Read Los crímenes de un escritor imperfecto Online
Authors: Mikkel Birkegaard
Tags: #Intriga, #Policíaco
—¡Qué bueno verte! —mintió.
—Igual te digo —respondí, y lo sentí de veras.
—Sí, perdona que me presente tan intempestivamente —dijo, y soltó mi mano—, pero no cogías el teléfono y me preocupó un poco.
—¿El teléfono? —dije, y apunté la mirada hacia la casa. De repente, recordé que había arrancado el contacto en un acceso. Hacía varios meses—. Ah, sí, no funciona.
Linda hizo un movimiento de cabeza hacia las sillas de jardín.
—¿Puedo sentarme?
—Claro —respondí aprisa, y sacudí una de las sillas de plástico—. ¿Quieres beber algo?
—He cogido el coche —respondió—. Pero un vaso de agua estaría bien.
Me apresuré hacia dentro y fui a la cocina. Los platos sucios de varios días llenaban la pila y no quedaban vasos limpios. Me apresuré a lavar un vaso y secarlo con papel de cocina. Mientras esperaba que el agua saliera fría, abrí el frigorífico y bebí un trago de vermut directo de la botella. El sabor me hizo rechinar los dientes.
Cuando volví al jardín, Linda estaba de espaldas, en el borde de la terraza de madera, como si se balancease. No se notaba en nada que ese cuerpo había dado a luz a dos niñas. Estaba delgada, las caderas estrechas, y conservaba la postura erguida que yo siempre había admirado.
—El césped necesita que lo corten —dijo, y me devolvió a la realidad.
Me encogí de hombros.
—Quizá prefiera tener un jardín en estado salvaje. Line se rio y tomó el vaso que le tendí. Me maldije por no haber enfriado el vaso del todo. Seguro que lo notaba todavía caliente del lavado y adivinaba por qué. Tomé un sorbo de güisqui mientras se bebía el agua. Nos sentamos cada uno en su silla.
—Estaba preocupada por ti, Frank.
Agité una mano.
—Naa, no tienes por qué estarlo. Como te dije, el teléfono no funciona.
—No es por eso —dijo, y me miró seria a los ojos—. He leído el libro.
Aparté la mirada y tomé otro trago de güisqui.
—¿Y?
—No puedo reconocerte en él, Frank —sacudió la cabeza—. Toda esa rabia me asusta.
—Tranquila —dije—. Es solo un libro.
—Para ti nunca ha sido «solo un libro».
Podía sentir cómo brotaba en mí la irritación. La fascinación sentida daba paso a la desconfianza. ¿Qué pretendía? ¿Por qué se dirigía a mí de esa manera? ¿Qué le importaba a ella cómo escribía, lo que hacía o si cortaba el césped o no?
—Quizá me haya vuelto más sabio.
—¿Ah sí, de verdad?
Siempre ocurría igual con ella, preguntas simples difíciles de responder, pero no era la pregunta lo que me preocupaba. Me sentí atrapado en una emboscada. En parte porque había aparecido sin avisar y me veía obligado a recibirla sin afeitar, mal vestido y en una casa que no se había limpiado desde hacía varios meses. En parte porque me enfrentaba con mi propia cobardía por escribir
Familias nucleares
sin que se pudiera defender. Lo único que deseé fue que se marchara lo antes posible.
—Todos nos volvemos más sabios con el tiempo —respondí, e intenté sonreír.
Line apartó la mirada.
—No te hagas el loco.
—¿Pues qué quieres que te diga?
Se inclinó hacia delante, estiró su mano delgada por encima de la mesa y la puso encima de la mía.
—Quiero que digas que me perdonas, que te perdonas a ti mismo. Quiero que digas que te cuidarás mejor y volverás a relacionarte con otras personas. —Mantuvo mi mirada y pude ver en sus ojos que pensaba realmente lo que decía.
Carraspeé.
—Te perdono. Me perdono a mí mismo, voy a cuidarme mejor y relacionarme con otras personas —dije intentando imitar su tono lo más exactamente posible.
Line apartó la mano y sacudió la cabeza.
—No sé por qué vine —dijo lacónica—. Quizá creí que esta vez me escucharías, que necesitabas mi apoyo. —Suspiró—. Algunos de nosotros seguimos preocupándonos por ti, Frank. No hace falta que te odies a ti mismo y a los demás.
Se levantó y juntó los brazos a su cuerpo.
—Me voy —dijo—, pero hay algo que quiero contarte antes de que lo sepas por otros. —Hizo una pausa—. Yo… yo… he conocido a otra persona. Se llama Bjorn, se viene a vivir conmigo la próxima semana, las niñas están entusiasmadas con…
Escuché lo que dijo, vi su lucha para formular las palabras y soltarlas como pequeñas granadas de mano envueltas en algodón. Noté el pequeño rizado en la sonrisa que esbozó al pronunciar su nombre, y su irritación cuando lo que decía para tranquilizarme sonaba a burla.
Se encendió un fuego en mi interior que explotaba bombas y estrellas en mi cuerpo. Más que nada, tenía deseos de vomitar hasta echar las entrañas y esparcirlas ante mí. Pero me concentré con todas mis fuerzas en mantener la calma. Convertí mi cara en una impronta de Frank Fons, una máscara mortuoria que reproducía los últimos sentimientos antes de la ejecución.
—¿Has escuchado lo que te he dicho? —preguntó Line.
Respondí alzando el güisqui hasta ella.
—Felicidades —dije, y apuré el vaso.
Ella
, sacudió
la cabeza
.
—Adiós, Frank —dijo. Su voz se quebró y se llevó la mano a la boca mientras se alejaba de mí aprisa, rodeó la esquina, quedó fuera de mi campo de visión. Al rato escuché el motor de un coche que arrancaba y se alejaba.
Miré fijamente mi vaso y luego al jardín. De repente tuve ganas de cortar el césped e, incluso, un par de árboles.
A
Familias nucleares
le siguió
Rameras mediáticas
, poco después. Lo terminé en un tiempo récord, arrancado de mi cuerpo por la cólera y la impotencia que sentí tras la pérdida de Line y mis hijas. Alguien tenía que pagar y, en última instancia, ¿no tenía la culpa Linda? Pues claro que no la tenía, pero mi lógica en ese momento decía que sí. Tras la visita de Line, ya no pude continuar odiándola, así que tuve que hallar a otra persona en quien verter mi cólera. Linda había conseguido que traicionara a mi familia, y eso fue el principio del final, opinaba yo.
Rameras mediáticas
tuvo un éxito moderado. A pesar de que lo había escrito para mí mismo, algunos críticos opinaban que se adecuaba de forma excelente al sentir de la época respecto al culto a la personalidad, y se le dedicó más atención de la merecida. Pero la misma Linda Hvilbjerg no le dedicó ni una sola palabra.
La siguiente persona a quien disparar fue Bjorn, la nueva pareja de Line y padrastro de mis hijas.
No hace falta que me llames padre
trataba de un pedófilo que vivía una múltiple vida con varias mujeres que no conocían la existencia de las demás. Es esa clase de historias que se oyen de vez en cuando y que son imposibles de creer, pero yo di un paso más. Mi protagonista y asesino, Bjorn Vibe, o Bjorn Jensen, o Bjorn Christoffersen, tal y como se llamaba a sí mismo sucesivamente, escogía a madres separadas o solas que tuvieran hijas, cuantas más mejor. Se camelaba a toda la familia hasta el punto de que la madre lo aceptaba en matrimonio. ¿Qué si no? Bjorn era hábil con las hijas, de buen porte y con un buen sueldo como jefe de ventas. Después de la boda, cambia de personalidad y empieza a maltratarlas y pegarlas, tanto a la madre como a las hijas. La violencia escala hasta tal punto de sometimiento que se convierte en una auténtica esclavitud, bajo la que abusa de todas. Su supuesto trabajo le permite trasladarse de familia en familia, siempre sin avisar, así que nunca se sabe cuándo volverá ni cuándo se irá. Sin embargo, en un momento dado se cree obligado a dar un escarmiento y mata a una de las hijas con la excusa de que la madre ha incurrido en algún insignificante error. Ella se ve obligada a encubrirlo, pues la amenaza con matar a otra hija. Bjorn Vibe, al final, paga por sus agresiones cuando una de sus esposas descubre la existencia de otra. Ellas dos se ponen en contacto y localizan a las demás mujeres del harén. Juntas le tienden una trampa y le torturan durante un fin de semana. Todas están implicadas y son responsables de la ejecución final, le acuchillan hasta dejarlo en un baño de sangre. En la última página, las mujeres deciden unirse e ir a la caza de hombres con las mismas inclinaciones para darles igual trato.
Fue bastante injusto exponer a Bjorn de esta manera y espero que mis hijas nunca lean el libro. En realidad, deseo que nunca lean ninguno de mis libros. A pesar de ser mi trabajo y de haberlos escrito cuando las mantenía, mejor dicho, para mantenerlas, no me gusta la idea de que lean lo que he escrito. No hay cosa que desee más en este mundo que estén orgullosas de mí; sin embargo, esa posibilidad ya hace mucho que la he dejado escapar.
Si algún día ellas leyeran algo de lo que he escrito, me gustaría que fueran estas líneas. Quizá así me comprendieran mejor, pero me temo de verdad que nunca tendrán acceso a ellas.
Linda Hvilbjerg tenía razón. Mi producción literaria es una larga lista de ataques a todos los que me rodean, y mi siguiente libro,
Quien bien siembra
, no es diferente.
Esa vez le tocó a Verner. Quedó camuflado como un libro sobre tomarse la justicia por su mano, en el que las víctimas asesinadas de la manera más bestial, en cierta forma, se lo merecen, aunque, en realidad, yo quería cargar contra Verner. A mis ojos se lo merecía con creces. Tan solo el episodio de la confirmación de Line lo justificaba, pero también por haber yo herido a Line manteniendo contacto con él. Quizá todo hubiera sido diferente si yo hubiera puesto tierra por medio desde el principio. Eso pensaba por aquel entonces y por eso debía ser eliminado de la faz de la tierra en mi libro.
Line no volvió nunca más a visitarme, y yo mismo me había ganado a pulso no poder tener contacto con mis hijas. Mis libros fueron usados como pruebas cuando se revisó el régimen de prohibición de visitas. Toda esa violencia y la clara relación entre los hechos de las novelas y las circunstancias familiares de mis hijas lo pusieron fácil para el juez y la prohibición se prolongó. En la revisión se me llamaba casi irresponsable o sin capacidad de discernimiento, pero sin usar términos explícitos.
No poder ver a mis hijas era lo peor. Antes había creído que con el tiempo me sería más fácil, pero no fue así. A diario me imaginaba cómo se sentirían, que harían y si alguna vez le dedicaban un pensamiento a su padre biológico. Les ocurre a todos los padres cuando los hijos se van de casa, pero a mí se me había separado de ellas a tan temprana edad que no podía concebir cómo se prepararían sin mí para los retos que les deparaba la vida. Consideraba que poseía una experiencia valiosa para transmitírsela, soñé varias veces que venían a pasar las vacaciones al chalé de la playa y conocían a su verdadero padre.
Los años que viví en Rageleje, en el chalé de la playa, fueron para mí como un largo refugio dedicado a la escritura. En El Torreón escribí más de siete libros. Mi rutina diaria estaba totalmente enfocada a producir dos mil quinientas palabras al día.
Sorprendentemente pocas veces me sentí solo.
El silencio de la zona de chalés me era indispensable. Ahí podía haber más tranquilidad que en ningún otro lugar y no soportaba que hubiera otra persona en la casa perturbando el muro de paz que me rodeaba. El jardín rompía el silencio a menudo, pero no era molesto, más bien era una señal de la ausencia de otros ruidos.
La tranquilidad era importante para mi trabajo. En otras épocas podía escribir en cualquier sitio, bajo cualquier circunstancia y rodeado del mayor alboroto —incluso con griterío de niños—, pero ya no, tan solo los ruidos de una motosierra o del cortacésped podían echar a perder mi ritmo.
Cuando mejor me sentía era cuando podía levantarme siempre a la misma hora, comer lo mismo, escribir regularmente la misma cantidad de palabras al día y, por las tardes, premiarme con un güisqui en compañía de Bent.
Estoy seguro de que esa previsión me hubiera producido náuseas en la época del Scriptoriet. Cuando escribíamos inspirados en la vivencia y la excepción, no en la rutina y la repetición. Si entonces alguien me hubiera dicho que escribiría durante diez años en un chalé de playa, me hubiera echado a reír. Entonces quería viajar y vivir experiencias nuevas, y nunca jamás escribiría la misma historia dos veces.
La realidad fue otra. La realidad era un día a día con horario fijo de trabajo, semanas que se parecían, meses que solo se diferenciaban del anterior por los cambios climáticos y el diferente trabajo en el jardín.
Ocupaba los días pensando cuándo habría que rastrillar las hojas, todo mientras me movía entre cuotas de palabras y frases, tan metódico como las salidas del tren.
Pocas veces mi ritmo de trabajo fue interrumpido, y una de ellas, por una llamada telefónica.
D
ESDE EL MOMENTO QUE ENCONTRÉ
Demonios exteriores
en el escalón de entrada de la casa de Linda Hvilbjerg, tuve la sensación de que el paso siguiente dependía de mí. El asesino había esperado a matar a Linda hasta que jugué mi papel en la escena del crimen, y ahora todo indicaba que la iniciativa estaba otra vez en mi mano. Conocía a la víctima, mi propia hija, el ultimátum, era imposible no reaccionar a esa jugada.
Estaba obligado a actuar. Cuanto más reflexionaba sobre la situación, más claro tenía lo que debía hacer. La indicación del asesino señalándome el error de la localización de Correos en Osterbro tenía que ser una exhortación. Igual que el asesino de
Demonios exteriores
, que le ofrece al policía una vía de comunicación, una posibilidad de llegar hasta él, en lugar de esperar todo el tiempo sus mensajes.
En la novela el asesino envía cartas a Kenneth Vagn, el policía encargado del caso, que a su vez se comunica con él a través de un apartado de correos. Esta debía de ser la posibilidad para mí también. Yo le escribiría y él me contestaría.
El lunes por la mañana pagué la cuenta del hotel y me fui.
Ferdinan lo lamentó profundamente y me hizo una rebaja generosa. Cargó con toda la responsabilidad sobre sus hombros abatidos y, cuando lo abandoné en la recepción, no tenía aspecto de tener ganas de seguir en la rama hotelera. Por otra parte, seguramente yo tampoco las tenía de querer seguir en la rama editorial.
Mi trabajo en Copenhague no había terminado, pero ya no podía soportar el hospedarme en el hotel. Tenía que alejarme del entorno que me socavaba y de la mirada resentida de Ferdinan.