Los crí­menes de un escritor imperfecto (23 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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Poco a poco nos acostumbramos al nuevo ritmo de vida. Yo trabaja cada vez más aislado, y Line e Ironika estaban juntas mientras la barriga de Line aumentaba. No hablamos más del episodio del cuchillo, pero sentía que su vigilancia iba en aumento cada vez que jugaba un poco a lo salvaje con Ironika. No perdía de vista a su hija y su falta de confianza me irritaba.

Dado que además me costaba escribir los párrafos importantes de
Demonios interiores
, las semanas hasta la conclusión del libro estuve irritable. Tuvimos un par de riñas, nada grave; sin embargo, suficientes para crear una atmósfera tensa en la casa. Cuando era demasiado, me encerraba en mi despacho y escribía.

Terminé el libro más o menos cuando nació Mathilde, nuestra segunda hija. La madre dio a luz sin problemas. Line salió del hospital a los dos días y entretanto yo cuidé de Ironika. Cuando estuvimos todos en casa de nuevo, fue como si nos envolviera un aire limpio. Éramos de nuevo una familia. Yo había entregado el libro y podía consagrarme a mis mujeres, y Line tenía en perspectiva nueve meses de permiso que disfrutaríamos juntos.

Todos estábamos contentos y felices hasta que se publicó el libro.

SÁBADO
25

A
L FINAL ME VENCIÓ EL CANSANCIO, dado que desperté a la mañana siguiente al sonar el teléfono en el hotel Marieborg. El edredón de plumas me lo había sacudido de encima en el transcurso de la noche y tenía un poco de frío.

—Soy Finn —se oyó al otro lado del auricular.

—¿Qué hora es? —pude balbucear.

—Tranquilo —dijo Finn—. Tienes tiempo suficiente para llegar a la feria del libro, solo quería estar seguro de que te habías levantado.

Se lo confirmé con un murmullo.

—Ayer fue demasiado —continuó—. Así que solo quería…

—Está bien, Finn —le interrumpí—. Salgo enseguida.

Colgué antes de darle tiempo a responder.

Solo estábamos a sábado.

Y tuve la sensación de haber estado varias semanas en la ciudad. La perspectiva de permanecer sentado durante horas firmando libros era casi tan atractiva como la lectura de un debutante. Con gran esfuerzo me arrastré hasta el baño.

Desde el espejo me contempló un rostro pálido con profundas ojeras. Un cardenal azul, casi negro, cubría un par de costillas debajo
del
pezón izquierdo y me dolía si inspiraba profundamente. Miré a mí alrededor y me metí debajo de la ducha, tan caliente como pude resistir. Aunque el calor no quería volver a mi cuerpo. Parecía que la vivencia de la noche hubiera instalado un frío permanente en él, un frío que había echado raíces mientras dormía. Aparté de mí el recuerdo de Marie y me concentré en el ritual matutino. El hábito diario de arreglarme la barba, peinarme y ponerme desodorante me ayudó a mantener alejados esos pensamientos.

El desayuno quedó reducido a un café y un panecillo que ingerí mientras hojeaba el periódico. Leer las noticias se había convertido en una enervante experiencia. A cada momento me imaginaba que vería la mirada de Verner en una de las páginas, aun sabiendo que yo sería el primero en enterarme cuando lo encontraran.

—¿Es mañana cuando te vas? —preguntó Ferdinan al atravesar la recepción.

De repente, dudé. Deseaba abandonar la ciudad lo más pronto posible, pero tenía que solucionar un problema y no podía hacerlo desde el chalé de la playa.

—Puede ser que me quede un par de días más —respondí.

El rostro de Ferdinan se iluminó.

—Ah, ¿quizá una mujer?

Sacudí la cabeza con vehemencia.

—Qué va, nada de eso. Hay un par de amigos a quienes quiero visitar.

—Bueno, podrás recuperar tu habitación —dijo él sonriendo.

Mi corazón se puso a palpitar alocadamente. La idea de alojarme en esa habitación me dio náuseas. Estaba seguro de que nunca más la ocuparía nadie.

—Ahora ya no hace falta —respondí, e intenté sonreír—. Ya casi me he acostumbrado a mi suite de lujo.

—Vale —dijo—. Pero, si no, dímelo.

Le di las gracias y me apresuré hacia el taxi que me esperaba.

Primero le di al taxista la dirección del Forum, pero, cuando arrancó, dudé. ¿Cómo podría firmar libros como si nada? ¿No debería ir a la comisaría de policía en lugar de ello? ¿Hacer lo que venía aplazando ya demasiado? Me maldije a mí mismo. Si hubiera acudido a la policía enseguida, las cosas serían diferentes ahora. Aunque tuviera una pista concreta, la habitación 87 del hotel BunkInn, no podía darles la información a las autoridades sin mezclar a Marie en ello, y eso no deseaba hacerlo.

La confusión aumentaba en mi interior, pero también tenía claro que ahora la solución del caso dependía realmente solo de mí. Ya no se trataba de un astuto enfoque para una autobiografía o de una investigación para la siguiente novela policiaca, sino de la propia supervivencia.

Vivía una situación desesperada. Lo único a lo que agarrarme eran las palabras de una prostituta drogadicta, un nombre de hotel y un número. Como contrapartida, era la primera vez, desde que encontraron a Mona Weis, que sentía que había dado alcance al asesino. A pesar de lo muy maquiavélico que fuera, seguro que no había podido imaginar que yo daría con Marie. A no ser que me hubiera seguido la noche anterior, no sabía que le estaba pisando los talones.

Un plan empezó a tomar forma. No me imaginaba que pudiera vencer al asesino cara a cara, era demasiado arriesgado, pero quizá encontrara una prueba en la habitación del hotel BunkInn, algo que le señalara directamente y que yo pudiera colocar en la habitación donde Verner yacía muerto. Así no me vería envuelto en el caso de forma directa. Sencillo y práctico. Solo necesitaba introducirme en la habitación 87 de hotel Bunklnn, y debía hacerlo enseguida. Cuando la 102 quedara libre, sería demasiado tarde.

Cuando casi ya estábamos en el Forum, le pedí al taxista que me llevara a la Estación Central. Finn y los autógrafos podían esperar.

El hotel Bunklnn no está muy lejos de la estación de trenes y primero debía comprar un par de cosas. Marie me había explicado que el hombre que la había contratado, el asesino de Verner, llevaba barba, gafas de sol y sombrero. Yo mismo también llevaba barba, pero me faltaban las gafas de sol y el sombrero. Una visita a una tienda de disfraces solucionó la cosa. Por supuesto, no podía saber qué tipo de sombrero llevaba él y cómo eran las gafas de sol, pero mi experiencia me decía que la gente no se fija demasiado en ese tipo de detalles. Y menos si están a cargo de una recepción de hotel por la que pasan multitud de personas, y aún menos en la zona de Vesterbro, donde la mejor calificación para un recepcionista es tener una memoria como un desagüe.

Me puse el disfraz y me dirigí al hotel. Tuve una sensación extraña y me pareció, todo el tiempo, que la gente se me quedaba mirando y que se daba cuenta de que intentaba encubrir mi identidad y, con ello, atraía todavía más la atención. Eso hizo que me pusiera a andar rápido, lo cual empeoró la cosa.

El hotel era mucho más pequeño de lo que había imaginado. Una fachada estrecha y una recepción del tamaño de una plaza de aparcamiento. Una alfombra granate y marrón oscuro no contribuía para nada a mejorar la atmósfera que reinaba en él. Detrás del mostrador, imitación a caoba y mármol negro, apareció un joven. Pálido, larguirucho, con téjanos y recias gafas de sol metálicas. Sus ojos entreabiertos registraron mi presencia sin ninguna reacción visible.

—La habitación 87 —dije con el tono de voz más sosegado que fui capaz de emitir.

El joven se volvió hacia el tablero de llaves y cogió la número 87.

—Eres ese escritor, ¿no? —me preguntó al volverse hacia mí.

Me quedé demasiado paralizado para responder.

—Sí, Johnny contó que el martes te había reservado la habitación estando él de guardia. Nos repartimos la bicoca, sabes. Compagino el trabajo con los estudios, así que…

—¿Qué más te dijo? —le interrumpí.

—Dijo que eras escritor y que querías que no te importunaran. —Me guiñó el ojo—. Tranquilo, no hemos entrado en la habitación.

Asentí con un gesto.

—Continúa.

—Pero te daré un par de toallas y te las llevas arriba. Y sábanas limpias —dijo el recepcionista y se agachó debajo del mostrador—. Si no quieres que te las cambiemos —su voz sonó un poco ofendida—, pues, mira, tiras las sucias al pasillo y ya las retiraremos.

Cogí el montón de sábanas y toallas que me dio y subí la escalera. Crujió y vi que la alfombra rosa estaba gastada en diferentes zonas. El empapelado estaba suelto y parecía mantenerse solo por los clavos de los que colgaban reproducciones de motivos clásicos. A diferencia del Marienborg, Marie encajaba muy bien allí como cliente habitual.

La habitación 87 estaba en la segunda planta. La puerta, blanca y labrada, tenía el número incrustado en dorado. Eché un vistazo a mí alrededor para asegurarme de que no había nadie en el pasillo. Golpeé con cuidado con los nudillos. Pero mis costillas me dolieron, mi corazón parecía haber aumentado de tamaño y palpitaba contra la parte interna del pecho. Aguanté la respiración y me incliné hacia delante para escuchar si se producía alguna reacción dentro, pero no pude oír nada.

La cerradura giró sin problemas cuando introduje la llave. Olía a alfombras polvorientas y a aire viciado. Las cortinas estaban corridas por lo que la mayor parte de esa habitación grande, de unos veinte metros cuadrados, quedaba a oscuras.

Me acerqué a la ventana y descorrí las cortinas.

La luz irrumpió en la habitación y dejó ver un sillón de mimbre con su mesa redonda a juego, una lámpara de acero con la pantalla de papel y una cama doble con una colcha gruesa floreada. En las paredes, colgaban carteles de Arnoldi y dibujos del hotel hechos por aficionados. La cama no parecía haber sido usada, la colcha seguía echada y no había señal alguna de que alguien se hubiera sentado allí.

Dejando aparte la mesa, parecía que la habitación estuviera desocupada. Era una mesa de mimbre con cristal encima, y en ella había un periódico, un mapa y unas gafas de sol. Eché un vistazo al baño. Estaba vacío y las toallas y el jabón estaban intactos.

También el armario estaba vacío, solo perchas metálicas que chocaron entre sí cuando abrí la puerta de golpe.

Tras haber constatado que no había nada más de interés, concentré mi atención en la mesa. Me acerqué con cuidado, como un arqueólogo dispuesto a iniciar una excavación. Sin tocar nada, noté que el periódico era de ayer. El mapa era de Copenhague y alrededores, en formato libro, y estaba abierto por la zona de Frederiksberg y Valby. Busqué marcas que pudieran revelar qué había de interés especial en ese lugar, pero no encontré nada. Con cuidado trasladé el mapa de la mesa a la cama. Y lo mismo hice con el periódico.

Cuando me volví de nuevo hacia la mesa, pegué un respingo.

El periódico había estado tapando un libro.

Tardé solo un instante en hallar una fotografía entre las páginas.

El libro era
Rameras mediáticas
y la fotografía era de Linda Hvilbjerg.

26

Q
UIZÁ LINDA HVILBJERG estuviera ya muerta, no lo sabía, pero tenía la esperanza de que, de una vez por todas, le llevara la delantera al asesino. No solo había hallado su habitación de hotel, cualquiera que fuera el uso que le daba, sino que me había aproximado a su identidad: el libro,
Rameras mediáticas
, estaba firmado, y con toda probabilidad era el mismo ejemplar que yo había firmado el día anterior.

El asesino no podía ser otro que el hombre que esperaba en la cola ese día.

Aunque no tuviera más que una firma y unas gafas de sol en que apoyar mi teoría, estaba convencido de que estaba siguiendo la pista correcta. No había nada en la habitación que apuntara a una persona concreta, así que mi teoría de plantar pruebas en la 102, junto a Verner, se había ido a pique, pero no estaba decepcionado.

Al menos ahora sabía dónde se refugiaba y mi primer impulso fue esperarle. Quería sorprenderle y atraparle yo mismo. Por un instante sopesé contactar con la policía para que estuvieran ahí cuando él apareciera, pero no podía ponerles al corriente de todo; entre otras cosas, de cómo había dado con la habitación. Claro que tampoco me evitaría las explicaciones si yo mismo atrapaba al asesino, pero al menos, así, lo tendría en mis manos y podría argumentar mejor mi defensa.

Pero no podía esperarle. Había demasiado en juego. ¿Y si él ya estuviera persiguiendo a Linda Hvilbjerg? Si yo no aprovechaba mi ventaja, quizá no podría evitar que la asesinaran. No era santo de mi devoción precisamente, pero no merecía morir, y en absoluto de la forma descrita en
Rameras mediáticas
.

Rameras mediáticas
trata de un asesino en serie que mata a presentadoras de televisión. Su móvil es un odio fatal al culto que se rinde a las personalidades televisivas y a la imagen de perfección que intentan conseguir. Se comportan como seres superiores a los demás y no actúan como personas capaces de sentir amor, odio o dolor. La misión del asesino es que sientan que son de carne y hueso como el resto de los mortales. Debe infringirles dolor como a personas corrientes; en todo caso, dolor físico hasta la muerte. Una de las víctimas es la presentadora del programa de libros
LIX
, y es idéntica a Linda Hvilbjerg en todo excepto en el cabello, cuyo color decidí cambiar. Ella y las demás víctimas mueren bajo tortura con una u otra referencia a su programa. Una cocinera televisiva es cocida, una presentadora de un programa de jardinería es desfigurada con herramientas de jardinería y enterrada en un huerto, y la presentadora de
LIX
es asesinada tras sufrir descarnados abusos sexuales con libros en la sala de montaje. A medida que la historia avanza, la policía determina el patrón de los crímenes y a las personalidades televisivas se les pone bajo vigilancia, pero el asesino lo descubre. Las presentadoras se han vuelto tan importantes que necesitan la protección de personas corrientes, esa parece ser su argumentación. Entonces, para él, es más acuciante que nunca hacerles bajar los humos. En la escena final el asesino se apodera de todo un estudio de televisión y asesina a dos presentadoras en directo y a la hora de más audiencia. No obstante, el héroe, un astuto asistente de producción, consigue tenderle una trampa al asesino y lo electrocuta entre un montón de cables.

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