Read Los crímenes de un escritor imperfecto Online
Authors: Mikkel Birkegaard
Tags: #Intriga, #Policíaco
Pedí una cerveza negra de barril que sirvieron de una espita dorada y me senté en un rincón, en un banco tapizado con terciopelo rojo. Era el último asiento que quedaba y tuve que compartir mesa con dos hombres que vociferaban, de unos cincuenta años: hablaban de la labor de las librerías. A juzgar por el acento, eran de Jylland, seguro que era su única visita a la capital y la empleaban en libros, alcohol y prostitutas. Uno de ellos me saludó con la cabeza como si me conociera. Yo le correspondí, pero saqué mi libreta de notas para no darle pie a más contacto.
Tenía que poner en orden las ideas que me zumbaban por la cabeza, registrarlas mientras las recordaba. En poco rato escribí cuatro páginas de notas sin haber bebido ni un trago de mi cerveza. Como premio, me la llevé a la boca y bebí la mitad de un solo trago.
—Parece que hay alguien con sed —señaló uno de los libreros, pero yo lo ignoré y agarré el bolígrafo para seguir escribiendo.
Los crímenes serían una parte importante de mi biografía, pero eso exigía que fueran esclarecidos, y ¿qué mejor que fuera yo quien contribuyera a resolverlos? Esa sola posibilidad hizo que me diera vueltas la cabeza. Durante años había escrito sobre personas corrientes que, abocadas a situaciones extremas, se veían obligadas a actuar. Algunas veces adoptaban el papel del detective que resuelve el misterio. Podía imaginar la publicidad que traería consigo si yo, de una u otra forma, participaba en el esclarecimiento de los crímenes de Mona Weis y Verner. Los días anteriores había estado hecho un paranoico manojo de nervios.
Sin embargo, ahora, la excitación de tener ante mí una misión que cumplir era lo que me ponía el corazón a mil.
La única pista real a seguir era a nombre de quién se había reservado la habitación 102, Martin Kragh, lo cual formulaba más interrogantes que respuestas, pero no por eso dejaba de ser un hilo conductor. El nombre tenía un significado, en todo caso para mí, y debía suponer que también para el asesino. Mortis podía estar involucrado de una u otra forma, incluso quizá en peligro; pero el no poder conseguir su dirección hasta la noche me impedía avanzar en el caso.
La visión del cuerpo de Verner en la cama del hotel me seguía torturando; sin embargo, me forcé a imaginar lo que habría sucedido antes de que lo asesinaran, qué habría estado haciendo tras separarnos en el restaurante.
Seguramente nuestra conversación le había conmocionado, consciente de que le amonestarían cuando explicara a sus colegas que les había ocultado información. Quizá le harían el vacío. Posiblemente sería trasladado de sección, a una de las comisarías de provincias donde nunca se daba un maldito caso. Abandona el restaurante con paso rápido. En el vestíbulo, de repente, ve una cara conocida. Es Lulú, o como se llamen las de esta rama laboral, y una sonrisa se ensancha en la comisura de sus labios. Él le dice que evidentemente se ha equivocado de lugar. Este hotel es serio y no alquila habitaciones por horas. Lulú parece aterrorizarse, o al menos lo finge, y le enseña la llave a Verner. No está trabajando y tiene derecho a estar aquí, dice. Verner no la cree, más que nada porque husmea la posibilidad de acabar debajo de sus faldas, y la amenaza con llevarla a comisaría.
—¡Frank!
La voz me arrancó de mi reconstrucción en el hotel Marieborg. Los libreros habían desaparecido y, en su lugar, se sentó a mi lado David Vestergaard, director de la editorial Vestergaard & Co., con una amplia sonrisa y dos cervezas de barril recién servidas. Empujó una por la mesa y la situó delante de mí.
—¡Me alegra verte, Frank!
Solo habíamos hablado un par de veces. En realidad, me perseguía en cada feria del libro, pero yo siempre daba la espalda a sus solapadas propuestas de cambiar de editorial. Pero ahora estaba atrapado entre él y una columna que imitaba la caoba, y, además, mi vaso estaba vacío, así que me venía bien llenarlo.
Asentí con la cabeza para agradecerle la cerveza y brindamos.
—¿Escribes algo para tu próximo libro? —preguntó, y trasladó la mirada al papel.
No había peligro de que pudiera leerlo, pero, a pesar de ello, cerré la libreta y me la metí en el bolsillo.
—Algo por el estilo —respondí, e intenté sonreír.
David Vestergaard se rio.
—Típico de ti —dijo—. Nunca descansas, siempre productivo. —Asintió para sí mismo—. Es lo que más me gusta de ti, Frank. Un auténtico artesano. Nada de cháchara ni batahola. No, es el producto.
Sus elogios acabarían en una inevitable oferta, así que no le escuché más. Bebí de la cerveza que él había pagado y asentí en los momentos adecuados. David Vestergaard representaba la tercera generación de la editorial Vestergaard & Co., y era bastante más joven que yo, en torno a los treinta, pero hablaba como un hombre mayor, con expresiones como «batahola» y «asimismo». Con el pelo corto y unas marcadas gafas de concha, te quedabas con la duda de si estaba haciendo una parodia o realmente era su forma de expresarse, pero después de haber hablado varias veces con él, y de él con otros que lo conocían, pude constatar que era su estilo, producto de las escuelas privadas a las que había ido y de la educación literaria de la familia Vestergaard.
David Vestergaard se inclinó hacia mí y captó de nuevo mi atención.
—Entre nosotros —dijo—, ZeitSign está atravesando dificultades económicas.
—No me consta —respondí.
—No es algo que el director Gelf vaya propagando por ahí, claro, si puede esconderlo —dijo, y por un instante pareció que sentía pena por él—. Como tampoco ve la necesidad de desarrollar las aptitudes de sus escritores.
—Pues no estoy seguro de que…
—No porque no escribas bien —me interrumpió David Vestergaard, y levantó una mano como en un juramento—. Con el asesoramiento y la publicidad adecuados venderías el doble, eso como mínimo. —Bebió de su cerveza y yo hice lo mismo de la mía, más que nada para esconder la irritación que crecía en mi interior—. ¿Cuánto hace que no te inspira?
—¿Inspirarme?
—Sí, un buen editor no solo debe criticar y corregir comas —señaló David Vestergaard.
—Mira —dije, plantando el vaso en la mesa con demasiada fuerza—. No estoy interesado. ¿Entendido? Aunque me ofrezcas el oro y el moro, me quedaré en ZeitSign.
—Claro —dijo—, pero, cuando Gelf quiebre, ya sabes a qué puerta puedes llamar.
—¿Y qué pasa con Tom Winter? —le pregunté—. Ya tenéis un autor de novela policiaca, incluso uno que me tiene como a su peor rival.
La mirada de David Vestergaard erró un segundo.
—No hay problema —respondió—. Es cuestión de compaginar las ediciones teniendo en cuenta el momento competitivo, teatro de cara a la galería.
Sonrió y alzó su vaso. No le seguí, él se encogió de hombros y lo apuró solo.
—Nos vemos, Frank —dijo, y abandonó el bar.
Enseguida ocuparon el sitio dos amigas con pies doloridos y bolsas de plástico llenas de libros.
Yo saqué de nuevo mi libreta de notas. La conversación con David Vestergaard había interrumpido mi revisión del encuentro entre Verner y Lulú, la prostituta que va a seducirle y conducirle a la habitación 102, e intenté retomar el hilo. Verner acababa de amenazarla con arrestarla porque se había alojado en el hotel, después de todo.
Lulú se vuelve más amistosa de repente, quizá levante una mano y la coloque en la carnosa nuca de Verner. No hay motivo para enfadarse. Puede muy bien subir con ella y ver qué pasa, ¿no?
Conocía a Verner lo suficiente para saber que era una oferta que no rechazaría, pero había algo en mi reconstrucción que no funcionaba. No era Lulú, esa prostituta, quien iba a por mí ni tampoco había asesinado a Verner. Posiblemente ella solo lo llevó a la habitación y después se fue.
Caí en la cuenta de que quizá yo mismo me hubiera topado con ella. Después de cenar, camino del ascensor, casi choco con una muchacha menuda y delgada. Verner no se había quedado corto explayándose con la descripción de mujeres que le ponían. Tenían que ser menudas, delgadas y, por encima de todo, danesas. «No importa que tengan diecisiete si aparentan trece», dijo una vez, y después soltó una carcajada. Yo estaba bastante seguro de que si alguien podía seducirlo era precisamente una muchacha de estas características. Menuda, delgada y nórdica, y así era la chica del ascensor.
Alguien debió de contratarla, y esa persona tenía que ser el verdadero asesino.
Pero ¿dónde estaba ahora Lulú?
A
L CONCLUIR EL PRIMER DÍA de la feria del libro estaba totalmente agotado.
Las hordas de gente me cogen por sorpresa todos los años; después de muchos meses de vivir en el chalé de la playa, donde decido a cuánta gente trato, solo recorrer el recinto de la feria me resulta una constante invasión de mi esfera privada. Era liberador salir del Forum y respirar aire que no había sido usado por miles de visitantes antes que yo. Eché mano de un taxi; por lo visto, me había saltado la cola, porque alguien vociferó mientras yo me dejaba caer en el asiento trasero.
En la recepción del hotel pillé a Ferdinan forcejeando con el ordenador.
—Ah, mierda —exclamó antes de verme. Aporreaba el teclado con los dientes apretados—. Venga ya, máquina tonta.
Carraspeé y él se enderezó sobresaltado.
—No me aclaro con estos trastos de máquinas —dijo, y sonrió cohibido—. ¿En qué puedo ayudarle, señor Fons? ¿Una mesa en el restaurante?
Meneé la cabeza.
—No, gracias. Esta noche ceno en casa de unos amigos —respondí.
El se encogió de hombros.
—Entonces, otro día.
—Seguro.
Hice un «Colombo»: simulé que me iba, pero me detuve como si de pronto me hubiera acordado de algo.
—Oye, Ferdinan —dije como de paso—, ¿recuerdas a mi invitado del primer día? Un hombre robusto, de pelo ralo.
Ferdinan alzó la vista al techo, pero enseguida una sonrisa le iluminó el rostro.
—Sí, sí, un señor corpulento, lo recuerdo muy bien. Le indiqué el camino al restaurante cuando llegó.
—¿Lo viste irse?
—No —respondió el dueño del hotel con prontitud—. Había mucho trabajo en la cocina ese día, así que estuve ocupado echando una mano la mayor parte de la noche. A veces, todos tenemos que arrimar el hombro. —Sonrió—. ¿Ha desaparecido?
Me encogí de hombros.
—No estaba sobrio del todo, así que quería saber si pidió un taxi o se fue en su coche.
—Lo siento —respondió Ferdinan—. La última vez que lo vi estaba contigo.
—¿Y una muchacha flaca, alrededor de metro sesenta, con falda corta y anorak de plumas?
Ferdinan meneó la cabeza.
—Tampoco.
Le di las gracias y subí a mi habitación. Disponía de una hora antes de ir a casa de Bjarne y Anne, así que me daba tiempo a quitarme los zapatos y refrescarme la cara. Su casa estaba a media hora andando desde el hotel y yo necesitaba tomar un poco el aire, así que fui paseando. Hacía viento. Había grandes nubes que corrían por el cielo y olas encrespadas sobre el lago Soerne. A pesar del tiempo, había bastante gente paseando, y los que hacían
footing
saltaban entre los charcos esquivando a los paseantes, de modo que su actividad era más parecida a una carrera de obstáculos que otra cosa.
Especulé acerca de lo que le contaría a Bjarne. Más que nada deseaba irme tan pronto como tuviera la dirección de Mortis y así protegerlos a los dos de mis problemas; pero, al mismo tiempo, necesitaba apoyo. Finn no me lo podía dar, así que no tenía a nadie más. Esto me hizo sentir muy solo. Los años en el chalé de la playa me habían protegido de alguna forma, pero también habían reducido mi círculo de amistades a unas pocas personas con las que podía sincerarme, y sentía que no podía sobrecargarlos con mis preocupaciones.
Bjarne no había cambiado mucho. En los diez últimos años se había dejado melena y la llevaba recogida en una cola, así que, con las gafas redondas de concha y su vestimenta desenfadada, parecía un sobreviviente de la época jipi.
Me dio un fuerte abrazo casi antes de entrar, y noté que no había adelgazado, al menos en el último año. Anne también me dio un abrazo.
Cuando Bjarne abandonó su sueño de publicar, se puso a dar clases en un instituto de enseñanza media, y con el respaldo económico de Anne y su trabajo como asistente social no tenían problemas para vivir en ese piso de lujo que daba al lago Soerne. Los muebles usados de la época del Scriptoriet hacía mucho que los habían cambiado por muebles clásicos de diseño danés, y la cocina la habían ampliado a comedor y sala de estar. En las estanterías ya no había los libros gastados que habíamos robado o gorroneado, sino bonitas ediciones en tapa dura y obras con encuadernación especial que cubrían varias paredes de los dos espacios conectados. A falta de niños, habían hallado, y se lo podían permitir, el buen gusto veinte años antes de tiempo.
No pasó mucho rato antes de que la hospitalidad de Bjarne y Anne disipara mis sombríos pensamientos. Charlamos y cotorreamos como siempre ante un fantástico
coq au vin
y abundantes copas de un vino exclusivo. Yo necesitaba desconectar, pensar en otras cosas, y en su compañía eso era prodigiosamente fácil. No se notaba que hiciera un año que no nos veíamos. La charla fluía como un riachuelo de un viejo bosque, con cantos rodados que el desgaste había pulido hacía mucho.
Cuando nos levantamos, me di cuenta de lo achispado que iba. No podía mantenerme del todo en pie y me costaba enfocar la vista. Bjarne me tomó por los hombros y me acompañó al salón, donde nos sentamos con un coñac mientras Arme recogía la mesa. Hubo un minuto de silencio y mis pensamientos, por un momento, volvieron a impregnarse de gravedad. Bjarne debió de notar el cambio en mi ánimo, porque enseguida me preguntó si me pasaba algo.
Aunque deseaba contárselo todo, casi no tenía fuerzas para detallarle toda la situación. Mi cerebro estaba hecho un nudo enorme con numerosos cabos sueltos, y parecía que la mayoría de ellos se romperían si los tocaba o estrecharían más el nudo si tiraba de ellos. Incluso el alcohol había impuesto a mi lengua su propia voluntad y dirección, por lo que pasó un poco de tiempo antes de atreverme a responder.
—Alguien ha copiado mis crímenes —dije al fin, y suspiré.
—Ah, era eso —dejó caer Bjarne—. Tienes tantos. —Removió el coñac e inhaló el vapor—. No es seguro que sea una copia consciente. —Bebió un sorbo—. Con el tiempo has acumulado cientos de asesinatos, así que no es tan raro que alguien repita uno de ellos, ¿no?