Read Los crímenes de un escritor imperfecto Online
Authors: Mikkel Birkegaard
Tags: #Intriga, #Policíaco
El golpe me había cortado la respiración e inspiré con avidez hasta que un dolor agudo en el lado izquierdo del pecho me hizo detenerme. Traté de tomar aire de forma
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contenida, pero seguía doliéndome. De poder haber maldecido o gritado, lo habría hecho, pero lo único que estaba en condiciones de hacer era inhalar aire a sorbitos. Levanté con cuidado la mano y me palpé las costillas. Mi cuerpo se encogió cuando mis dedos llegaron al lado izquierdo de la caja torácica. Todavía se derrumbaron más botellas. Apreté los dientes y cerré los ojos.
Tardé un par de minutos en controlar la respiración. Escuché que alguien gritaba y se cerró una puerta cercana, el resto permaneció en silencio. Las botellas debajo de mí parecían un lecho de piedras, pero no me atrevía a moverme aunque me dolía todo el cuerpo. El estrépito podría haber despertado a todo el bloque, pero tenía la esperanza de que no me hubiera visto nadie y de que resultara imposible determinar de dónde provenía el ruido, que retumbaba entre los muros. Sin embargo, me quedé echado cinco minutos más para cerciorarme.
No era cuestión solo de abrir la puerta del balcón. Las botellas estaban esparcidas por doquier y, para hacer sitio al lado de la puerta, tuve que recoger una buena parte de ellas, a la vez que debía mantenerme escondido. Las costillas me dolían con cada movimiento que hacía y debía hacer pausas para tomar aire. Al fin tuve sitio suficiente para poder abrir la puerta y escurrirme hacia dentro.
Una vez tumbado de espaldas en el suelo, me permití quejarme a gritos. Me palpé las costillas de nuevo, pero no pude hallar ninguna rota.
El piso estaba silencioso. Solo podía oír mí propia respiración forzada. Olía a cerrado y a polvo. La puerta del balcón había permanecido entreabierta, pero no lo suficiente para ventilar bien. El suelo en el que me había tumbado era de parqué y, a pocos metros de mí, había un sofá de piel, un sillón y una mesita. Esta estaba repleta de botellas vacías y tazas llenas de restos de café y colillas de cigarrillos. Algunos marcos vacíos apoyados a lo largo de las paredes. Hasta que no encendí las luces no me di cuenta de que eran estanterías y no marcos, estanterías vacías.
Eso me extrañó. Mortis amaba los libros y una casa sin libros era impensable para él. El mueble del televisor también estaba vacío. Un cuadrado negro dibujado en el polvo descubría que allí había habido uno no hacía mucho.
En la entrada había un enorme montón de periódicos y cartas, sobre todo facturas. Habían sido apartadas a un lado junto a la puerta justo para poder abrirla. En ella estaba la llave que había buscado, la llave extra de Mortis, que colgaba de un elástico justo al lado de la boca del buzón para que se pudiera alcanzar si se sabía dónde estaba. Mis costillas se quejaron cuando maldije a grito pelado.
Cogí el periódico de más abajo y comprobé la fecha. Tenía un mes. ¿Se habría Mortis mudado? ¿Huido? ¿O era demasiado vago para clasificar su correspondencia?
La colección de botellas continuaba en la cocina y el frigorífico estaba tan vacío como las estanterías del salón. Platos, vasos y cajas de pizzas se amontonaban encima de la mesa y en el fregadero. En los armarios quedaban solo algunos vasos y platos limpios.
Empujé la puerta del baño. La luz estaba encendida y mostraba paredes de un material de plástico amarillento con esquinas redondeadas, que seguro que era una gozada mantenerlas limpias, pero evocaban el transbordador Storebaelt. Apestaba a orines y la taza del excusado era casi marrón de tanta cal y mugre. En el lavabo había una botella de ginebra vacía. La cortina de la ducha estaba enmohecida y echada.
Estaba a punto de apagar la luz y cerrar la puerta cuando algo me detuvo. ¿Estaba totalmente seguro de que no me había pasado algo por alto? Así que volví atrás, agarré la cortina de la ducha, preparado para correrla, y contuve la respiración. Mi cerebro y mi corazón ya me habían prevenido de lo que podía hallar, el más espeluznante de los clichés, un cadáver en la bañera. Desnudo, pálido y con la mirada suplicante y fija en mí.
La descorrí con un movimiento rápido.
Mortis estaba tirado en el suelo, hecho un ovillo. Su largo cuerpo estaba enroscado en ese pequeño espacio, pero no estaba desnudo ni me miraba fijamente con la muerte en los ojos. Parecía alguien que está durmiendo. El pelo enredado le llegaba a los hombros y en él se dibujaban mechas grises desde la última vez que lo vi. El torso, cubierto por una camisa blanca con manchas amarillas, y pantalones vaqueros negros que escondían sus piernas delgadas. Los pies, desnudos, casi gris ceniza.
Me agaché en cuclillas y tendí la mano hacia él.
—Morten. —Tenía los hombros desagradablemente esqueléticos y evité zarandearlo con brusquedad. Apreté un par de dedos contra su cuello y sentí su pulso: era débil, pero golpeaba.
Al instante, el cuerpo de Mortis dio un respingo, abrió la boca y vomitó sobre mi mano tras un raro movimiento mecánico. Di un salto para levantarme y di un paso atrás.
—Maldita sea, Morten —maldije mientras me lavaba la mano sin quitarle ojo. Mi preocupación se había convertido en irritación.
No se movía, pero se puso a roncar fuerte y regularmente. Ni cuando lo incorporé reaccionó. La cabeza le pendulaba de un lado a otro. Tosió una vez, pero dejó que le sentara. Olía a vómito, pero era palpable que hacía mucho que no ingería comida sólida.
Maldije de nuevo, cogí la roseta de la ducha y aclaré el vómito hacia el desagüe antes de dirigir el chorro de agua hacia él. El agua empapó su pelo con un poco de dificultad y resbaló por su rostro y su pecho.
Su cabeza empezó a escabullirse del agua, pero yo seguía su movimiento y puse el agua fría. Entonces respiró con la boca haciendo burbujas y musitó alguna maldición.
—¡Morten!
Sus párpados vibraron y profundas arrugas se formaron en su frente.
—Soy yo, Frank.
Pareció que sus labios repetían mi nombre, y las arrugas se hicieron más profundas. Sus párpados se abrieron de golpe y me miró a la cara.
—Maldita sea —musitó.
Cerré el agua.
—¿Estás bien?
Su mirada se enturbió, y sus ojos entreabiertos inspeccionaron el baño y su ropa empapada antes de dirigirme la mirada de nuevo.
—¿Frank? —Del Scriptoriet.
—Sí, sí, qué honor. —Mortis tragó un par de veces antes de soltar un eructo largo—. No recuerdo, no recuerdo haberte invitado. —Cerró los ojos a intervalos cortos, pero me clavó la mirada con rabia—. ¿Será que no se puede tener ni la fiesta en paz?
—¿La fiesta?
—Sí, maldita sea ¿Sabes…? Es claro… ¿Sabes qué día es hoy?
—Viernes.
—¡Exacto! —Apenas había pronunciado la palabra cuando su cabeza cayó sobre su hombro y se le cerraron los ojos otra vez.
E
RA LA UNA CUANDO LLEGÓ BJARNE. Le había llamado con el móvil de Mortis y no pareció sorprenderse. Anne condujo, un Volvo modelo cuadrado con buena capacidad y cinturones de seguridad para todo. Aparcó justo delante de la puerta y Bjarne y yo pudimos acomodar a Mortis en el asiento trasero sin grandes problemas.
Seguía inconsciente. De vez en cuando murmuraba para sí mismo, pero no había abierto los ojos ni hablado de forma coherente desde la ducha. En el coche, de camino al piso de Soerne, nadie decía nada. Anne hizo la cama de la habitación de invitados, mi antigua habitación, y Bjarne y yo lo desvestimos, le pusimos un pijama de Bjarne y conseguimos meterlo en la cama.
—Como en los viejos tiempos —dijo Bjarne cuando nos quedamos mirando a nuestro durmiente hermano del Scriptoriet.
Solté una risa breve mientras pensaba que era como en los viejos tiempos.
Bjarne me prometió tenerlo allí y no dejarle salir durante unos días. No quiso escuchar el motivo por el que se lo pedía, para él ya era suficiente que nuestro viejo amigo necesitara ayuda. Creo que se avergonzaba por no haber reaccionado cuando Mortis, hacía un par de meses, se puso en contacto con él para pedirle ayuda. Debía de haberlo intuido, dijo varias veces.
Cuando Mortis estuvo instalado y seguro allí, abandoné a Bjarne y paseé hasta Soerne. Me senté en un banco y clavé la mirada en el agua. Los anuncios de neón se reflejaban en la superficie, pero multitud de pequeñas olas rompían los reflejos en pequeñas e intensas franjas de luz que brillaban componiendo una infinita combinación de muestras. Me quedé absorto allí sentado, mirando la danza luminosa, sin que pueda recordar qué pasaba por mi cabeza, si es que había actividad alguna debajo de los ojos fijos en el agua.
Lo que recuerdo es que, cuando me levanté, estaba sereno. Tenía la sensación de que todo dependía de mí. Era imposible saber si Mortis formaba parte del plan del asesino, pero de ser así acababa de salvarle la vida. Había estropeado su juego malvado, me había negado a jugar y así había vencido esta vez. Eso significaba, pensé, que no luchaba en vano. Había esperanza. Era hora de ponerse manos a la obra y utilizar toda mi fantasía criminal para salir de la situación, como un luchador reforzado.
Mi problema era que mi única pista concreta no me había llevado a ninguna revelación, de modo que disponía solo de mi propia intuición, pero ¿por qué no podía ser lo suficientemente buena? Si realmente el asesino iba a por mí, había penetrado, con toda probabilidad, en mis ideas con profundidad, y eso lo podía usar yo como una especie de engaño doble.
Mi idea de la muerte de Verner, tal vez, estaba más cerca de la verdad de lo que yo podía pensar. Lulú podía existir de verdad, todo lo que podía hacer era encontrarla. Mi contacto con la policía se había cortado definitivamente con la muerte de Verner, así que no podía hacerles preguntas sin dirigir la atención hacia mí mismo.
Si quería encontrar a Lulú, debía buscarla por mi cuenta.
No podría sacarles información a las prostitutas de Vesterbro si me acercaba caminando. Creerían que era policía. Pero nadie sospecharía que mi viejo Toyota Corolla era un coche de la policía, así que fui a buscarlo y me encaminé hacia Halmtorvet.
Con la remodelación de la ciudad se había reformado mucho la manzana y también se había ahuyentado, al principio, a las prostitutas. Pero su fama era imposible de erradicar, y las prostitutas al cabo de pocos años volvieron a formar parte de la imagen de la calle, porque era allí adonde acudían los clientes.
Conduje por Sonder Boulevard. Las chicas guardaban cincuenta metros de distancia entre ellas, unas en parejas y otras solas. En general, extranjeras, de piel oscura como la noche o pálidas, con los angulosos rasgos típicos de los rusos. Cuando me acerqué, ya venían hacia el coche con una sonrisa puesta y la mirada fija en un punto detrás de mí.
—¿We have sex
? —preguntaron con voz mecánica.
Yo buscaba a la chica del ascensor. Verner tenía aversión de sobra contra los europeos del este y los africanos, y ellas nunca podrían haberle seducido.
Los rostros tristes y la expresión desconsolada que tenían las muchachas no me conmocionaron; mi cerebro se hallaba en modo de supervivencia, y los sentimientos y la situación de otras personas me resbalaban. Yo tenía una misión que cumplir: la misión Frank Fons.
Rechacé su oferta, pero les pregunté si conocían a una chica danesa que había trabajado en el hotel el miércoles, y les describí a la chica del ascensor. La mayoría no me entendieron o no conocían a nadie así. Una de ellas propuso que fuera a la calle Istedgade, donde estaban las muchachas danesas, y lo hice.
Esa calle estaba más transitada, mejor alumbrada y concurrida por varias muchachas de aspecto danés. Tenían más presencia, y su acogida parecía ser más auténtica o mejor estudiada.
Después de algunas pesquisas tuve éxito con una chica delgada, de pelo muy negro, pechos grandes y culo también grande y recio, todo apretado dentro de un ceñido vestido negro y, encima, una chaqueta blanca.
—Debe de ser Marie a quien buscas —dijo con acento de trabajador portuario y un chicle que no descansaba—. El trabajo más fácil que tuvo jamás.
—¿Sabes dónde está?
—¿Para qué la quieres? ¿Eres madero o qué?
—No, no —me apresuré a negar—. Simplemente me la han Recomendado.
—Ah —exclamó la morena, pero continuaba mirándome con desconfianza—. ¿Qué tienen estas de malo? —dijo y abrió la chaqueta blanca para que pudiera ver más de cerca sus abultados pechos.
—Otra vez será —dije, y sonreí—. Si me dices dónde está te ganas doscientas.
Miró a su alrededor y tendió la mano. Yo rebusqué en mi chaqueta y le mostré las doscientas coronas, que desaparecieron enseguida en la raja del pecho.
—Suele estar por la calle Saxogade —dijo, señalando con la cabeza hacia el final de la calle—. Pero tiene visite de la Tía Rosa, así que solo está para el francés y con la mano.
—¿La Tía Rosa? —pregunté, pero me interrumpí a mí mismo—. Ah, ya entiendo, vale.
—¿Estás seguro de que no te iría mejor una yegua con todo el equipo en regla?
Le di las gracias y continué hacia esa calle.
—¡Pregunta por Mónica la próxima vez! —gritó—. ¡Mónica!
Allí encontré a Marie sentada en un escalón. Era menuda y delgada, tal como la recordaba. Su pelo era rubio y su tez, allí donde no la había cubierto de colorete, pálida. Llevaba el maquillaje embadurnado a pegotes como si se lo hubiera puesto bajando por una escalera. Sus ojos vacíos registraron que yo detenía el coche y forzó las comisuras de los labios hacia arriba en algo que pareció una sonrisa, pero que solo la hizo parecer más enferma.
Le pregunté si había estado en el hotel hacía dos días.
Cerró los ojos como si recordar ese día y dónde había estado exigiera toda su concentración. Al no responder, temí que se hubiera dormido. Salí del coche y me acerqué a ella.
—Lulú —dije y le di unos toquecitos con el dedo—. ¿Estuviste en el hotel Marieborg el miércoles?
Abrió los ojos.
—No me llamo Lulú, maldita sea.
Sacudí la cabeza.
—¿Te encontraste allí con Verner, el policía? Pude ver una chispa de reconocimiento en sus ojos. —Ah, ¿Kvaerner? Sí, sí.
Mi corazón se desbocó, me era difícil mantener la calma.
—¿Qué ocurrió? —inquirí—. ¿Quién te contrató? Marie me clavó la mirada.
—¿Quién hostias eres?
Me enderecé y eché una mirada veloz a mí alrededor.
—Soy un conocido de Verner. Necesito saber qué sucedió.