Los crí­menes de un escritor imperfecto (32 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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Entretanto, la policía se pone a trabajar en el caso y el comisario de la criminal, Kenneth Vagn, es el rostro oficial, a cargo de un trabajo desagradecido, cuando los medios de comunicación pierden la paciencia y exigen una aclaración inmediata. Booring se divierte con la frustración de la policía y se burla continuamente de Kenneth Vagn. Mediante una intrincada red de acertijos e intermediarios, encuentra una forma de comunicación con la cual los dos oponentes se escriben. Booring intuye que pronto estará preparado para la Princesa, el objetivo de sus desvelos y la última mujer a quien está planificando secuestrar. Ha perfeccionado sus métodos de tortura y cree que la puede mantener viva tanto tiempo como le plazca. Kenneth Vagn presiente que el tiempo se acaba y trabaja en el caso sin descanso. Se convierte en un zombi ambulante que se mantiene en pie con café y pastillas. La Princesa desaparece y Booring le manda descripciones detalladas de las torturas que le practica, escritas con exactitud de médico forense y un desarrollado sentido del horror para crear imágenes pavorosas. El comisario de la criminal trabaja sin descanso, sigue todas las huellas por insignificantes y vagas que sean y, finalmente, su perseverancia le lleva al éxito. Un albañil algo fantasioso que ha participado en la construcción de la prisión en el sótano de la casa de Booring revela la peculiaridad de varias de las instalaciones misteriosas que se hicieron allí, entre otras, una insonorización total, extractores y un complejo sistema de alarma y cierre de puertas. Al poder conectar la identidad de esta última víctima con Booring debido al empleo de su padre en su empresa, Kenneth Vagn interviene. Se enfrenta a Booring solo y la historia acaba con una contienda librada en el oscuro pasillo de la prisión en el sótano, donde el comisario acaba con la vida del asesino propinándole una descarga eléctrica mortal con el desfibrilador.

La Princesa sigue aún viva, pero ya jamás tendrá una vida.

Muchas escenas de tortura del libro y descripciones detalladas de cómo mueren las víctimas me aseguraron mi carrera; sin embargo, ahora no me llegaba el éxito.

Habían plantado la foto en la página 209, hacia la mitad más o menos. Pasé un par de páginas hacia atrás y casi deletreé las palabras para hallar algún mensaje oculto.

El párrafo no estaba centrado en el crimen o la tortura de la víctima, como en los otros pasajes que el asesino había señalado. Pasó un poco de tiempo antes de que me diera cuenta, y cuando ocurrió, tuve que contener la respiración. Era decisivo, pero ¿cómo? Febrilmente, pasé las páginas hacia atrás y leí el párrafo de nuevo. Mi frustración iba en aumento. Me levanté, pasé las páginas otra vez y leí el texto en alto mientras gesticulaba con la mano libre.

A pesar de las muchas veces que leí el párrafo, no podía descubrir el significado.

Era una descripción de cómo el policía seguía a uno de los que transportaban la correspondencia entre el comisario y el asesino. Una operación sin éxito, ya que el mensajero no sabía nada. Y la entrega se realizaba mediante un apartado de correos, hoy día una vía comunicativa bastante antigua, pero Internet no tenía mucha divulgación cuando escribí el libro, y una dirección anónima de
e-mail
no hubiera proporcionado el mismo suspense.

Tiré el libro.

¿Me equivocaba? ¿Era del todo casualidad la página donde el asesino había plantado la foto o era una pista indescifrable? Me hundí en el sillón al lado de la mesita, me recosté hacia atrás y cerré los ojos.

El edificio de Correos donde se hallaba el apartado de correos estaba situado en Osterbro, un edificio de aspecto majestuoso con una escalera ancha y columnas a cada lado de una puerta de madera de roble. Intenté reproducir la escena para mis adentros. Correos estaba vigilado por policías vestidos de civiles, un trabajo relativamente fácil, ya que el edificio daba al parque Faelled y delante de la entrada había un espacio grande cubierto de gravilla con muchos bancos donde podían estar sentados los observadores. El mensajero, un joven con gafas de concha y cola de caballo, llega en bicicleta por la calle Osterbrogade y gira delante de Correos.

Abrí los ojos. Había algo que no cuadraba.

Me levanté de un respingo y fui hasta el libro que había aterrizado al lado de la ventana. La portada estaba doblada tras la caída. Con manos temblorosas, pasé páginas hasta la 209. La descripción del mensajero llegando en bicicleta por la calle Osterbrogade era correcta.

Pero Correos estaba en realidad en la esquina con las calles Blegdamsvej y Oster Allé, y no con la calle Osterbrogade, como aparecía en el libro.

Fruncí las cejas. Era un error casi imperdonable. La geografía de una novela siempre hay que comprobarla con rigor. Cómo podía ser que esa pifia hubiera burlado todas las correcciones y se hubiera colado en todas las ediciones era un misterio para mí. Una cosa era que yo hubiera escrito un error, eso era ya bastante ridículo, pero que no se hubiera descubierto en las correcciones era incomprensible.

Fui hasta la mesita donde estaba el teléfono. En un cajón hallé la guía telefónica y pasé páginas hasta el principio, donde había un mapa con Osterbro dibujado. Diez segundos. Fue lo que tardé en verificar dónde estaba Correos.

Esa descripción en
Demonios exteriores
era errónea.

36

M
I VUELTA AL MUNDO DE LA LITERATURA supuso un éxito moderado. Podría haber sido mayor si yo hubiera querido promocionar
Una bala en la recámara
. En lugar de ello, me quedé en el chalé de la playa y dejé que mi editor hiciera las declaraciones por mí. A Finn no le gustó. Le parecía mejor que el escritor mismo vendiera el producto. La gente quería ver a la estrella.

Como contrapartida, estaba feliz con el libro.

—Es un buen libro, caramba —me dijo varias veces, y era exactamente lo que yo pensaba. No me sentía más orgulloso por
Una bala en la recámara
que un albañil con el suelo que acaba de poner o que un carpintero con el cobertizo que acaba de construir. De todas formas, la publicación del libro marcó un momento decisivo en mi carrera de escritor. Mientras en la época del Scriptoriet había decidido sin pestañear que escribiría literatura de primera clase,
Una bala en la recámara
fue mi
satori
[2]
. Supe que nunca escribiría la Gran Novela Danesa Contemporánea, y podía considerarme sin problemas el tipo de escritor que escribe para sobrevivir y al que odiábamos en la época del Scriptoriet. En cierta manera me sentía aliviado.

Mi vecino estaba francamente entusiasmado. Bent se lanzó a hacer su propia promoción por la zona de chalés, y en los meses después de la publicación siempre llevaba un par de ejemplares consigo en una vieja mochila. No se quedaba corto explicando su propio papel en la génesis de la novela, muchos debieron de tener la convicción de que en realidad era mi
ghostwriter
, o que yo solo escribía sus dictados. Me daba igual. En cierta manera, gracias a Bent escribí ese libro, así que se merecía unos buenos golpecitos en el hombro; además, yo no necesitaba atención extra.

Si fue el entusiasmo de Bent o la promoción de Finn el causante no lo sé, pero el libro vendió bien, aunque no alcanzó el nivel de
Demonios exteriores
. Le hicieron varias reseñas en la prensa. Algunos vieron en él un comentario crítico a la participación de Dinamarca en la primera guerra de Irak, lo que no era intencionado por mi parte, pero fue una idea que quedó adherida al libro y le acompañó ya siempre. Basada en la idea, recibí un montón de cartas de soldados que habían estado destinados en Irak, y también de cuando Dinamarca participó en la segunda ronda. Muchas de las cartas contaban los problemas que sufrían, tanto físicos como psíquicos, como efectos secundarios de esa experiencia. Eran sorprendentemente francos contando los problemas familiares, de bebida y lo difícil que les era tener una vida normal cuando volvían a casa.

Algunas cartas, aunque pocas, contenían amenazas directas contra mi vida. Bien porque, según la opinión del remitente, yo había dado una visión falsa de Irak, o porque como persona ajena al conflicto no podía permitirme el lujo de escribir de esas cosas, y más sin haber estado allí ni haber visto cómo las bombas mataban a mis compatriotas, ni siquiera oído las balas zumbar.

Todas las cartas quedaron sepultadas en una caja, como si fueran fotos viejas de familia que no conseguía tirar. De una u otra manera, sentía un cierto vínculo con esas personas extraviadas que vivían en comunidad con la botella y recordando a una familia que no quería saber nada de ellos.

Pero yo, al menos, tenía algo a que agarrarme, algo que podía desviar mis pensamientos unas horas al día, y que me daba para vivir. La escritura era mi punto de agarre y yo cumplía mi rutina de trabajo con precisión militar.

Ser escritor es la mejor excusa para estar solo. Lo descubrí enseguida y, a menudo, lo utilizaba como argumento para echar a la gente. Algunas veces lo decía para mantenerlos a distancia. Si afirmaba que tenía pensado escribir todo el día, me respetaban y no me molestaban para nada.

Además de mantenerme ocupado, la escritura era también un respiradero para la cólera que experimentaba en mi interior. Mi divorcio de Line fue tramitado con abogados y fue muy frustrante experimentar que mi anterior vida desaparecía así.

Como resultado, escribí
Familias nucleares
, una historia sobre un grupo de amas de casa que se encuentran por casualidad cuando un ladrón de tiendas las convierte en rehenes en un supermercado. Juntas, consiguen reducir al ladrón, que fallece tras ser atravesado por un soporte de paraguas, y entonces las amas de casa descubren que tienen cosas en común. Además de ser mujeres enérgicas, tiene un gusto especial por lo mórbido y están atrapadas en matrimonios infelices. Se reúnen en secreto y acuerdan matar a uno de los maridos garantizando que su mujer tiene una coartada segura. Pronto la cosa adquiere sentido deportivo y cada asesinato es más espectacular que el anterior; cuanto más sufran los hombres, mejor. En estas, un policía empieza a intuir la relación entre los asesinatos. Se trata de un machista, una arrogante caricatura de Philip Marlowe que también tiene problemas con su matrimonio, y cuando, al fin, descubre al grupo, es solo para constatar que el complot es mayor de lo que había supuesto. Su jefa es una mujer a quien la propia esposa del policía ha contratado para eliminarlo mientras ella está en el bingo. El policía muere en un accidente, debido a un tiro accidental, en la última página del libro, justamente cuando su mujer completa un cartón y hace bingo.

Familias nucleares
es un ataque furioso contra las mujeres y su tácita hermandad, además de mi medicina contra la injusticia sufrida cuando Linda me arrebató a las niñas. No fue un buen libro y tampoco fue bien recibido, pero cumplió con su cometido. Los críticos lo crucificaron, pero yo ya estaba acostumbrado, por lo que no me afectó. Solo un crítico se divirtió con el relato estereotipado de los roles de género y opinó que en conjunto era una suculenta crítica irónica a la ola «mujeres al poder» que había empezado a extenderse como ondas concéntricas en el agua. Pero no aportaba nada, simplemente era un libro malo.

Económicamente no supuso tampoco ningún éxito. Apenas produjo beneficios: después de pagar la pensión de las niñas y de mi exmujer, no quedaba nada. Por fortuna todavía me proporcionaban algunas ganancias los libros anteriores y los derechos anuales de biblioteca, que me correspondían porque todas mis obras estaban presentes en las estanterías de las bibliotecas públicas, pero tuve que reducir mi consumo, lo que fue más fácil de lo que podía haber creído. No hay mucho que gastar en una zona de chalés de playa, y menos en invierno, y al no tener siquiera ganas de relacionarme con nadie, los gastos en gasolina y ropa eran pocos. La mayor partida del presupuesto se iba en alcohol, pero siempre se puede cambiar a una marca más barata, y en situaciones apuradas no tiene mucha importancia cuántos años ha estado el güisqui dentro del tonel.

Unos meses después de la publicación de
Familias nucleares
me visitó Line.

Era una tarde de mayo, lo suficientemente cálida para estar sentado fuera, pero todavía demasiado fría para llevar pantalones cortos. Estaba sentado en el jardín con mi botella de güisqui escocés Macallan y miraba el césped.

—¿Frank?

Escuché su voz como en un sueño. Hacía muchísimo que no la había oído, y en ese momento no sonaba como su voz, o era que yo la había olvidado. La posibilidad me asustó. Innumerables veces me la había imaginado, intentando adivinar qué diría en esa situación y percibiendo un tono de reconocimiento o de escepticismo si le pedía consejo sobre algo. Ahora su voz me resultaba extraña.

—¿Frank, estás ahí?

Era ella, no había duda, y el pánico se apoderó de mí. Me miré de arriba abajo. Iba de cualquier manera. Una camiseta blanca debajo de un cárdigan viejo y desgastado que además había sido de su padre, y en los pies llevaba un par de zapatillas que estaban en la casa cuando la compramos. Sopesé la posibilidad de esconderme, pero ella estaba ya en la esquina, su voz sonaba cerca y mi coche estaba en la entrada, así que no veía la manera de escabullirme.

Escondí la botella de güisqui detrás de la silla y me abroché el cárdigan. Faltaba un botón en el medio.

—Ah, estás aquí —dijo Line al aparecer por la esquina de la casa.

—Hola, Line —dije lo más tranquilo posible. Sentía la garganta seca y áspera y reprimí el deseo de agarrar el vaso y beberme lo que quedaba de güisqui—. No te había oído.

Sin embargo, la vi y fue como recibir un golpe en el pecho. Llevaba el pelo recogido en lo alto y el cuello le quedaba desnudo. Un top negro, unos téjanos apretados y zapatillas de deporte blancas le daban un aspecto joven y sano. Y entonces sonrió. Esa sonrisa que ya una vez me había subyugado y que, en ese instante, volvía a hacerlo. No le hacía falta decir nada, solo presentarme sus condiciones por escrito y yo firmaría con mi propia sangre lo que exigiera.

Me levanté demasiado deprisa y estuve a punto de tirar la silla, que tumbó la botella detrás. No se rompió, pero el sonido no dejaba lugar a dudas. La mirada de Line erró un instante y no me hizo falta ningún globo de cómic para saber lo que pensaba. Ignoré el sonido y fui hacia ella. Me sequé la mano en el pantalón y se la tendí. Ella la tomó y le dio un apretón.

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