
Tim
bajar a los túneles para hacer salir de allí a los que estaban escondidos.

—No puedo dejarlos allí, perdidos y muriéndose de hambre —dijo—. Están en malas condiciones y debemos rescatarlos.
Tim
es el único que puede hacerlo.

Esto era cierto. Así es que
Tim
bajó una vez más bajo tierra, al interior de la colina, y partió a la caza de sus enemigos. Los encontró al cabo de un rato, perdidos en el laberinto de pasadizos, hambrientos y sedientos, doloridos y asustados.

Los condujo, como si se tratara de corderos, hasta donde la policía estaba esperándolos. Después de esto, el señor Barling y sus amigos desaparecieron de la vida pública por una larga temporada.

—¡La policía debe sentirse satisfecha de haberlos atrapado al fin! —comentó el señor Lenoir—. Hace tiempo que intentaba detener todo este contrabando. En algún momento, incluso recelaron de mí. Barling era un hombre inteligente, aunque sigo creyendo que estaba medio loco. Cuando Block se enteró de mis intenciones de desecar el pantano, Barling temió que, una vez que las nieblas y los lugares pantanosos hubiesen desaparecido, se acabaría su emocionante negocio. ¡No habría más posibilidad de contrabando! No podría esperar sus pequeños barcos, que llegaban ocultos por la niebla. No habría más alineaciones de hombres deslizándose por los caminos secretos del pantano, ni motivo para hacer secretas señales, ni para ocultar los géneros de contrabando. ¿Sabéis que la policía ha encontrado un subterráneo lleno de ellos dentro de la colina?

La aventura era un tema emocionante de conversación, ahora que todo había pasado. Pero los niños se sentían apesadumbrados por haber pensado alguna vez que el señor Lenoir era una persona tan terrible. Era cierto que era un hombre raro en muchos aspectos, pero también podía ser bondadoso y agradable.

—¿Sabéis que abandonamos el «Cerro del Contrabandista»? —anunció
Hollín
—. Mi madre se asustó tanto cuando yo desaparecí, que papá le prometió que vendería este lugar y que abandonaríamos Castaway si yo regresaba sano y salvo. ¡Mi madre está entusiasmada!

—¡También lo estoy yo! —exclamó Maribel—. No me gusta el «Cerro del Contrabandista». ¡Es tan raro, solitario y lleno de lugares secretos!

—Bien, si a todos os hace felices abandonarlo —dijo Julián—, yo también me alegraré. ¡Pero a mí me gusta! Me parece que es un lugar hermoso, situado en lo alto de una colina como ésta, con nieblas a sus pies y pasadizos secretos por todas partes. Sentiré no poder volver más aquí si lo dejáis.

—También yo lo sentiré —afirmó Dick. Ana y Jorgina asintieron con un movimiento de cabeza.

—¡Es un lugar lleno de aventuras! —dijo Jorgina acariciando a
Tim
—. ¿Verdad,
Tim
? ¿Has disfrutado con tu aventura aquí?

—¡Guau! —contestó
Tim
, y golpeó su cola contra el suelo. Claro que había disfrutado. Siempre disfrutaba si tenía cerca a Jorgina.

—¡Bien! ¡Quizás ahora tengamos unos días pacíficos y agradables! —comentó Maribel—. No quisiera más aventuras.

—¡Ah, pero nosotros sí que deseamos más aventuras! —exclamaron al unísono todos los demás. Así es que seguramente las tendrán. Las aventuras siempre ocurren a los que se sienten aventureros. ¡De eso no hay duda!

FIN

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