Los crí­menes de un escritor imperfecto (12 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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Ya era bastante irónico que eso contara a mi favor, precisamente el libro. Había un ejemplar de
Quien bien siembra
en la habitación 102, y con un libro de instrucciones en la misma habitación no se me podía relacionar directamente con el asesinato si no se tenía en cuenta que yo conocía a la víctima y que posiblemente fui el último que la vio con vida, aparte del asesino.

Todavía más problemática era mi coartada. No tenía idea de cuándo se había cometido el asesinato, pero supuse que se había cometido inmediatamente después de la cena. Quizá el asesino había esperado a Verner en el vestíbulo y lo había atraído hacia la habitación con uno u otro pretexto. En el libro el asesino era una vengativa prostituta, y era fácil que Verner se dejara engañar por una mujer. A veces fanfarroneaba de haber recibido un pago «en especies» cuando presionaba a las prostitutas de la calle, así que no era muy difícil imaginar que se dejara seducir por alguna escabrosa oferta.

La idea de que yo había abandonado el restaurante, había tomado el ascensor y, sin prisas, había subido a mi habitación, todo eso mientras la vida expiraba en el cuerpo de Verner, tan cerca de donde yo me hallaba, me revolvió las tripas. Si bien era cierto que era un cerdo redomado y tonto, aun así, no merecía ese destino, y mucho menos por mi culpa.

Lo cierto era que yo no tenía más coartada para esa noche que un minibar vacío, y eso no contaría a mi favor precisamente.

Estaba notando que mi cerebro de escritor había empezado a trabajar de nuevo tras la conmoción. Inspeccionaba la trama y el curso de los hechos, juntaba las piezas y dibujaba la estructura, pero, por muchas vueltas que le daba, no obtenía ninguna solución. Necesitaba más información. Tiempo. Ayuda.

El bufé para el desayuno abría a las siete y, a pesar de que no tenía apetito, abandoné mi habitación cinco minutos antes. Ferdinan estaba en la recepción, se le veía igual de despierto que en otros momentos del día y sospeché si estaría emparentado con esos marsupiales australianos que no necesitan dormir. Era casi inhumano estar en tan buena forma a las siete de la mañana, habiendo dormido, eso casi seguro, cinco horas.

—Buenos días, señor Fons —dijo con voz cantarina.

—Buenos días, Ferdinan —respondí con toda la amabilidad de la que era capaz, y me paré junto al mostrador.

—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó.

—Sí, quizá sí —respondí—. Mira, estoy muy contento con mi habitación, pero es demasiado grande para mí.

El director del hotel asintió con un gesto.

—¿Es posible que me pueda trasladar a la 102? Ferdinan sacudió la cabeza.

—Por desgracia, todavía no está libre —dijo—. Pero puedo averiguar cuándo se va el huésped.

Señaló la pantalla del ordenador y añadió:

—Si puedo usar esta cosa de mierda.

Se puso enfrente de la pantalla con la mano sujetándose la barbilla.

—Vamos a ver, mmm.

—Tal vez pueda ayudarte —propuse, y me fui detrás del mostrador—. Yo también tengo un ordenador para trabajar. —La verdad es que no soy especialista en informática; uso el ordenador como máquina de escribir, nada más.

—Sí —dijo Ferdinan—, podemos averiguarlo juntos. —Presionó una tecla y en la pantalla apareció una larga lista—. Pues, esto deberían ser las habitaciones… No… Parecen reservas. —Extendió las manos e hizo una imaginaria estrangulación encima del teclado—. Arrg, me pongo tan…

Entretanto, yo había visto un recuadro en la pantalla con las palabras «Room deployment».

—¿Puedo? —pregunté, y Ferdinan dio un paso hacia atrás.

—Al fin —dijo con alivio en la voz.

Pulsé en el recuadro y la pantalla cambió de lista, esta vez clasificada según el número de habitación.

—Ah, sí —dijo—. Parece correcto.

Mis ojos hallaron la habitación 102 y cuando el director del hotel hizo lo mismo, yo ya había obtenido la información que necesitaba.

—Ah, lo siento —exclamó—. La habitación no estará libre hasta el lunes por la tarde, veo que el huésped ha renunciado a la limpieza durante su estancia, así que habrá que emplear más tiempo de la cuenta para dejarla lista.

Fue una suerte que estuviéramos hombro con hombro y no pudiera ver mi reacción, porque el color abandonó mi rostro. Tenía toda la razón, les llevaría más tiempo de la cuenta esa vez dejar lista la habitación 102.

Le di las gracias y abandoné la recepción tan aprisa como pude y sin mirarle. Había conseguido lo que quería. Una cosa era la fecha. Por supuesto, era bastante importante saber el máximo de tiempo que tardarían en descubrir el cadáver de Verner, pero también lo era a qué nombre se había reservado la habitación.

El nombre era Martin Kragh y correspondía a uno de los personajes de
Como hermanos compartimos
, un parásito de hombre y muy desagradable, inspirado en mi amigo de juventud y compañero del Scriptoriet Mortis.

14

N
O PODÍA SER CASUALIDAD. El huésped de la 102 había dado un nombre falso, naturalmente, pero que fuera precisamente Martin Kragh, que encubría a Morten Due, alias
Mortis
, tenía que significar algo. ¿Sabía él algo? ¿Estaba en peligro o era solo una pista falsa, una broma para confundirme todavía más? También podría ser que el asesino hubiera escogido un nombre del libro al azar. Después de todo, la coincidencia con la persona real era del todo confidencial, aunque Bjarne lo adivinó nada más leer la historia.

El personaje principal de
Como hermanos compartimos
es un director de empresa de unos cuarenta años, Mark Nordstrom, que dirige una naviera, cuyo dueño, su padre, está a punto de morir. El padre insiste en que, además de dirigir la empresa, el hijo se ocupe de él en los últimos días de su vida. Mark es el hijo bueno y se halla junto al lecho de muerte cuando al fin el padre expira, con plena conciencia de ser el único heredero de una gran fortuna familiar. Eso cree. Pero parece ser que el padre ha procreado una prole de la que nadie sabía nada y que precisamente son los que impugnan la herencia para exigir su parte. A los ojos de Mark, tienen en común que no pegan golpe, son parásitos que chupan del bote y sobre todo, ahora, de la herencia familiar que por derecho debía recaer en él. A pesar de que la fortuna es lo bastante grande para que todos puedan vivir bien de la parte que les toca, le duele tanto que decide matarlos a todos, uno a uno. Con todo, Mark es consciente de que las sospechas recaerán enseguida en él, así que procura que los asesinatos parezcan accidentes o suicidios y que ocurran mientras él se busca coartadas indiscutibles. Lo consigue de sobra, y de diferentes maneras quita de en medio a todos los hermanos, pero todas las muertes mantienen un rasgo común: lo que acaba con las víctimas es su pereza o falta de voluntad, la típica manera de someterlos a una insostenible prueba irracional. A Mark no le llegan a detener a pesar de que el policía que investiga el caso sabe que está implicado.

Sopesaba en mi mente todas las posibilidades mientras mordisqueaba la comida del desayuno y tomaba café. La conclusión a la que llegué fue que, en todo caso, debía intentar ponerme en contacto con Mortis, aunque solo fuera para descartar esa posibilidad.

En la habitación del hotel llamé a información telefónica, pero no había ningún Morten Due registrado en Copenhague y alrededores. Llamé a Bjarne. En ese momento iba de camino a dar su primera clase en el instituto.

—Hola, Frank —contestó. Su voz sonaba sofocada y se oía un rumor de tráfico—. Tú dirás.

—Sí, quería saber si tienes la dirección o el número de teléfono de Mortis.

—Mmmm… —se oyó en el otro extremo del auricular. Un coche pitó y Bjarne soltó unos tacos—. Hace mucho que no lo veo. Debería tenerlos en casa. Creo que vive en algún lugar de Nordvest.

—¿Puedes acordarte de dónde?

—No, caramba, no me acuerdo. Como te dije, hace mucho…

—¿Cuándo estarás en casa?

—Por la noche —respondió Bjarne—. Pero, de todas maneras, tenemos una cita por la noche, no lo habrás olvidado, ¿verdad?

Claro que lo había olvidado. En circunstancias normales, la cena en casa de Bjarne y Anne, en su piso, el viejo Scriptoriet, era el punto culminante de mi estancia en la ciudad, pero ahora todos los planes y hábitos estaban desbaratados. Miré a mí alrededor como si acabara de despertar de un estado soñoliento. ¿Qué día era hoy? ¿Estábamos en la mañana o la tarde? De pronto dudé.

—¿Frank? Carraspeé.

—Por supuesto que no lo he olvidado —respondí al instante—. ¿Era a las siete?

—Correcto.

—Vale, nos vemos por la noche.

Colgué antes de que Bjarne tuviera tiempo de decir nada más. El reloj de pared indicaba las nueve. Faltaban diez horas para que tuviera acceso a la dirección. La cita hizo que recordara el resto del programa del día. Era el primer día de la feria del libro y se esperaba que yo firmara libros con ocasión del lanzamiento de
En el espacio rojo
. El miedo que tenía mi editor de que se retirara el libro del mercado parecía infundado por el momento. Sus palabras me vinieron a la mente. «Compórtate como si no hubiera pasado nada. Atente al plan».

¿Cómo podía hacerlo con Verner asesinado unas plantas por debajo de mí? Por otro lado, ya no podía soportar permanecer en el edificio.

Tomé un taxi hasta el Forum, en Frederiksberg.

El pabellón de la feria era un mamotreto de hormigón y acero enclavado entre los majestuosos edificios antiguos con la misma sensibilidad y delicadeza que un puñado de basura abandonado en una jardinera.

La cola de gente empezaba ya fuera. En información me dieron mi pase y entré en el pabellón.

Mi primera tarea era firmar, y ya desde lejos podía ver que en el
stand
de la editorial había una serie de personas con libros en las manos. Pasaban diez minutos de la hora programada.

Los colores blanco y negro de ZeitSigns caracterizaban el
stand
. Era más grande de lo normal, unos cincuenta metros cuadrados. Uno de los rincones estaba cubierto con tela negra, y allí estaban expuestos mis libros, a excepción de los dos primeros, lo cual agradecí. Numerosos ejemplares de
En el espacio rojo
estaban expuestos en torno a una mesa pequeña y allí estaba mi silla, en el lugar destinado para que firmara autógrafos la próxima hora.

Sopesé la posibilidad de pasar de largo y esconderme entre la multitud que pugnaba por abrirse paso entre pilas de libros. El problema era que no soportaba la idea de dejarme arrastrar por una interminable riada de fanáticos del libro que, apretujados, daban vueltas por el pabellón con sus bolsas de plástico y sus miradas vacilantes.

Aspiré profundamente y me abrí paso hasta el
stand
y mi mesa. Al menos ahí podría sentarme y evitar los empujones y pisotones de la gente.

Los de la cola se empujaban hacia delante y murmuraban impacientes cuando colgué la chaqueta en el respaldo de la silla y me senté. Rebusqué la pluma estilográfica, comprobé que escribía y arranqué mi mejor sonrisa al dirigirme a la primera persona de la cola.

Las mujeres siempre son mayoría entre quienes quieren que se les firme sus libros. Tiene relación, claro, con que hay más mujeres que leen literatura de ficción que hombres, pero también creo que para las mujeres es más importante ver a quien ha escrito el libro. Sienten curiosidad por saber algo de la persona que hay detrás del texto, el asunto de la firma es lo de menos. Percibí un interés muy fuerte en este sentido tras el éxito de
Demonios exteriores
. Las mujeres querían ver al monstruo que había detrás del autor de esas extremadamente detalladas escenas de tortura y violencia. Buscaban en mi mirada algo salvaje o de maldad que les hiciera estremecer de terror. Quizá quedaron decepcionadas, pero, entretanto, no les impedía aparecer en masa a la firma de autógrafos y confesar lo mucho que se conmocionaron al leer tal o cual pasaje.

—Ah, aquí estás —escuché a mi lado, y sentí una mano en mi hombro. Era Finn Gelf—. Nos empezaba a inquietar el pensar que no vendrías.

—Tranquilo —respondí a la vez que entregaba un ejemplar firmado de
En el espacio rojo
a una mujer de una edad entre los cuarenta y los cincuenta años. Sonrió agradecida y desapareció estrechando su trofeo contra el pecho—. El caballo de circo dará una vuelta más a la pista —añadí sonriendo a la siguiente de la cola.

Finn me dio unos golpecitos en el hombro.

—Qué bien oírte decir esto, Frank. ¿Pasarás por el reservado cuando acabes?

El reservado era un cuartito de unos escasos cuatro metros cuadrados en el
stand
. Un par de sillas plegables posibilitaban relajar las piernas, una necesidad para los empleados de la editorial que debían aguantar en el
stand
todo el día, y un privilegio para los autores. Aunque estrecho y repleto, te daba un poco de paz poder aislarte de la multitud, y lo más importante de todo era que estaba equipado con un barril de cerveza. Ya me estaba alegrando con la idea.

La primera media hora escribí las dedicatorias de forma mecánica. Tenía puesta la sonrisa automática mientras escuchaba los comentarios de la gente y les daba las gracias, asentía y volvía a sonreír. Las personas se transformaron en una barahúnda de rostros, sonrientes, sudados, jadeantes. La cola parecía interminable y lo único que me mantenía en acción era la idea de una cerveza helada en el cuartito del
stand
. Era lo que me ayudaba a soportar toda suerte de preguntas y comentarios que ya no escuchaba.

Mi mirada apuntaba fijamente al mismo punto, la página del título donde firmaba, así que cuando, de pronto, me pusieron un libro delante con otro título, me desperté de la modorra al instante. Era
Rameras mediáticas
, un libro que había escrito unos siete años antes. Alcé la mirada y la dirigí al lector. Resultó ser un hombre, lo cual ya era poco frecuente, pero aún más raro era que llevara gafas de sol y sonriera de una manera extraña, como si esperara que lo reconociera a pesar de las gafas.

Ya me ha pasado antes que vengan tipos raros a que les firme un libro. Pero en esta ocasión probablemente yo estaba más susceptible, porque noté un hondo malestar ante ese hombre. Tras haberle firmado el libro, su sonrisa adoptó un matiz triunfante, dio media vuelta y desapareció del
stand
.

Le seguí con la mirada hasta que el próximo fan de la cola puso su libro sobre la mesa y se adueñó de mi atención.

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