Los crí­menes de un escritor imperfecto (35 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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Sacudí la cabeza de un lado a otro.

—No lo entiendes —intenté explicarle—. Quizá pueda parecer que es como tú dices, pero ahora…

Me levanté y me separé de la mesa para acercarme a ella.

—No. ¡Aléjate! Aléjate de mí y de mi familia, ¿lo oyes? —Todavía dio otro paso atrás, y puso la mano en el pomo de la puerta trasera con salida a un pequeño jardín.

—Line, déjame…

—¡Vete, Frank!

Estaba desesperado. ¿Por qué no quería creerme? Si no hubiese sido por su mirada, la hubiera agarrado y sujetado hasta que me hubiera escuchado y entendido, pero sus ojos expresaban una rabia inconmensurable, y aún peor, angustia.

—Como te he dicho —continué, con la voz más tranquila que pude conseguir—, creo que lo he arreglado, así que no va a suceder.

Line simplemente me miraba con fijeza.

—Me voy —dije—. Solo…

Noté que mi cuello se contraía.

—Cuida a nuestras hijas, ¿vale? —le pedí con voz quebrada. En ese instante sabía que no vería más ni a Line ni a mis hijas—. Diles que…, diles que siento todo lo ocurrido. Sé que es mucho pedir, pero diles que las quiero más que a nada en el mundo.

Line se llevó las manos a la cara y se cubrió la boca. Tenía los ojos humedecidos. Empecé a caminar hacia atrás, alejándome de la mesa y hacia la entrada.

—Te quiero a ti también, Line. Siempre te he querido. Recuérdalo.

Me di la vuelta y abandoné la casa.

MARTES
39

L
A REACCIÓN DE LlNE me asustó.

Me había esperado que se lo tomara con escepticismo, pero no que me rechazara totalmente. Quizá la prensa todavía no había sacado la noticia sobre la muerte de Verner, pero podría ser que cuando la sacaran me creyera. También le podría provocar más miedo todavía. Miedo de mí.

En todo caso, la revelación nunca se produciría en caso de que fuera yo quien se lo estaba imaginando todo, como ella creía. Acaso eran los asesinatos de Mona Weis, de Verner y de Linda Hvilbjerg, además de esas misteriosas misivas que recibía, una invención de mi propia mente. Después de tantos años inventando historias de ficción, quizá mi cerebro ya no estaba en condiciones de diferenciar realidad de fantasía, tal y como Line afirmaba.

Cuando abandoné lo que una vez fue mi hogar, deseaba más que nada en el mundo que eso fuera verdad. Esperaba haber enloquecido y que todo lo demás, aparte de mí, estuviera en su lugar. Que a Mona Weis le siguieran echando intensas miradas al caminar por la calle principal de Gilleleje, deseaba que Verner siguiera abusando de las prostitutas en Vesterbro y que Linda Hvilbjerg siguiera crucificando todavía los sueños de un puñado de escritores.

Hubiera dado lo que fuera para que Line tuviera razón.

Pero al sentarme en el coche, la realidad me asestó un buen golpe. El interior estaba frío y húmedo y olía a güisqui. Los cristales estaban tan empañados que casi no se veía afuera. El vaso de güisqui seguía encima del salpicadero, la botella en el suelo, solo con una cuarta parte del contenido.

Todo estaba igual que cuando lo había abandonado.

Con excepción del sobre de encima del asiento de pasajeros. Era el mismo que yo había echado al apartado de correos el día anterior.

Lo miré.

Mis esperanzas puestas en que fuera mi propio cerebro el que me estaba gastando una mala pasada se derrumbaron y, a la vez, quedé anonadado. Al coger el sobre, pude ver que había sido abierto con un cuchillo u otro objeto punzante.

Saqué el papel. Era el mismo en el que yo había escrito el día anterior, con un añadido, habían escrito un «O. K.» en mayúsculas de imprenta que no revelaban nada del remitente, ningún experto en escritura sacaría nada de esos dos signos. En el sobre no había nada más aparte de lo que yo había introducido antes de cerrarlo.

Tomé una bocanada de aire. Por lo visto, mi plan había tenido éxito. Había establecido contacto con el asesino y él había aceptado mi propuesta. Durante un instante luché con la tentación de volver con Line y explicarle que ya no tenía nada que temer, que todo estaba arreglado, pero entonces vi un coche de policía entrando en la calle y desistí. Lo último que me faltaba era la policía.

Pude poner en marcha el coche y me alejé lo más rápido posible del lugar. Por el espejo retrovisor pude ver al coche pararse delante de casa de Line. No se lo reprochaba. Había hecho lo conveniente para proteger a su familia, y quizá la policía haría el trabajo que yo mismo no estaba en condiciones de hacer. Pero me preocupaba haber mencionado a Linda Hvilbjerg. Era muy probable que todavía no hubieran hallado el cadáver; si Line repetía lo que yo le había contado, podrían hallarlo muy pronto.

Sin embargo, eso no cambiaba en nada mis planes.

Conduje hacia el norte, hacia Hillerod, e hice un único alto en el camino. Puse gasolina al coche y compré periódicos del día que hojeé antes de ponerme en marcha de nuevo. No decían nada ni de Verner ni de Linda. En Hillerod fui al banco y vacié mi cuenta. En total, ciento cincuenta mil. El empleado me escrutó detenidamente y exigió que respondiera a una serie de preguntas de control antes de darme el dinero. Era estupendo tener tantos billetes en las manos y no pude evitar la tentación de olfatearlos antes de metérmelos en el bolsillo de la chaqueta.

Después conduje hacia Helsinge y desde allí hasta Rageleje. Al entrar en la calle Store Orebjergvej reduje la velocidad y seguí despacio hasta mi casa. Las hojas habían caído de los árboles paulatinamente. Un viento las arrinconaba en los laterales de la calle y, a la vez, movía las ramas desnudas. A distancia podía constatar si tenía huéspedes. No los tenía. La entrada a El Torreón estaba vacía y la casa, tan solitaria como cuando la dejé. El viaje de Osterbro a Nordsjaelland había durado dos horas, pero, a todas luces, la policía no habría encontrado todavía el cadáver de Linda. Pero no tardaría, así que no debía titubear.

Aparqué el coche, salí, me fui directo a la puerta y entré. Cerré con llave por dentro. La calefacción había estado apagada los cinco días que yo había estado fuera y el frío otoñal había aceptado la invitación de atravesar las paredes. El aire de la casa era frío y húmedo.

Arrugué las hojas de un par de periódicos hasta dejarlas como bolas y las eché a la chimenea junto a un par de leños pequeños. El fuego se resistía a prender en el frío papel y la fría leña, pero después de un par de minutos ardían ya en llamas y ya no había por qué preocuparse. Subí arriba y abrí la trampilla del trastero en el techo. No era muy grande, con capacidad solo para tres o cuatro cajas de mudanzas; agarré una de ellas y la saqué maniobrando por la pequeña abertura hasta depositarla en el suelo de mi despacho. La abrí para asegurarme de que contenía lo que buscaba. Así era.

De vuelta a la chimenea volví a abrir la caja. Estaba llena de cartas de lectores, cartas que había recibido en los veinte años de mi carrera de escritor. Muchas ni siquiera estaban abiertas. Cogí un puñado y las miré un momento. Contenían una de cal y otra de arena, elogios y maldiciones, adulaciones y repulsas. Las tiré al fuego, que prendió en ellas al instante, abrió las que yo no había abierto y consumió lo que yo no había leído.

Un puñado tras otro, las cartas desaparecieron en la chimenea, que respondía con un punto de calor fantástico en ese frío salón.

No las quemaba para obtener calor.

Tampoco por respeto a las verdaderas víctimas, las que tan generosamente habían compartido la angustia y el miedo conmigo. Las quemé como parte del trato. No constaba explícitamente en el papel que envié al apartado de correos, pero se sobreentendía que era algo que debía hacer.

Si el asesino me había escrito para burlarse de mí o señalar mis errores, quizá sus cartas estuvieran en esa caja bajo el riesgo de ser halladas por otros, y, dado que yo no conocía al remitente, debían desaparecer todas. Era arriesgado usar tiempo en ello, pero era necesario para cumplir nuestro trato.

Lentamente, el fuego redujo las muchas cartas a delgadísimas hojas de ceniza que llenaron cada vez más el suelo de la chimenea. Se movían al mínimo soplo de viento y algunas revolotearon por el salón yendo a parar al suelo, sobre mí o los muebles a mí alrededor. Pronto mi ropa se llenó de ceniza y me levanté para sacudírmela.

En ese mismo instante oí que alguien llamaba a la puerta.

Me detuve en seco, dejé de sacudirme la ceniza de mi brazo y contuve la respiración.

Llamaron a la puerta otra vez.

—¿FF?

Era Bent.

—¿Estás bien, vecino?

Aunque no podía ver el interior del salón desde ese lado de la casa, me escurrí hasta uno de los rincones donde no podían verme desde ninguna de las ventanas.

—He visto tu coche —continuó diciendo Bent—. ¿Cómo te fue en Copenhague?

Podía oír sus pasos alejarse de la puerta principal y moverse alrededor de la casa. Murmuraba para sí mismo. Las planchas de madera del suelo de la terraza crujieron y poco después oí que golpeaba el cristal de la ventana.

—¿Frank? ¿Pasa algo?

No podía verme en mi rincón, pero yo podía ver su sombra deslizarse por la puerta de la terraza. Estaba apoyado contra los cristales, las manos a los dos lados de la cabeza para ver dentro.

—¡Sal, Frank! —dijo con un tono de voz ligeramente ofendido—. Puedo ver que tienes la chimenea encendida.

Apreté los dientes. «¿Por qué no se va ya de una vez?». Bent golpeó más fuerte los cristales.

—¡Frank, maldita sea!

La sombra se alejó un poco.

—¡Frank! —gritó Bent de nuevo—. ¿Estás arriba?

Había bebido, pude notarlo. Su voz adquiría un deje gangoso tras cinco o seis cervezas, lo cual casaba muy bien con la hora que era, casi la una de la tarde.

—¡Fraaaank!

Deseaba abrir la puerta y gritarle que debía irse, pero él continuó.

—¡Frank, maldita sea!

Escuché su cuerpo pateando la terraza.

—¡Sé que estás ahí! —gritó desde el jardín—. ¡Sal de una vez, Frank, o no nos iremos! —Se rio un poco.

Transcurrieron unos diez o quince segundos, durante los que pude escuchar cómo maldecía. El tono de voz había cambiado, ahora sonaba a gruñido.

—Puto escritor —dijo para sí mismo—. ¡Puto escritor! —gritó como un niño ofendido—. Tú siempre tan finolis. Demasiado finolis para los demás, ¿verdad? Pero te voy a decir algo.

Titubeó unos segundos, como si reuniera coraje o esperara una reacción mía. En todo caso, su voz ya no gangueaba.

—Tú no eres, me cago en la hostia, ni una pizca mejor que nadie —repitió y se rio burlón—. Eres peor. En una buena relación entre vecinos se recibe tanto como se da. Tú nunca lo has hecho, eso de dar. Siempre has recibido y siempre cuando te convenía a ti. Nos dejaste entrar cuando te apetecía y, si no, cerrabas la puerta.

Los gritos le hicieron jadear e hizo una pausa.

—¿Sabes qué, Frank? —Esperó respuesta un par de segundos—. ¡Que te vayas a freír espárragos! ¡Ahí te quedas, puto esnob!

Oí que atravesaba el jardín volviendo a su casa. Un par de minutos después salí del rincón y me acerqué a la chimenea. Las palabras de Bent no me habían afectado. Casi me aliviaba que hubiera disuelto nuestra amistad vecinal. Una cosa menos de la que preocuparme.

El fuego se había extinguido a falta de alimento, pero entonces le eché el resto de las cartas, un buen montículo. Las llamas prendieron en el papel agradecidas. Me aseguré de que el fuego quemara bien antes de volver a subir. En el dormitorio hice una maleta con ropa y la coloqué junto a la puerta de la calle. Luego fui a mi oficina y desenchufé los cables del ordenador. Bajé la pantalla, después el propio ordenador y el teclado. Lo último que bajé fue la impresora, una bolsa repleta con los cables necesarios y un paquete de hojas de escribir.

Las cartas de la chimenea ya estaban quemadas. Entre las cenizas, solo quedaban un par de amarillentos cantos de sobre. Un soplo de viento se coló por el agujero de la chimenea y lanzó al suelo un par de pedazos grandes de ceniza, casi transparentes, resultantes del papel quemado.

Entreabrí la puerta y miré afuera. No había rastro de Bent por ninguna parte. Agarré la maleta y me deslicé hasta el coche. Abrí el maletero con cuidado y empujé la maleta por encima de la bandeja hasta el asiento trasero. Luego volví, recogí el ordenador y el resto del equipo.

No me entretuve cerrando la puerta del chalé, pero permanecí un instante observando la que había sido mi casa durante los últimos años.

Después subí al coche y me fui.

40

B
ORDEÉ LA COSTA, pasé Heather Hill, atravesé Vejby, Tisvildeleje y seguí en dirección al oeste. En Hundested crucé el fiordo en ferri. El trayecto no duró más de veinte minutos pero yo sentí que dejaba atrás todo un continente.

No muy lejos del puerto de Rorvig encontré una empresa de alquiler de casas veraniegas. El encargado se alegró de tener un cliente tan a final de año, y también se sorprendió de que quisiera usar la casa enseguida y pagara al contado, tanto el depósito como ocho semanas de alquiler. Escogí una casa con vistas al mar y a buena distancia de los demás vecinos. Era cara a pesar de ser fuera de temporada, pero la situación era lo más importante.

Firmé como Karsten Vendestrom, el nombre del psicólogo que asesinaba a sus pacientes en
El espacio rojo
. El encargado intentó entablar conversación, pero yo no le di pie y terminé con el papeleo lo más rápido posible. Veinte minutos más tarde subía al coche con las llaves de la casa en el bolsillo.

En Nykobing me paré para comprar en un supermercado. En poco tiempo llené un carro con comida y bebida suficientes para un par de semanas si economizaba un poco.

Después conduje hacia la casa, que estaba un poco más allá de Odden. Era una casa grande, mucho más grande de lo que necesitaba, con yacusi, sauna y una impresionante galería con estufa de leña. Había camas para doce, pero escogí el dormitorio más pequeño, allí deshice la maleta y me hice la cama. Cerré las puertas de los demás dormitorios y encendí la calefacción en los espacios en que iba a vivir. El ordenador y la impresora los coloqué al final de una enorme mesa, como mínimo, para diez personas. Me aseguré de que el ordenador arrancaba con normalidad y de que podía imprimir. Todo funcionaba.

Además de la galería había un salón para la televisión con suelo de madera, muebles de piel negra y una chimenea. El televisor era un modelo de pantalla plana, lo encendí y rastreé las noticias en el teletexto. No decían nada ni de Verner ni de Linda. Dejé la tele encendida mientras volvía al coche. Las placas de la matrícula pude quitarlas sin necesidad de herramientas, las saqué las dos y las eché al maletero. Después conduje el Corolla hacia el interior de la parcela, para que no se viera desde la calle.

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